Cincuenta centímetros / Giorgio Lavezzaro

In memoriam Kenya

para los deudos, Alberto y Flor

Despierto y la gata no está junto a mí. Busco entre las sábanas
los fragmentos del sueño en que su cuerpo era real y no encuentro
mis manos, mi voz no suena, mis ojos ruedan bajo la cama y despierto
y la gata no está junto a mí […]
No sé si los espejos o la tierra o el mar se la tragaron.
Yo sólo estoy seguro de mi ausencia.
Francisco Hernández

¿Cuánto puede pesar un ser que no llega a medir siquiera un metro? Unos gramos, quizá. Pero son suficientes para cambiar la manera de medir las cosas. El peso interior no es proporcional al peso físico. Así, un recién nacido de no más de cuatro kilos tiene el peso de un mundo. Un gato puede pesar como un hijo, como cualquier mascota que ocupa un sitio en la familia.

 

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A diferencia del perro, el felino se trenza en la existencia de su dueño justo al revés de como lo haría el can; éste se desborda por su amo, quien sea que lo haya adoptado, mientras aquél sólo se entrega a quien elige. El gato adopta a su dueño. Como Kenya que, sin importar que fuera yo quien detonara su llegada a casa, o que mi hermano la nombrara así por su negrura, adoptó a papá desde que entró por la puerta.
Esa cría nocturna que encontré en el estacionamiento del edificio me hizo detenerme y saber, desde antes de tocarla aquella primera vez, que mis manos conocerían su dimensión, su peso exacto. Una gata negra hizo que me detuviera. Había un baldío cerca de casa de mi madre que muchos gatos se habían apropiado, por eso la escena era recurrente: llegar al estacionamiento y ver a un gato, cachorro o adulto, en el camino entre el auto y el edificio. Pero hubo algo distinto aquella vez. Luego de aminorar la marcha, me acerqué hacia el temblor que veía desde una posición que hacía obvia la desventaja en el territorio; el resultado de siempre era la huida del gato que, frente a la contingencia del peligro, buscaba la posición elevada. Esta gata no. Me encontró a medio camino y permitió que la cargara; su dimensión no era más grande que mi palma. En cuanto la tuve en mis manos supe que sentiría, multiplicadas veces, el peso mínimo que cargaba, pues palpé la fragilidad, compartida, al percibir un ronroneo que asumí como temblor.
La dejé entrar en el edificio y me siguió hasta la puerta del departamento; cuando saludé a mis padres en la sala, en un intervalo brevísimo de silencio entre el saludo y la respuesta, la gata maulló. Papá, supersticioso como era, no quería una gata negra viviendo con nosotros, pero en cuanto la levantó del suelo la decisión de la felina se impuso: él sería su dueño. Pero también cedió: era enteramente negra hasta la cola, que tenía un halo blanco en la punta. Creo que en algún punto extraviado de su desarrollo, desde muy pequeña, su cola originalmente negra se pigmentó con esa línea circular; llegamos a pensar que era pintura. Luego de que no se deslavara con el tiempo o el agua —aunque no lo intentáramos demasiado— llegué a creer que fue un suceso deliberado por ella: satisfacer la tranquilidad de papá para no tener una gata completamente negra, como si con ese acto hubiese roto el símbolo de oscuridad y muerte que embarga a los felinos negros.
Así como se dice que en la cultura maya la pantera era la sombra del jaguar, nosotros vimos cómo una gata usurpó la silueta negra que normalmente, a contraluz, papá proyectaba al suelo. No había sitio en la casa al que Kenya no arañara su sombra. Si él salía, la felina anidaba en los lugares en que su silueta había yacido.
Cuando papá murió, pensamos que sería ella la más afectada, pero, así como se dice que el gato permaneció inmutable frente a la muerte de Buda, Kenya no se conmovió con el deceso de su amo —quizá fuese un signo de sabiduría. Luego adoptó a mi hermano, pese a que mamá siempre limpiara su caja de arena, le diera comida y le pusiera agua —para beber o lavar sus patas. Pero conservó la marca de su cola hasta el fin de sus días, como una huella de su primer amo, como signo de fidelidad.

