Ciudad de advenimientos / Silvia Eugenia Castillero

Bob insistía en que debía irme en el asiento delantero de la miniván en que llegó a recogerme ese lunes en la tarde. El freeway circulaba muy lentamente, el hindú miraba por el retrovisor cada uno de mis movimientos y me interrogaba en un inglés casi casi incomprensible. De pronto —a todo volumen-— comenzó a sonar la música de Los Bukis, y Bob empezó a bailar, así, sentado como tenía que ir para conducir su taxi. La ciudad de Los Ángeles se extendía en una planicie sin límites, los autos a un lado y otro eran la única realidad que yo alcanzaba a abarcar con esa avidez del foráneo que quiere conocer. Pero la ciudad se escondía a sí misma, me destinaba su anonimato como defensa, era su manera de presentarse atractiva y recóndita. No obstante, ninguno de esos atributos le podía dar, incognoscible por su extensión y su distribución fragmentada, por la carencia de peatones, por la incapacidad de la calle para albergar calor humano, pisadas agitadas, zapatos de tipos diversos, rutas de ida y vuelta. No. Los Ángeles es un mapa nítido, impecable. Líneas y trazos. Extensión.
     Los Bukis seguían cantando en un crescendo insólito de mi sentir al lado de un hombre apasionado por la belleza a pesar del tráfico, atraído por México y lo mexicano. Sus ojos por el retrovisor, su cigarrillo prohibido y su singular manera de conducir atendiendo más el ambiente interior de su automóvil que los avatares del embotellamiento. Después de una larga conversación en una lengua más de gestos y de intuiciones que de significantes, con un lenguaje pleno de sentido; después
malgré tout— de un encuentro abundante en significación, llegué a mi destino. Me bajé del taxi. Eso era: un taxi. Enseguida no sólo la planicie, algo peor: la nada. Las calles solitarias, limpias pero grises, comencé a caminar. Encontré un barrio chino apagado, triste, como si lo chino ya no fuera una moda, no al menos su artesanía ni sus imitaciones, las de siempre. Y los chinos cuidando sus changarros, sus pequeñas tiendas repletas de mercancía gastada por la repetición. Más allá del pequeño barrio encontré el centro de la ciudad, un conglomerado de edificios dispersos unos junto a los otros, heterogéneos, sin conversar ni mirarse entre sí, un centro falso. Pero gracias a la crisis va volviéndose verdadero, recobrando su añeja vocación de espacio público: la población sin casa —arrojada de ahí cuando se crearon los rascacielos— se está adueñando de los edificios deshabitados. Las empresas ¿quebraron?, ¿se mudaron?, ¿desaparecieron?
     Los Ángeles, sin embargo, es un encanto en sus oasis, Hollywood, Beverly Hills, Studio City, cotos apartados y cerrados. Y los magnos centros comerciales, y minidisneylandias que van decorando ciertos escenarios urbanos, o más bien, comerciales, que quisieran albergar entre sus calles o sus fuentes, o incluso en sus tranvías artificiales, a todo tipo de personas (una arquitectura democrática), pero que en realidad son accesibles sólo a quienes tienen un alto poder adquisitivo; así de exquisitos los almacenes, los restaurantes.
     Cayó la noche, las calles solitarias comenzaron a poblarse de verdaderos habitantes que las necesitan para dormir. Noche tras noche los homeless se apropian de la calle: las cocheras, las paradas de camión, los pocos parques. Allí despliegan los utensilios de su casa andante, sus enseres que cargan en bolsas negras para basura. O en sillas de ruedas, o en carritos del súper. Uno a uno fueron saliendo como fantasmas, habitantes de una especie de submundo. De caminar pausado, conscientes de su condición, pacíficos. De pronto Bob apareció, a pie, frente a mí, regresaba de trabajar, había dejado el taxi en casa del dueño y buscaba un rincón —también él— para dormir. Caminamos grandes distancias, conversando en nuestra lengua de gestos y entonaciones; me mostró una ciudad herida bajo esa otra gran ciudad de neones y modas, una minimetrópoli de grandes sueños donde existen la ternura y la solidaridad, donde los inmensos consorcios son una más de las mentiras del progreso. Vi las esquinas convertirse en escenarios y allí surgir toda una población circense por su capacidad de desdoblamiento, de ironía, de recreación y divertimiento. Había miserables sin trabajo, artistas, jóvenes en búsqueda de intensidad, mujeres y hombres de todas las edades. Fue entonces cuando descubrí que más allá de las coordenadas urbanas existen los meridianos lingüísticos del arte y la marginalidad. Variedad, agitación de una ciudad que, no siendo ningún polo magnético en la vida estadounidense y pese a vivir a la zaga de Nueva York, tiene bajo sus capas hollywoodenses, en contraste con sus capas de miseria, un ritmo único, un vaivén peculiar, un sinnúmero de acontecimientos esenciales, vitales. Como si dentro de esa gran urbe existiera agazapada otra ciudad —transparente por bella, atemporal por su esplendor-— imaginada o soñada por sus habitantes y recreada por sus artistas, en esas aceras inconmensurables: una ciudad escondida, amenazada por el gran mundo del hombre sin escrúpulos, pero real en su magistral diseño. Existente como herida. La vida allí, a pesar de todo, es intensa, y lo muestran las obras de ficción que surgen de un extremo a otro de esa gran extensión. Ciudad de contrastes —de advenimientos. Los Ángeles: vital y trágica, viva y desmayada, probando la muerte en cada latido.
    
    

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