Celia

Berta Dávila

(La Coruña, España, 1987). Éste es un capítulo de su novela más reciente, «Os seres queridos» (Xerais, 2022;  Destino, 2022).

AUNQUE TODAS LAS DEMÁS TENÍAMOS CATORCE O QUINCE AÑOS, Celia ya había cumplido dieciséis y repetía un curso. Había llegado a nuestras vidas en septiembre. Esas dos circunstancias la convertían en una extraña, pero también en una autoridad. Allí, sobre la rampa, una tarde de primavera, nos contó que había conocido a un tipo por internet y que ahora era su novio, y lo primero que pensé fue que a mí aún no me había bajado la regla, como si esas dos cosas, tener novio y tener la regla, estuviesen relacionadas igual que una semilla y su árbol.

Tumbadas al sol, antes de las clases de la tarde, el tiempo se dilataba como el asfalto de la carretera general que pasaba a apenas doscientos metros de distancia del patio del colegio. La espera es ese lugar en el que caben cosas infinitas porque, cuando una está esperando algo, no siente la urgencia de hacer nada. En ese momento de cada jornada permanecíamos en calma tensa, acomodadas unas al lado de las otras, observándonos, compartiendo a veces deseos sobre el futuro, tratando de adivinar cómo sería todo lo que estaba por llegar, como si la vida fuese algo que todavía no había ocurrido.

Celia no hablaba mucho de sí misma y, si lo hacía, parecía reservarse lo importante. Había vivido en ciudades grandes, al menos dos, a las que se refería con desapego, como si fuese una experiencia común. Creo que esa era su manera de hablar de todo y, aunque entonces a mí no me daba la impresión de que lo hiciese para que admirásemos su sofisticación, probablemente fuese así. Pronunciaba mal algunas letras. Arrastraba la lengua hasta la parte de atrás de los dientes cada vez que tenía que decir la ce de su nombre y el resultado, en mis oídos, sonaba muy refinado. Me recordaba un poco a las protagonistas de las telenovelas venezolanas. Cada vez que la escuchaba, me fijaba en aquellas ces.

Yo no consideraba a Celia guapa en especial, pero lo era. Me gustaba, eso sí, su pelo rubio y enredado y las caracolas que se le formaban sobre la frente. También sus ojos grises, que le conferían una expresión inteligente. Sus pechos y sus caderas tenían formas que la hacían parecer mayor que yo y mayor que las demás. Me intimidaban igual que los cambios en mi cuerpo. A la vuelta de las vacaciones, el profesor de matemáticas me había dicho, sin venir a cuento, que me faltaba un verano para convertirme en una mujer. Me pareció algo espantoso: una promesa de cambio indeseada. Y algo más. Me pareció que aquellas palabras en la boca del profesor de matemáticas eran restos de pasta de dientes en la lengua que una tiene que tragar con desagrado y sin darles importancia, a pesar de sentir asco.

Algún tiempo antes, mi madre me había llevado al ginecólogo por primera vez. El ginecólogo era el mismo médico que me había traído al mundo, un hombre amable de quien no recuerdo nada más. Le dijo a mi madre que, a mi edad, debía comprarme sujetadores para que el pecho no creciese deformado, y mi madre me compró algunos en una mercería del barrio. No eran como los que llevaba Celia, con tirantes estrechos que se le adivinaban sobre los hombros. Parecían iguales a las camisetas interiores que yo había llevado siempre, piezas enteras que me ponía por la cabeza, sólo que cortadas por encima del ombligo. Todos mis sujetadores eran blancos y de algodón, con una leve forma de corazón a modo de escote y una florecita de satén en el centro o sobre la goma del contorno. Los detestaba tanto que solía esconderlos en el fondo del armario, junto a las sábanas de muñecos de mi cama de niña.

Una tarde, de camino a la fuente del patio de atrás del colegio, nosotras dos solas, Celia me dijo que mi manera de vestir disimulaba el verdadero potencial que yo tenía. Se refirió así a mi cuerpo, como algo potencial, como si el cuerpo infantil no fuese aún nada, excepto todo aquello que, a lo mejor, podía llegar a ser. Me preguntó si era buena guardando secretos, y yo lo interpreté como una prueba de que se interesaba por mí y quería que fuésemos amigas.

Mientras caminábamos, censuró mis pantalones deportivos y mi camiseta y me detalló el tipo de ropa que debía ponerme para ser como ella. Los pantalones de campana alargaban las piernas y creaban la ilusión de una silueta en forma de reloj de arena. Las botas de plataforma, cubiertas por el bajo del pantalón, harían que ganase los centímetros que me faltaban para parecer una chica alta. Un top, necesariamente corto, que dejase ver parte del abdomen y con el escote en forma de pico —y esto me lo dijo cogiéndome del brazo— completaría el conjunto perfecto.

En el conjunto perfecto pensaba yo mientras ponía las manos en forma de cuenco para beber. Celia lo había hecho antes, directamente de la fuente, recogiéndose la coleta y aproximando peligrosamente el labio al grifo metálico, contra el que tropezó uno de sus pendientes de aro. Cuando las dos acabamos de beber sacó del bolsillo del pantalón vaquero un panfleto de color violeta que le habían dado en el centro de salud y me mostró una cajita blanca de píldoras redondas y amarillas: «Son para no quedarse», dijo. Debí de mirarla como si fuese un fantasma. «Embarazada, ya sabes», añadió. Dos galaxias en colisión no producirían un choque tan violento como mi mundo contra el suyo.

