Cine / Entre el festín de Babette y el festín de los desencantados / Hugo Hernández Valdivia
En El festín de Babette (Babettes gæstebud, 1987), de Gabriel Axel, la cocinera del título, que vive modestamente y trabaja en un pueblito danés en el siglo xix, revela su glorioso pasado al servir suculentos platillos en una cena que ofrece para su despedida; sus virtudes son particularmente apreciadas por un militar que «ha corrido mundo». En La gran comilona (La grande bouffe, 1973), el corrosivo Marco Ferreri reúne en una villa rural a cuatro hombres maduros y exitosos (interpretados por grandes actores italianos y franceses: Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Philippe Noiret y Ugo Tognazzi). Ahí dan rienda suelta a sus deseos y ejercen sin remordimiento la mayor parte de los pecados capitales, particularmente la gula y la lujuria. Entre la exquisitez del banquete de la primera, que cabe en los terrenos del arte y es un gesto de buen gusto, y los excesos de la segunda, que ponen de manifiesto el tedio de una sociedad ahíta que ha hecho del comer un acto vacío, una ociosa manifestación de poder, el cine ha explorado el catálogo de las diferentes funciones que puede tener la comida en diferentes épocas y geografías. El menú que el séptimo arte ofrece es variado, si bien a menudo es poco imaginativo y acrítico.
En las películas de corte social la comida tiene como propósito cubrir la necesidad más básica: alimentar. En El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin, 1925), de S. M. Eisenstein, los marinos de la armada zarista que conforman la tripulación del barco epónimo se rebelan contra sus superiores porque les sirven comida descompuesta, una verdadera bazofia. En Odessa los sublevados reciben la solidaridad de los habitantes del puerto después del descubrimiento del cuerpo de un hombre que murió en el motín, a quien acompaña un mensaje: «Murió por un plato de sopa». Pero no todos responden con fervor al evento: los obreros y los ciudadanos comunes claman por hacer justicia ante la franca indiferencia de la burguesía y los dirigentes. En la comida hay una medida de la dignidad humana. Posteriormente se suman para hacer llegar alimentos a los valientes marinos. En una de las obras cumbres del neorrealismo —y una de las obras maestras de su realizador—, Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, el desamparo de la infancia pasa precisamente por la escasez de comida. En uno de los sueños de Pedro, el chamaco que nomás no puede «ser bueno», El Jaibo —la viva imagen del gandul no menos menesteroso— le arrebata la comida que aquél pretende dar a su madre. En otro momento, el director de la granja de rehabilitación a la que es enviado Pedro entrega para la posteridad una frase memorable: «Con el estómago lleno todos somos mejores».
En otro extremo está la comida como mercancía. El documental ha sido constante en su afán de descubrir el cochambre que caracteriza a algunos sectores de la industria alimenticia. En Comida, S. A. (Food, Inc., 2008), el norteamericano Robert Kenner exhibe cómo funcionan la producción y la distribución de diferentes alimentos bajo el control de grandes corporaciones. Con el afán puesto en la utilidad, los procesos que empujan las grandes empresas que controlan este sector no son precisamente justos ni sanos. Para el gran capital la comida es un gran negocio. Sus mercados más rentables son los más ricos, pero en los países pobres o en desarrollo hay masas que garantizan un volumen mayor. ¿La ética? Ni para el postre. Las cadenas de comida rápida han apuntalado esta industria, pero la calidad sigue siendo un asunto secundario. Así lo muestra Morgan Spurlock en Super Size Me (2004). En esta cinta de no-ficción, el realizador se somete a un experimento: come por treinta días solamente hamburguesas de una de las cadenas de restaurantes más fuertes. El resultado pronto se refleja en su barriga, que crece de manera vertiginosa. La cinta cabe en la modalidad interactiva —el cineasta no sólo se involucra en lo que documenta, sino que provoca situaciones— y deja algunas dudas sobre el rigor científico de la experiencia y sus mediciones. Al final queda claro que si la salud se compra en el mercado, la insalubridad se compra en las infelices cajitas de las cadenas de comida rápida.
En la cinta gallega 18 comidas (2010), Jorge Coira utiliza la cocina como el hilo conductor de la serie de historias que propone. La película parte de una premisa que es un recordatorio: además de cubrir un propósito estrictamente alimenticio, la comida es un terreno para la experimentación y hasta para la expresión artística. Lejos de la necesidad y cerca de la vanidad se ubica un copioso número de cintas en las que se evocan las calidades sensuales de la comida. A este subgénero contribuyen impensadas cinematografías, como la mexicana, con la que en su momento fue la película mexicana más taquillera en Estados Unidos: Como agua para chocolate (1992), de Alfonso Arau. Aquí la cocina se convierte en una extensión de la alcoba y el paladar es otro ámbito para la seducción, mientras que olores y sabores se suman al tacto en la experiencia amatoria. Por similares lugares comunes caminan la norteamericana Sin reservas (No Reservations, 2007), de Scott Hicks, una especie de refrito de la alemana Deliciosa Martha (Bella Martha, 2001), de Sandra Nettelbeck, en la que se explora el símil entre diferentes platillos y el romance, y Chocolate (Chocolat, 2000), del sueco Lasse Hallström: el conocido adagio que sugiere la conquista por el estómago aquí también es una línea dramática. Mejores cuentas arroja la animación de Pixar Ratatouille (2007), de Brad Bird, en la que se va más allá de las pretensiones de la gastronomía a la francesa para ilustrar dos aristas valiosas: el talento en estos menesteres puede provenir de los lugares más insospechados y la reafirmación del valor afectivo de la comida, que tiende un puente memorioso (como ya había anotado Marcel Proust en el célebre pasaje de las magdalenas) con los amores que nos formaron y que se materializaban todos los días en la mesa de la infancia.
El canadiense David Cronenberg pone en boca de uno de los personajes de su primera novela, Consumidos, una frase que es un diagnóstico sobre los tiempos que corren. Decreta la muerte del que no tiene ningún deseo y afirma que «aun el deseo por un producto, un objeto de consumo, vale más que ningún deseo». Plantea a modo de ejemplo el deseo por una cámara fotográfica: «incluso una barata, de mala calidad, es suficiente para alejar la muerte». Las sociedades que viven en la saciedad y han perdido el deseo por la comida (como sugiere La gran comilona) han tenido que diversificar sus objetos de deseo y sus consumos, ¿porque ya están muertas?.