CINE / El buen momento del cine argentino / Hugo Hernández Valdivia

    
A lo largo del año que corre a su fin, Argentina ha tenido —o, mejor, mantenido— una presencia importante en los festivales cinematográficos más renombrados. Pero además ha encontrado la forma de ingresar en el mercado internacional con producciones atípicas, como un largometraje de animación. Lo que ha dejado ver en 2014 confirma, por otra parte, el papel que el cine juega en un país en casi permanente convulsión: entre el divertimento y la pasión que aporta el futbol también en la pantalla grande y el tradicional afán de crítica social se abre un amplio campo para la exploración de la miseria existencial. Así, la cinematografía de este país no sólo es una de las más activas y diversas, sino que propone una iluminadora riqueza.
     El año comenzó de prometedora manera con la presencia en Berlín de la opera prima de Benjamín Naishtat, Historia de miedo (2014). Con un guión del debutante, la cinta registra el caos que se hace presente en los suburbios de Buenos Aires a lo largo de un caluroso verano. Este asunto, que se califica con exactitud en el título y ha ocupado las primeras planas de los diarios porteños, exhibe la precariedad de la economía del país y la amenaza constante de la violencia, que se desata con una facilidad escandalosa.
     En Cannes, Relatos salvajes (2014), de Damián Szifrón, no obtuvo ningún premio, pero se llevó las risas, las carcajadas y los aplausos de la audiencia. El cineasta, también autor del guión, se asoma con humor negro a la cotidianidad de un grupo de personajes en crisis, y correspondió a las expectativas que generó la participación de grandes artistas detrás y frente a la cámara: en la producción aparecen Agustín y Pedro Almodóvar, la música es cortesía de Gustavo Santaolalla; en el reparto figuran Ricardo Darín, Darío Grandinetti y Leonardo Sbaraglia. La labor de Szifrón ha hecho posible la consecución de algunos récords de taquilla en su exhibición comercial en Argentina.
     Martín Rejtman se presentó en Locarno y Toronto con Dos disparos (2014), que también escribió. El bonaerense saca buen provecho de una estrategia que se asemeja al absurdo, y acompaña a un ocioso músico que, sin causa precisa, decide darse dos balazos. Al final la comedia funciona, y, como buen exponente del género, se esboza una crítica a una clase media que apenas —y a penas— sabe eludir el aburrimiento.
     En Toronto y en San Sebastián participó Aire libre (2014), de Anahí Berneri, quien sigue a una pareja de treintañeros que han olvidado el propósito que los unió para emprender una vida en común. Pasan por una serie de conflictos laborales y están empantanados en una crisis marital. Ambos deciden, entonces, mudarse con su hijo a una casa en las afueras de la ciudad.
     Lisandro Alonso, un realizador que ha apostado de manera consistente por la experimentación y un realismo que raya en la crudeza (muy cerca y muy lejos estilísticamente de lo que en México hace Carlos Reygadas), es uno de los exponentes más apasionantes del nuevo cine argentino. A lo largo de sus cinco largometrajes, el realizador ha acompañado a solitarios individuos que viven en la contrariedad y encaran el sinsentido existencial. Su cine se mueve con lentitud —a partir de largos planos a menudo estáticos— y soltura al margen de la civilización. Alonso ha estado presente en Cannes con todas sus entregas: La libertad (2001), Los muertos (2004), Fantasma (2006) y Liverpool (2008). Este año participó en la sección Una Cierta Mirada con Jauja (2014), en la que registra el viaje de un padre (interpretado por Viggo Mortensen) y su hija, que van de Dinamarca a un desierto desconocido y remoto. El resultado sedujo al jurado de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci), que le otorgó su premio. La cinta también estuvo presente en Toronto; el cineasta, además, formó parte del jurado del Premio Luigi de Laurentis en Venecia, que se entrega a la mejor opera prima del festival.
     El paisaje festivalero no podría estar completo sin la mención de Pablo Trapero, quien también forma parte de los cineastas más valiosos del cine argentino actual. Este año viajó a Cannes para ocupar el puesto de presidente del jurado de Una Cierta Mirada. Sus obras más recientes han sido las contribuciones con cortometrajes a la ficción 7 días en La Habana (2012) y al documental Venice 70: Future Reloaded (2013). Pero es en sus largometrajes donde se ubica lo mejor de su filmografía, en la que es posible percibir una aguda sensibilidad al statu quo a partir del seguimiento a individuos que se enfrentan a la hostil institucionalidad. En Elefante blanco (2012), por ejemplo, acompaña los destinos de un sacerdote y un trabajador social que unen sus esfuerzos para cobijar a un grupo de desamparados. En Carancho (2010) denuncia la «industria» que prospera con los abundantes accidentes viales que cada año suceden en su país. En Familia rodante (2004), el viaje en condiciones desfavorables de una familia alcanza para dar cuenta del paisaje económico y social del país. El bonaerense (2002) da visibilidad a la juventud, que tiene pocas posibilidades de prosperar y que encuentra una forma de subsistencia al margen de la ley (incluso enfundada en el uniforme de la policía).
     Fuera del circuito de festivales, es conveniente mencionar a Metegol (2013), que en algunos países se exhibió con el título de Futbolín. Con ésta, que circuló en 2014 por diversos países —entre ellos México—, Juan José Campanella debuta en el campo de la animación. El argumento gira alrededor de un grupo de jugadores de futbolito (como se conoce en México al «futbol de mesa») que hacen recordar a algunas leyendas del balompié rioplatense y que se embarcan en una aventura. En taquilla, la cinta ha resultado un verdadero hit. Campanella, así, es el responsable de los dos títulos argentinos más exitosos a nivel mundial en la historia. La otra es un verdadero portento y recibió además un diluvio de reconocimientos: El secreto de sus ojos (2009). La película se inspira en la novela La pregunta de sus ojos, de Eduardo Sacheri, quien contribuyó a la escritura del guión. En ésta, el personaje principal (interpretado por el siempre solvente Ricardo Darín), exempleado de la justicia, se da a la tarea de redactar una novela a partir de un caso que ventiló su oficina. El asunto va de la sordidez al romance, y el resultado es de una emotividad extraordinaria. También lo es la pericia técnica exhibida, cuyo punto culminante es un virtuoso planosecuencia que incluye el sobrevuelo de un estadio.
     El buen momento del cine argentino contrasta con la permanente inestabilidad que ofrece el paisaje económico. Las explicaciones de su buena salud abundan, y entre las principales valdría la pena considerar la puesta en marcha de esquemas de producción y presupuestos congruentes, la claridad sobre el mercado al que aspira a llegar y la convivencia de una serie de autores notables. Si bien hay diferencias insoslayables entre estos últimos, es posible detectar con relativa facilidad preocupaciones comunes que despiertan el interés del público local, en primer lugar, y que van de la cosa pública a la intimidad, de la crítica social al ensayo antropológico. Es un cine que responde a las expectativas e intereses de los argentinos, que no renuncia al entretenimiento y pone en pantalla material vivo para la reflexión. Pero también ha emocionado a públicos de diversos parajes, porque posee ambiciones universales y ha sabido recoger las virtudes de una amplia gama de tradiciones (incluyendo la narrativa al estilo Hollywood). La gran asignatura pendiente para el cine argentino es el diseño de estrategias adecuadas de distribución que garanticen su circulación más allá de los festivales. Asunto pendiente, por lo demás, para todo el cine iberoamericano… entre otros (casi todos).

Comparte este texto: