Cuando, hace algunos meses, la editora universitaria Carmina Estrada me pidió que le sugiriera a alguna poeta joven con un libro inédito que pudiera dar título al siguiente volumen de las Ediciones de Punto de Partida, entre los tres o cuatro nombres que mencioné estaba el de Xitlalitl Rodríguez Mendoza —Sisi, como la llamamos afectuosamente. Confieso que había leído apenas tres o cuatro poemas de ella desperdigados en el ciberespacio, aunque sabía que acababa de concluir su periodo como becaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca, lo que me hizo sospechar que tenía un libro nuevo en espera de publicación. Fuera de estos detalles y del origen tapatío de su autora, cuya simpatía había podido constatar en algunos encuentros fortuitos con amigos mutuos, nada sabía de ella.
De entre aquellos poemas cibernéticos que recordaba vagamente, resonaba en mi cabeza el eco de uno publicado el año pasado en el Periódico de Poesía de la unam, un juego, o mejor, un ingenioso juguete verbal fundado en las similitudes sonoras y semánticas de algunas palabras y tópicos literarios y editoriales con la jerga tecnologizante de la época. A caballo entre la escritura automática, el cadáver exquisito y los muñecos de cuerda del Tío Gamboín, el poema, para decirlo francamente, no es sino una divertida lista de ocurrencias y hallazgos fonéticos que alude de pasada al espíritu fragmentario y atomizante de la era del messenger, el Facebook, el iPod y lo que algunos ociosos han dado en llamar la literatura wiki: «times new riman / bislexia / miss lexia / Pita Amor Cortés / […] iLunes / […] iPoe / ouliPod / sintaxis driver / […] dealers que no me maten».
Debo decir que en cierto momento llegué a temer que toda la propuesta poética de la autora se redujera a este tipo de artificios verbales sin demasiada profundidad, tan socorridos por cierta poesía juvenil destinada principal y casi exclusivamente a suscitar el asombro instantáneo, más que de un lector, de un escucha ideal: tintineos, ruiditos como de… mucho pop y pocas nueces. Lo que encontré en las páginas de Datsun fue, en cambio, algo extraño y distinto: un curioso artefacto que evoca las cajas-rompecabezas Himitsu-Bako, esos caprichosos enigmas de marquetería japonesa cerrados herméticamente y cuya apertura exige de nosotros constancia e imaginación, los movimientos precisos para desentrañar su constreñido misterio, que no es otro que el del vacío que contienen.
Detrás de la sencillez aparente, del engañoso candor de este pequeño objeto motorizado llamado Datsun, reposa una voluntad discursiva que va más allá de la mera pirotecnia verbal o sonora; una voluntad, hay que decirlo, siempre en riesgo de desbocarse, de precipitarse en el abismo del sinsentido, pero temperada por la ironía —ese rifle de la inteligencia—, el humor y una sensibilidad infantiloide —en el sentido literal del término, esto es: de apariencia infantil— que confieren al libro ese raro y precario equilibrio y hacen de éste (del volumen y de la sección que lo nombra) uno de los títulos más entrañables de la novísima poesía mexicana.