No me atreví a acariciarla cuando perdió la mitad de su peso al enfermar. Pero sentí en las palmas la dimensión de su vida; esa silueta que no abarcaba más de una mano, ahora se desbordaba desde sus cincuenta centímetros. Murió un 25 de diciembre. Una caja ínfima contiene los pocos gramos de sus restos. En esa urna quedan sus cenizas como una parte intangible de nosotros.

 

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Me parece un misterio la relación entre felinos. No sé cómo construyen lazos con otros gatos o si no los necesitan; porque algunos se cuidan entre sí, manada de maullidos, y otros prefieren la soledad de la cacería sin cofrades. Nunca he entendido cómo ceden el placer del coito para entregarse a un rito estruendoso y lacerante que persigue la reproducción de su especie; pero su impulso a salir de noche es inapelable. Tampoco he descifrado para qué someterse al cortejo que es una canción disonante y una lucha entre las fauces y las garras, o por qué la hembra tiene la urgencia de salir aunque, a todas luces, ser mordida por el pescuezo y someterse para recibir un falo con espinas deje ardor en las entrañas; acaso la preñez valga ese tránsito.
Pero siempre he sabido que todas esas contradicciones se resuelven en el regazo de quien acoge a un gato, porque su naturaleza contradictoria se vuelve armónica cuando uno entiende que son fieras que necesitan sentirse dominantes pero, al mismo tiempo, amadas.
A Kenya le quitaron la matriz luego de su primer celo y, sin el impulso de la reproducción, perdió el ímpetu de salir de casa. Pero eso no la hizo perder la tentación por el idilio. Llegaban algunos gatos al balcón del departamento; había uno —al que le decíamos «gato-vaca» por los colores de su pelaje— con el que se citaba por las noches sólo para verse, como si hubiese encarnado una mujer en ella y pudiera prescindir de la carne para entregarse a la melancolía de la mirada. Justo al contrario de lo que se cree en Japón —que los gatos pueden matar a una mujer y luego revestirse con su forma—, Kenya parecía haber sido una persona que había adoptado la forma del gato: unos centímetros de humanidad.

El gato-vaca también llora la muerte de Kenya. Un sollozo se escucha desde el balcón, donde la silueta oscura ya no se encuentra. El tono recuerda al canto roto del celo felino, pero no lastima a quien lo escucha: conmueve porque se percibe el duelo. Es el lamento que pronuncia al renunciar a la imagen intocada, como si algo de la humanidad de Kenya hubiese migrado al amante, como si ese gato guardara luto en su plañido o fuera fiel a su amiga luego de la muerte.

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La familia de los félidos, a una letra de ser distantes o fríos, lleva en sus fauces el aliento tibio del cazador pero asume la distancia y la frialdad para emprender la cacería. Por eso necesitan del sigilo en los pasos y sólo apoyan los dedos al andar: digitígrados. Sus zarpas son agudas y retráctiles para que puedan elegir a quién cazar. Carnívoros encarnados, devoran la carne de sus presas a dentelladas. Si es grande el felino, grande es su presa. El león caza a la cebra como el tigre asedia al venado o la pantera se vuelca sobre el pecarí. Pero con una presa diminuta, como un ratón, un pájaro o una mosca, se requiere de una fiera de dimensión proporcional.
Dice la leyenda que como las ratas no cesaban de reproducirse, comenzaron a agotar las reservas de alimentos del Arca. Noé pidió auxilio al Señor, quien le dijo que acariciara tres veces la frente del león; al hacerlo, éste estornudó, y el estornudo proyectó una pareja de gatos, quienes, con su cacería menor, restablecieron el equilibrio del Arca.
Kenya nunca perdió su instinto cazador. Por su pelaje nunca la asociamos al león. Pantera mínima, se encargó de que el departamento estuviese libre de moscas o ratones. Frente a la transparencia del cristal de la cocina, hacía un maullido corto cuando había un ave en el balcón —como a mamá le encantan los colibríes, tiene flores en su terraza cuyo mosto atrae al chupamirto. Kenya mutó su voz felina en una sílaba: «ma», «ma». La usaba repetidas veces como un sonido hipnótico que perseguía atraer al ave pero, en cambio, quien acudía al llamado era mamá. Así ambas participaban de la vista. Una sílaba apenas que significó una vida compartida.

