(Minatitlán, Veracruz, 1965). En 2021, el Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro publicó su poemario más reciente, Función de Mandelbrot.
La poesía de Charles Simic posee una cualidad pictórica. Si en su poética la poesía es un pensamiento de imágenes estrictas, un cuadro no puede ser un comentario ni un añadido a la realidad, reiterando la opacidad distintiva de «lo real», sino una superación de lo evidente, expresando algo que de otra manera permanecería indecible. Los cuadros poéticos de Simic destacan por su inmovilidad.
El ojo parece cernirse sobre los inmóviles hombres u objetos. Como el minerólogo examina la piedra, el poeta atiende su materia. Es un ejercicio mayéutico. Dueños de una verdad inserta en su memoria corporal, ajena a su formación geológica, ésta sólo se revelará a quien se detenga a observarlos. Potencian, además, una función mítica. Como los mandalas de la tradición tántrica, son puntos que contienen una imagen del mundo al tiempo que ayudan al observador a concentrarse, a encontrar su propio centro, como lo prueba la declaración que el devenir hacha o piedra fue «la forma adecuada de construir mi propia cosmología, de descubrir mi identidad». Son también un panteón, lo que resulta evidente cuando al contemplar los zapatos dice:
Mi hermano y mi hermana, que murieron al nacer, continúan viviendo en ustedes, orientando mi vida hacia su incomprensible inocencia. «Mis zapatos»[1]
Que estas composiciones nos sugieran miniaturas holandesas o flamencas, aun cuando asimismo evoquen otras escuelas pictóricas —pensaría en Rembrandt, en Goya, en Van Gogh—, indica sus reducidas dimensiones. Y otra particularidad: la elección de un pensamiento leve, casi en la definición que le diera Gianni Vattimo: el abandono de la violencia y la rebeldía del individuo frente a las verdades del Estado y de la Historia —así, con mayestática mayúscula—. Simic no es un bardo épico. «Mi hartazgo de las dimensiones épicas» lo expresa tan claramente como algunas de sus declaraciones. Su tratamiento de los personajes de la mitología griega destila ironía. No, lo suyo no es el canto de los héroes y las guerras, que sotierra la esencial bestialidad de las hazañas, sino el treno por las víctimas o la celebración de los actos cotidianos. El poema citado agradece el sacrificio de los héroes homéricos porque su desaparición propicia el silencio de los dioses y que haya «un poco de paz y tranquilidad», con lo cual uno podrá escuchar el canto de los pájaros y una niña podrá ir por agua.
En vez de la «distancia» del historiador, quiero experimentar la vulnerabilidad de aquellos que intervienen en sucesos trágicos. En otras palabras, mejor que a Homero, tomo a Safo por modelo. El tiempo de ella, que es el momento, por siempre irreversible, contra el tiempo de él: el tiempo sagrado, el tiempo del mito.
Una perspectiva a ras de suelo
En «Notas sobre poesía e historia», el poeta razona esta pareja mal avenida, pero cuya relación atrae reflectores, aunque sus desavenencias no se aborden en tertulias, sino en seminarios y aun en tomos de rimbombante título. Más que aclarar propósitos, dicho ensayo permite entender ciertos procedimientos de la poesía de Simic. Por ejemplo, que el cine y la fotografía transformaron nuestra visión de la historia. Frente a la pintura del siglo xix y los carteles revolucionarios soviéticos, que representan a las masas y los héroes idealizados, marchando con el pecho ostentosamente desnudo, ajenos a la muerte, tenemos el testimonio de la crueldad, merced a las cámaras fotográficas o de video. Misión del poeta será recuperar los rostros, los rasgos que humanizan: el vestido de fiesta de la niña de esa fotografía de un bombardeo aéreo, las masas inmoladas. La poesía reivindica la humanidad por encima del ideal. No los esfuerzos ingentes, sino los sufrimientos de los desvalidos; no aquello allende lo humano, sino el sacrificio, la concentración en esos actos banales pero significativos que distinguen al ser humano. ¿Acaso Walter Benjamin no señaló la posibilidad de que un suceso banal fuera el más pleno de la existencia?