Celia tenía un cerco de salsa de tomate alrededor de la boca, oscura. Oscura la boca y oscura la salsa de tomate. Su manera de comer espaguetis en el comedor escolar era asombrosa, sin envolverlos con el tenedor, sólo capturándolos en el plato para llevárselos a la boca de cualquier forma y después sorber cada uno de principio a fin. Por eso alrededor de su boca se formaba un cerco, que ella limpiaba más tarde con un pañuelo de papel, nunca del todo. Y durante las clases de la tarde permanecía en su rostro. Así la recuerdo en aquel momento preciso. Parecían marcas de pintalabios.

Se decían todo tipo de cosas sobre Celia. Se decía, por ejemplo, que Celia era un poco esa palabra con pe que termina en a —siempre he tenido amigas cursis—, que se veía con un tipo mayor que ella, que iba con él en su coche al aparcamiento de la piscina municipal por las noches, que usaba maquillaje porque en realidad era fea, que su madre o que su padre —dependía de la versión— estaban muertos, que la habían encontrado vomitando en el cuarto de baño del gimnasio y que eso era una señal inequívoca de que estaba preñada. Nunca supe si alguna de esas cosas que se decían era verdad. El día que terminaban las clases me dio una bolsa pequeña que llevaba dentro un trozo de tela púrpura y brillante. Era un top de licra, corto, con escote en forma de pico, sin etiqueta: «Es un regalo, para que te lo pongas», me dijo. Y también me guiñó un ojo. Yo nunca antes había tenido un top. Nunca antes, a ninguna otra blusa o camiseta, le había llamado así.

Lo cierto es que después de aquel curso nunca volví a saber de ella y que alguien me contó que tuvo un hijo al poco tiempo, y me juró que la había visto por la calle con el bebé en brazos. Me dijeron también que se había marchado a Tenerife a trabajar en un hotel, pero nunca fui capaz de confirmarlo. No consigo explicarme por qué el recuerdo de Celia regresa a mí en los momentos oscuros, como una flor que surge en un lugar extraño, sin que exista ninguna relación entre la causa de mi oscuridad y lo que ella representa, que es luminoso. No comprendo qué es lo que la trae a mí de vuelta únicamente en esas ocasiones y por qué la olvido en todas las demás.

Durante los últimos años la he buscado muchas veces, por su nombre y por el apellido que recuerdo, aunque no estoy segura de recordarlo bien. Quiero saber más sobre ella, sobre todo si ese niño que me dijeron que tuvo existe o no. Si existe, calculo que ahora tendrá catorce o quince años, los mismos que tenía yo cuando conocí a Celia. Les pregunto por ella en ocasiones a algunas amigas de aquella época, pero para ninguna significa casi nada. A veces veo a una mujer que se le parece en la calle, en el dentista o en los informativos, en un plano de una avenida concurrida el primer día de rebajas o en una secuencia de imágenes que se repiten en bucle con personas que caminan de un lado a otro después de un atentado en una ciudad europea.

EL FIN DE SEMANA QUE PASÓ entre mi primera consulta en la clínica y la fecha marcada para someterme a un aborto quirúrgico fui a casa de mi madre. No le hablé del aborto aquellos días, pero le pregunté por Celia de manera más insistente que otras veces. De cualquier forma, no me dijo casi nada nuevo. Que era bonita —comentó—, que tenía los ojos grises, peculiares —creía—, que era distinta a todas nosotras. Que le parecía recordar que alguien le había contado alguna vez que Celia trabajaba ahora en un bar de la ciudad que se llamaba igual que un lugar de Norteamérica, a lo mejor Texas, a lo mejor Alabama, pero que había pasado tanto tiempo de eso que, tal vez, ni siquiera recordase bien. «Quién sabe lo que ha sido de ella», dijo finalmente, y cambió de tema.

Se me ocurrió revisar el armario de mi antigua habitación. Quedaban pocas de mis cosas de adolescente, me he ido desprendiendo de ellas con el paso del tiempo, pero en la parte alta, dentro de una caja —sabía que no me había querido deshacer de él— encontré aquel top púrpura que Celia me había regalado, cubierto, eso sí, de una película verde y mohosa de humedad. Imaginé su cuerpo dentro de la prenda, la imaginé hablando de cualquier tema y pronunciando sus ces extrañas y seductoras. La imaginé también a ella cubierta de una capa de olvido que casi se podía palpar, igual que el moho sobre la tela.

Estaban allí también mis diarios infantiles y otros cuadernos escolares. Mi amiga Mónica me había sugerido poco antes, cuando le conté que había concertado una cita para abortar, que podía escribir, de alguna manera, sobre las sensaciones que estaba experimentando. Mis amigas, en concreto las que no escriben, parecen concederle a la escritura un poder sanador. Sin embargo, la escritura nunca repara nada, no cauteriza herida alguna y tampoco la abre decididamente. A lo mejor sólo trata de adivinarles el brillo propio.

La única escritura que me parece útil es hacer listas. Pensé en todos los partos que me habían contado alguna vez y anoté en la última hoja de uno de aquellos cuadernos el nombre de todas las madres que conocía, unas detrás de las otras, en vertical: mi abuela María, mamá, mis tías, Belinda, una víbora común, yo. Y Celia. El punto de la i me quedó parecido a un acento y traté de corregirlo con el bolígrafo, agrandándole el diámetro hasta hacerlo grueso y circular, para que cubriese la marca inicial. Después taché la palabra entera y la escribí de nuevo: Celia

Traducción del gallego de la autora.

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