Ahora la casa es vacante para roedores, pero no llegan porque guardan el luto de la cazadora vencida. Las moscas han vuelto como si adivinaran la descomposición derivada de la pérdida. Hemos perdido la vista de millares de colibríes que beben inadvertidos el néctar de las flores.

 

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Quizá por su color o por la idea de que los gatos no necesitan bañarse, jamás sometimos a la gata al contacto con el agua. Dejamos siempre que su lengua se encargara del aseo de su cuerpo y que ella misma templara su trato con la humedad; nunca entendimos por qué metía sus patas en el traste con agua para lamerlas luego, como en un rito higiénico, pero igual tuvo agua a disposición para mojarse o beber. Nunca pudimos comprobar aquella creencia camboyana que piensa a los gatos como una evocación del caos primordial, y que es necesario hacer un rito para mitigar la sequía: encerrar a un gato en una jaula, que pase de casa en casa para regarlo, como si fuese arbusto, para que con sus maullidos conmuevan a Indra y éste haga llegar el aguacero, el signo de la abundancia.
No supimos si mojar a Kenya nos traería lluvia o feracidad. Su vientre esterilizado no reprodujo a su especie, pero su compañía fue fértil. Cuando papá tuvo cáncer, frente al agostamiento de la carne de su dueño, ella fue remanso o diluvio que extinguía, por ratos, el fuego de la enfermedad al posarse en sus piernas. De sus seis kilos nacían vibraciones aquietantes que daban sosiego cuando ronroneaba.

Cuando las llamas del incinerador tocaron su cuerpo, luego de que muriera tras haber enfermado, supimos el ardor que se enciende debajo de la piel cuando la vida se extingue. El fuego no trajo maullidos, como quizá lo hubiera hecho el agua cuando vivía, sino silencio. Pero al escucharse la quietud llovió.

 

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Al inicio uno se resiste a ceder el territorio. Quiere imponerse frente al gato para que aprenda quién tiene el mando en la relación. Pronto se aprende, centímetro a centímetro, que la dominancia del lazo la dicta el felino y se entrega el cuarto pero no la cama, la cama pero no la cocina, la cocina pero no la mesa, la mesa pero no la sala. Uno se rinde y lo entrega todo con la ilusión de haber elegido. Muta cada rutina para adaptarse al pelo suelto en los muebles o en la ropa, cambia de lugar ciertos enseres o acomoda toallas o franelas en las habitaciones: una esperanza fútil de un pacto equilibrado.
Como si hubiese sido heredera de la creencia pawnee, que asume a los gatos salvajes como símbolo de destreza y reflexión que consiguen siempre sus fines, Kenya fue la única con baño propio en casa de mamá —lo ganó a base de paciencia—; primero fue el lugar donde debía quedarse si no había nadie en casa, luego se convirtió en un recinto exclusivo para ella. Disponía de todas las habitaciones para dormir, fuera en la cama, encima de alguna persona o a sus pies, en la alfombra o una silla. Ganó estos territorios poco a poco. Primero dormía en la terraza, pero su voz incansable la trajo al baño; luego los maullidos la sacaron de ahí hasta que se hicieron ronroneos encima de su dueño; al final dormía donde fuera, sin emitir sonidos. Tenía, en el otro baño, su traste con agua —sólo mamá sabe la anécdota de esa batalla. En la cocina había un plato extra de donde ella comía carne o jamón —porque las croquetas, siempre servidas, estaban en su baño— y porque la dimensión de su exigencia era inversamente proporcional a la medida de su cuerpo. Cambiamos también las costumbres antes de salir: cerrar puertas o dejar franelas en algunos lugares. Todo era inútil. Si no estábamos ella era dueña de toda la casa. Pero eran los rituales con los que la acariciábamos antes de salir.
Si bien la compañía de Kenya era para su amo, todos disfrutamos su presencia: más de diez años vivimos sin sentirnos solos. Su pelaje oscuro dejado en cada rincón era el rastro de sus pasos: su manera de estar segura al cubrir de noche la casa pero también el modo de sentirla en cualquier parte. Al tiempo que conquistó nuestras manos invadió la casa completa.

Se siente la soledad en el departamento cuando descubrimos que ciertas costumbres ya no son necesarias. Al recuperar el baño, la cocina o las alcobas perdimos mucho más que lo recobrado. Extrañamos el peso adicional de su pelaje en nuestra ropa.

 

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