El poema «Mi viuda», al respecto, le otorga una dimensión humana a una mujer desconocida, cuyo rostro descubriera en una fotografía de un libro de historia. Ella, con la que el poeta conversa como si fuera una amante, y a la que le confiere atributos para corporizarla, es imaginada acudiendo a su cita galante con el autor a través de la nieve, seguida de «un perro con cabeza de lobo, / y un soldado con botas altas y rechinantes». No es necesario agregar la identidad del perseguidor; nuestra memoria histórica completa la reticencia, y algo que en apariencia no trasmite indignación ni rabia resulta un contundente alegato contra la depredación.
He dicho que la mirada poética parece cernirse sobre los objetos; traza un desplazamiento de arriba hacia abajo mientras los objetos se encuentran en reposo. El poema citado entraña un movimiento cinematográfico. La perspectiva continúa siendo cenital, pero lo que vemos son las huellas, la cabeza del perro policía, y las botas que se aproximan, no el rostro ni siquiera el cuerpo del hombre. Nuestro punto de observación se ha desplazado. Al proclamar su elección de una poesía del instante, que sea esencialmente afirmativa y ratifique la conciencia de existir sin por ello ceder a la confesión narcisista, Simic también elige una mirada. La voz se acompañará de una perspectiva al nivel de los ojos. Los seres se enfocan, no desde abajo para propiciar la imagen exaltada, ni desde arriba, con una dudosa omnisciencia, sino desde el lugar del testigo. «El lindo sendero / que serpentea / entre los olivos», al que se refiere en «Mi hartazgo de las dimensiones épicas», es una imagen pictórica pero también cinemática, que pareciera invitarnos a recorrer dicho camino. Los poemas cuyo asunto es el pasado del autor aprenden de su primera poesía el uso de la imagen final como condensación y a la vez apertura del texto. Si observamos, el punto de vista permanece frontal. Como sucede en «Retratos infantiles de dictadores famosos», donde se sitúa una época alternando la información histórica, el contexto, con la descripción de una fotografía infantil. El poeta asume la perspectiva de ese fotógrafo con tripié como condición de su participación histórica.
«Un libro lleno de ilustraciones» nos presenta al escritor en la habitación paterna. La madre teje, el padre estudia un libro de teología y el niño hojea un volumen ilustrado. El tejido de la madre y la visión de un impermeable, suspendido en el techo, permiten el cambio de sentido. Las negras cruces del tejido y el negro color del impermeable fungen como elementos agoreros; son ominosos. En el último párrafo se establece una identidad entre el alma y el pájaro. Las hojas suenan como alas cuando se pasan, el padre dice que el alma es un pájaro y el niño siente que en la batalla, entre las lanzas y espadas que «semejaban un bosque invernal / mi corazón sangraba atrapado entre sus ramas». En este poema, que nos remite a Paolo Uccello, pero que igualmente podría ser cualquier xilografía medieval, el plano no trasciende la estatura del hombre, justo como la perspectiva de esos grabados que registran un bosque de picas y de cuerpos desmembrados por el suelo.
Elegir el margen de la historia y el rescate de la perspectiva de las víctimas, en vez de la eternidad del gesto ufano de los vencedores, es una elección cívica. Su énfasis propone concebir la historia como un continuo de actos criminales más que como esa pastoral del progreso tan cara a la Ilustración:
La historia practica con sus tijeras en la oscuridad, de manera que al final todo termina con una pierna o un brazo de menos. «Juguetes atemorizantes»
La tortilla de huevos de la historia
En consonancia con el propósito confeso de Simic de ofrecer una poesía que no olvide a los verdugos ni la atrocidad del siglo xx, las continuas alusiones a una manada primordial de animales carniceros y su correspondiente conjunto de presas, representados respectivamente por lobos y cerdos, propone a la historia como un escenario de depredación.