Modelo 2010 de tres puertas, este vehículo es una pieza única de desenfado y extravagancia equiparables con los que otrora exhibieron el psicodélico Rolls Royce de Lennon, el Cadillac dorado de Elvis y el añorado Batimóvil de Adam West. Como aquéllos, el Datsun de Sisi resulta un ejemplar tocado por la paradójica belleza del exceso. La primera sección —la puerta del conductor— está conformada por una pieza que evoca sin nostalgia la gracia y la rareza de las líneas de modelos clásicos de nuestra modernidad literaria como la oweniana Novela como nube y El café de nadie de Arqueles Vela. Si atendemos a las definiciones y los límites propuestos por Luis Ignacio Helguera en el prólogo de su famosa Antología… del Fondo de Cultura Económica, Datsun es un poema en prosa narrativo que relata las improbables peripecias de un niño con un nombre igualmente improbable, que no es otro que el de la antigua compañía automovilística japonesa. Es este detalle el que potencia la atmósfera incoherente en que se funda el poema y por la que transita su protagonista. Niño freak medio lerdo y medio loco, condenado a la incomprensión y en última instancia a la incomunicación, a la imposibilidad de nombrar, el desvalido Datsun resulta un antihéroe tragicómico, grotesco, ridículo desde su nombre: francamente encantador. Si, como sostuvo Freud, los niños son perversos polimorfos, la criatura que habita estas páginas se trasviste en planta o en niña para evidenciar su condición de outsider, y, al adoptar las múltiples formas del desvarío, evade el sentido aparente y las significaciones superficiales y apela a algo más profundo e importante: devolvernos —con esa perversidad que en él sospecharía «el brujo de Viena»— al demorado hastío de ciertas tardes de la infancia en que el crecimiento y el aprendizaje resultaban particularmente dolorosos. Peligrosamente lindante con la banalidad y la cursilería, desde el absurdo de sus evidencias primigenias, Datsun nos enfrenta con ese otro vasto sinsentido que conocemos bajo el sospechoso nombre de realidad.
La segunda parte es la puerta trasera que abre el maletero, en cuyo interior se guarda «La cajita feliz», especie de cajón de sastre (cajuela desastre) donde caben chistes, bromas y vaciladas («Un, dos, tres por mí / que estoy leyendo esto»): ingenios poéticos (incluido aquel descrito en los primeros párrafos de esta reseña), una «Lista de palabras favoritas» bastante anodina que no desvela hasta su último verso su naturaleza poética. Aquí, un lago que cuando «sube al aire, se convierte en aire» finge un abolengo zen; acá, un ondulante vestido se infla de un aire metafórico con cada pedaleo; más allá, una piscina azul azulejo invita a ahogarse en la reflexión ociosa. Poemas en verso, poemas en prosa, pequeños ensayos disfrazados de poema, de todo hay en esta botica cuyos dos mejores remedios contra la excesiva solemnidad poética se exhiben en sendos frascos ambarinos. La etiqueta de uno advierte de antemano de las consecuencias de su abuso: «Muertes absurdas»; el otro no dice nada, pero dentro trae un recado para que el lector, siguiendo puntualmente las instrucciones, prepare y se tome una sopa de su propia medicina («Por favor, al salir, cierre el paréntesis»).
Al final, desde la puerta del copiloto, el Tío Venancio —oficio: salt(e)ador de trenes— mira pasar el paisaje de su absurda vida ferroviaria en las líneas de un imposible guión cinematográfico que alguien le sopla, alguien capaz de sentir «el indicio de un relato en un muro, un graffiti, una esquela, una lámina con nombre, una novela escrita en un rollo de papel higiénico»… Incluso en un poema. «Apuntador» es una joya de humo, una breve alhaja anómala, de una bella imperfección, como la de aquellos sueños que nos perturban pero que quisiéramos seguir «viendo», como la de esas películas que «soñamos».
«Todas las grandes novelas de nuestra época comenzaron por hacer exclamar al lector: “¡Esto no es una novela!”», declaró alguna vez Lezama Lima. También muchos de los poemas más aventurados y propositivos de nuestro tiempo levantan la ceja de más de un custodio de esa entelequia llamada tradición para hacerlos señalar con dedo flamígero: «¡¡¡Eso no es poesía!!!». Sin duda, Datsun hará que se alce más de una de esas cejas. Xitlalitl Rodríguez lo sabe y corre el riesgo: dueña de un ánimo bien templado, en Datsun juega sus cartas sin bluffear y apuesta su resto sabiendo que, en realidad, hay mucho que ganar.
Datsun, de Xitlalitl Rodríguez Mendoza. unam / Ediciones de Punto de Partida, México, 2009.