Cine / El cine que duele / Hugo Hernández Valdivia

 

En el cine, como en el arte en general, las impresiones están al inicio de las significaciones: emociones y sensaciones son fundamentales o contribuyen de buena manera a potenciar el sentido. Si las impresiones son fuertes y la experiencia resulta intensa, la sustancia que contiene la cinta será más significativa para el espectador. Lo mismo sucede en la vida cotidiana: las experiencias más emotivas terminan siendo las que permanecen en la memoria y resultan más significativas; las que no provocan mayor emoción se incorporan al flujo de lo intrascendente, es decir, a la vida misma. De ahí que el realizador cinematográfico, incluso el que tiene tan pocas ambiciones y cuyo objetivo primordial es «contar una historia», sabe que la narrativa funciona cuando genera emociones (contar para emocionar, emocionar para dar densidad al significado). Cuantimás el que plantea experiencias más que historias, como el mexicano Alfonso Cuarón en Gravedad (Gravity, 2013): los asuntos que ahí aborda no son muchos ni particularmente profundos per se; la mayor parte de lo que nos presenta ya lo sabemos (y, hasta donde sabemos, sólo hay vida en la Tierra; y sabemos que hay experiencias vitales que reconcilian y ofrecen la posibilidad de reinventarse). No obstante, la aventura propuesta es prodigiosa, por lo que las emociones son diversas e intensas y, en consecuencia, el tema adquiere densidad, profundidad.
     El mal llamado cine comercial y el bien llamado cine industrial privilegian las emociones positivas. No tienen problema, así, en multiplicar la adrenalina en thrillers o aun en películas de suspense o de terror (género que a menudo se limita a la provocación de sustitos, de sobresaltos), menos aún en empujar las risas con copiosas comedias. El drama inunda la cartelera y por lo general se ubica en la medianía emotiva; la exacerbación, cortesía del melodrama, es hasta terapéutica, y no es raro que al final existan vías para el alivio. Por lo general (lo que llega a la cartelera), todos ellos se mueven en terrenos seguros. Generar malestar es otro asunto. Éste se plantea con mesura para no maltratar a los estómagos débiles ni ahuyentar a los clientes. Un espacio privilegiado para ello, un campo fértil, es el gore, que prodiga con fruición torturas corporales y mentales, así como mutilaciones a montones. No está de más subrayar que es un campo que se cultiva escasamente (o, más bien son escasas las cintas que llegan a la cartelera, pues hay festivales que las reciben con gozo). Porque si existe algo desagradable o doloroso, se echa mano del eufemismo, de la alusión o se sugiere en off. Porque poner al espectador frente a situaciones desagradables hace que la película suba en clasificación y limite su potencial taquillero. De ahí que hacerlo suponga un reto creativo y, sí, económico. 127 horas (127 Hours, 2010), de Danny Boyle, por ejemplo, fue ubicada en la clasificación R (restringido; menores de diecisiete años deben estar acompañados de sus padres) por la famosa escena de la automutilación (y eso que utiliza diferentes encuadres y cortes para no concentrarse en el corte de brazo). ¿Cuántas personas desaconsejan Irreversible (Irréversible, 2002), de Gaspar Noé, por la escena de la violación? En México esta cinta se exhibió en la clasificación C, es decir, para mayores de dieciocho años.

      Para Noé y Boyle resultaría difícil hacer modificaciones destinadas a edulcorar su obra. Y no tanto porque sería hacer una concesión a la taquilla (en la cual no pueden dejar de pensar, pues su futuro como realizadores depende en buena medida de que sus películas sean rentables, o al menos recuperen la inversión), sino porque todo cineasta que se respete busca una verdad en su obra, y los cambios supondrían alejarse de esta ambición. El dolor es necesario en algunos casos para que su discurso adquiera la estatura que imaginaron. Evadirlo sería una forma de boicotearse a sí mismos: tal vez podría hablarse de traición. Así lo entienden también algunos documentalistas. Porque el tema lo demanda y el dolor es fundamental para que el espectador asimile la dimensión de algunos momentos de la historia, de algún personaje. Los grandes asuntos lo requieren, y el eufemismo es una traición. Así lo entendió Alain Resnais en su memorable cortometraje Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1956), en el que busca dar cuenta de la dimensión del Holocausto por medio de las atrocidades cometidas en un campo de concentración. Y de ellas dan cuenta las pilas de cadáveres y las montañas de cabelleras, imágenes que quedan en la memoria y en el estómago del espectador mucho tiempo después de la proyección. No menos dolorosa resulta la odisea por la sobrevivencia, en una ciudad fantasmal pero amenazadora, de Wladyslaw Szpilman (Adrien Brody) en El pianista (The Pianist, 2002), de Roman Polanski. Tanto la estrategia como la forma de las películas (Resnais desde el documental, Polanski desde la ficción) son congruentes, porque su ambición es más que informar. Uno sale maltratado —uno debería salir maltratado— de una película que aborda con seriedad y rigor la humana abyección. Lo cual, dicho sea de paso, no sucede en muchas de las películas dedicadas a ese tema, que apelan a la sensiblería y así garantizan que el espectador no salga tan maltratado como para dudar en ver la siguiente película que se ocupará del tema, misma que probablemente se estrenará el año siguiente.
      Así lo ha entendido también el documentalista mexicano Everardo González. En La libertad del diablo (2017), el cineasta concibe un dispositivo creativo que asume riesgos y que ha pasado por un proceso de reflexión ética, que resulta potente y congruente. A partir de los testimonios de víctimas y victimarios que hablan debajo de máscaras, se va esbozando el mapa de las miserias nacionales, en el que la violencia y la impunidad son síntomas de un profundo malestar. No es exagerado decir que la cinta deja al espectador, incluso al que está más o menos informado sobre la enorme inseguridad que asuela al país, en estado de shock. González entrega una obra valiosa como artista y como intelectual: su película es una gran obra de arte (y él es uno de los grandes cineastas de México) y un valioso documento, concebido por un ser humano sensible y consciente, que asume el riesgo y la responsabilidad de decir lo que no puede eludir decir.
      Crear una obra que recoge el dolor no es un asunto de sadismo; ver una obra dolorida y dolorosa no es un gesto masoquista. Ante el cinéfilo que diría que uno no paga un boleto de cine para sufrir, tanto el creador como el espectador que dialogan por medio del dolor habrán de coincidir en que hacerlo es algo necesario si realmente se busca dejar hondas huellas en el proceso, mover y conmover. Sin devaluar el amplio mapa de posibilidades que se puede trazar alrededor del cine y sus géneros, por medio de estas obras el cine cumple una función que va más allá de la distracción y la diversión: asume un compromiso con la realidad, es decir, una función vital.

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