El cerdo será siempre alegórico, sea el animal que hoza entre los desperdicios mientras se le promete la vida eterna, o el cadáver que en una carnicería, dispuesto a nuestra gula, parece remitir a nosotros mismos.
Que cuelgue del gancho para que yo pueda ver lo que soy. «Carne»
¿No postulaba acaso Isaac Bashevis Singer la esencial semejanza entre los genocidas de judíos y la matanza de animales para comer? El tácito desencanto conduce en cierto momento a la alegoría. Podríamos caracterizar la actitud de Simic mediante ese poema temprano, donde la contemplación matinal del humo expandiéndose sobre la ciudad le causa la sensación de no pertenecer a nada.
Un acto tan nimio y cotidiano, amarrarse las agujetas, le recuerda al poeta su condición terrena. Y con ello entendemos la deliberada «marginalidad» de esta poesía, tanto en su acepción de «apartamiento del centro» como de pobre. Al decir que su poesía me provocaba una sensación de terredad estaba pensando en los viejos zapatos que son su memoria, y que nos recuerdan los viejos zapatos de Van Gogh, pero también en el acto de anudarlos. Mostrar que junto a nuestros anhelos coexiste una índole bestial es una tarea necesaria. Simic nos invita a mirar hacia abajo, a nuestras raíces, a considerar parte nuestra aquello que nos ha formado, en vez de diluirlo en lo que desearíamos, pues, como sabemos, determina más nuestra conducta ese pasado oculto que nuestro proclamado futuro. El poeta nos enfrenta a los objetos cotidianos, no para celebrar la realidad, su cumplimiento como utensilios, sino para ir más allá de esa opacidad que parece intrínseca a lo real. No concluye ahí su estrategia. Al obligarnos a atender nuestra cotidianidad, nos recuerda que somos hijos del instante, que no tenemos otro presente. Por eso la celebración de la mañana, de los pechos, de la maravilla de la carne trasmutada por el amor en algo más que un trozo de carne en trance mortuorio.
Si versar valores absolutos es ser un poeta mayor, la observación de lo efímero sólo podrá ser propio de un poeta menor. Sin embargo, Simic parece redefinir nuestros conceptos: ¿es efímero un objeto que posee tal concatenación? ¿No todo acto engendra otro? ¿Qué desaparece entonces?
La hora de los poetas menores está cerca. Adiós, Whitman, Dickinson, Frost. Bienvenido tú, cuya fama nunca llegará más allá de tus familiares más cercanos, y de uno o dos buenos amigos reunidos después de la cena en torno de una jarra de fiero vino tinto...
No es un autor centroeuropeo, como se llegó a afirmar con ligereza, pero su experiencia remonta a ese acervo y lo sitúa frente al reto famoso de Adorno. Experiencia alude aquí menos a una vivencia personal que a la trasmisión de este conocimiento por padres, familiares y libros, el encuentro de lo íntimo con lo colectivo, como sería implícito para un poeta que re/conoce un objeto no por lo que es, sino por la suma de sucesos que ha sido —un relato que habla de nuestro pasado será más impresionante en tanto lo asumamos intrínseco a nosotros—. La enemistad de las escobas con la poesía lírica debe verse entonces como una declaración de principios. Hay poemas que parecen lamentaciones nostálgicas y también celebraciones de la diaria maravilla del mundo, acaso porque al ser materia de lenguaje no pueden conjurar el implícito elemento de arrullo —vocablo que Simic prefiere sobre ensueño— que posee el lenguaje, pero básicamente su lírica nos recuerda que nos distinguimos más por nuestra miseria moral que por nuestra nobleza. Cierto que no se puede privilegiar un extremo, pero para corregir una poesía ocupada en la grandeza espiritual mientras ignora la matanza, en Simic hay una cancelación de la utopía, ese sentimiento que prepara al hombre para el sacrificio de la historia con la promesa de un futuro mejor. Este humilde pinche se rehúsa a cascar los huevos para hacer la tortilla que todo dirigente de nobles ideales no ha dudado en prescribir.
La hermosa y cruel vida
La utopía no sólo se rechaza en sus manifestaciones soteriológicas, sino también en su fundamento. «Coro para una voz» patentiza ese desencanto, pero sobre todo anula las deducciones y las correspondencias lógicas:
Un sonido de alas no significa que haya un pájaro. Si comiste hoy, no hay razón para creer que comerás mañana. La gente también puede ser convertida en jabón.
Esta afirmación permite entender por qué las alas no conllevan un pájaro, algo presumible en un texto lírico, y también por qué es posible no comer. No cifra la mudanza del destino, como se supondría, sino plantea el absurdo de seguir pensando en términos humanistas. Se conjuran la belleza y la fe. Los hombres pueden ser convertidos en jabón. Es una crítica a la lógica, de igual modo que «La lógica de la abuela», donde se entabla una relación del tipo que Nietzsche llamó característica del pensamiento metafísico, entre el afeitado de un caballo en Turín por Nietzsche y el acto de mirarse en el espejo por el propio filósofo, ya loco, para asegurarse de que aún continuaba ahí. «Debe haberse tratado del mismo espejo / en el que permitió al caballo admirarse / después de la afeitada», dice el poeta con irónica seguridad. «La tumba de Mallarmé», que parafrasea el poema «La tumba de Edgar Allan Poe» de Stéphane Mallarmé, mediante la asunción irónica del estilo de «La tirada de dados», rechaza esa estética, totalmente alejada de la cotidianidad, al disolver la forzada abstracción con una interjección: «Oh yeah», de contundente ironía en inglés pero no en castellano, y que parecería el corolario de un guitarrista de blues psicodélico tras un requinto intrincadamente prolijo. El mundo no aspira a ser un libro ni tampoco existen arcanos que cifren el devenir. Simic nos invita a contemplar el suelo, las huellas en la nieve de las migraciones silenciosas, los pasos de los policías que se acercan, las hebras de las escobas, las migajas de pan —¡cuántas migajas aparecen, insinuando una senda semántica!—, la marca de los perros lobos, la soledad de la muerte. Una visión rastrera pero necesaria, visible en «Para pensar claramente», que propone un cerdo y un ángel, para que mientras el primero hoce en un cubo de basura, el otro le susurre fábulas.
El cerdo sabe lo que le espera. Ángel niño, dale esperanzas, háblale esa cháchara de la eternidad.
El complemento sería el poema del ángel de la guarda, cuya presencia el poeta intenta percibir en el espejo, frente al que se rasura, o en los gestos de sus vecinos. Que Simic adopte la posición de las víctimas se corresponde con su ética personal.
Estoy de parte de todo lo que se estremece, de todo lo que pende débil y sin vida. «Sueño» Parientes [los zapatos] de los bueyes, de los santos, de los condenados. «Mis zapatos»
En uno de los primeros poemas encontramos al personaje poético tendido en su cama una mañana estival. Por la simple enumeración de su percepción sensorial complementada con la imaginación, revisa desde los actos humanos hasta la actividad de la materia y aquello que es en rigor suposición. Esa gradación, esa suerte de enfoque de lo grande hacia lo pequeño, se concentra en una verdad: todo existe, y es en lo invisible donde escuchamos ese pálpito, como si los niños aprendiendo sus primeras letras, los pájaros, la hierba, la ensoñación del poeta, no fueran sino un tejido, una sola cosa que confirmara que vivir es estar, asentarse en el mundo.
Curiosamente, uno de los poemas de su última década, «Por la mañana muy temprano», expresa muy claramente esa concepción de que la vida es, a un tiempo, cruel y hermosa:
Me sentí tan henchido de amor que habría corrido desnudo por la calle convencido de que todos comprenderían mi locura y mi ansia de contarles lo cruel y hermosa que es la vida.
[1] La mayoría de las citas de versos de este ensayo provienen de la compilación que Rafael Vargas realizó y tradujo en El sueño del alquimista (edición bilingüe, El Puente / Difusión Cultural unam, México, 1994). Únicamente en un caso indico que es mía la traducción de unos versos.