Carlos Gamerro

James Joyce

James Joyce nació en Dublín el 2 de febrero de 1882, en una familia católica de clase media que muy pronto se convirtió en una familia numerosa reducida a la más extrema pobreza. James, el primogénito, estudió con los jesuitas hasta sus 22 años, cuando se fugó al continente con Nora Barnacle, una camarera de hotel que sería su compañera de toda la vida. Joyce nunca volvió a residir en Irlanda, aunque él mismo dijo «Nunca la dejé»: en su obra (Dublineses, Retrato del artista adolescente, Ulises y Finnegans Wake, básicamente), la vida y la gente de Dublín están representadas con tanta maestría y vigor que se ha dicho de Ulises que si Dublín desapareciera de la faz de la Tierra podría reconstruírse­la entera a partir de las páginas de esa novela. Joyce siempre tuvo dificultad para publicar sus obras, y Ulises, editado en París en 1922, no pudo ser publicado en los Estados Unidos ni en Inglaterra sino hasta 1934, al cabo de un proceso legal por obscenidad que marcó un hito en la lucha por la libertad de expresión. El libro, lejos de centrarse únicamente en la temática sexual, se propone descri­bir un día en la vida de algunos habitantes de la ciudad de Dublín: pero un día completo: hora a hora, minuto a minuto, conocemos no sólo los actos o las palabras sino también cada uno de los pensamientos y las fanta­sías de los personajes; y en este día tan completo se resumen no sólo todas sus vidas sino también toda la historia de la humani­dad, ya que Leopold Bloom, el protagonista, es también Odiseo, el primer personaje realmente individualizado de la literatura occidental, que en nuestros días reencarna en la figura de un hombre común, cuya épica es ir a trabajar y cuidar de su mujer, cuyo heroísmo se manifiesta en la manera decidida y a la vez ingenua en que busca un espacio de libertad en una cultura cerrada y opresiva, sin vulnerar con ello la libertad de los demás. El otro protagonista de Ulises es, como se ha repetido más de una vez, el lenguaje: la lengua inglesa es utilizada con una variedad de recursos y una musicalidad (Joyce, que no tardó en decidirse a ser escritor en lugar de músico, fue siempre el más musical de los escritores) que no se conocía desde los tiempos de Shakespeare y Milton.
    La situación de la cultura irlandesa a principios del siglo xx, cuando Joyce empieza a escribir, se manifiesta de manera reveladora en la situación de su lengua. El escritor irlandés disponía de tres opciones:

    a) El gaélico, la lengua originaria, de origen celta, se había conver­tido en una lengua muerta tras casi ocho siglos de dominio colonial británico, sobreviviendo apenas como habla residual de campesinos del oeste, y de ciertos intelec­tuales agrupados en la liga gaéli­ca.
    b) El inglés de Irlanda era la lengua materna pero no propia, ya que había sido impuesta, y dentro del imperio no era una lengua de prestigio.
    c) El inglés británico, la lengua oficial y prestigiosa, era percibida como ajena, impuesta y extranjera.

    El dilema del intelectual y artista irlándés frente a esta situación la resume Joyce en dos pasajes del Retrato del artista adolescente. En el capítulo 5, Stephen Dedalus conversa con el decano de estudios, que es un inglés radicado en Irlanda, y medita:

    El lenguaje en que estamos hablando ha sido suyo antes que mío. ¡Qué diferentes resultan las palabras hogar, Cristo, cerveza, maestro, en mis labios y en los suyos! Yo no puedo pronunciar o escribir esas palabras sin sentir una sensación de desasosiego. Su idioma, tan familiar y tan extraño, será siempre para mí un lenguaje adquirido. Yo no he creado esas palabras, ni las he puesto en uso. Mi voz se revuelve para defenderse de ellas. Mi alma se angustia entre las tinieblas del idioma de ese hombre.

    Esta angustia de la desposesión se convierte, hacia el final de la novela, en las páginas del diario de Stephen, en la afirmación de un proyecto. Recordando que la discusión se centraba en la palabra envás (tundish), que el decano descono­cía y creyó irlandesa, Stepehen escribe: «La he buscado en el diccionario y he encontrado que es inglés, inglés de buena ley. ¡A la porra con el decano de estudios y su embudo! ¿A qué ha venido aquí, a enseñar­nos su idioma o a apren­derlo de nosotros?».
    Y eso es precisamente lo que hará Joyce en Ulises: enseñarles a los ingleses su propia lengua, convertir al inglés de Irlanda en la norma, literaria al menos. Por eso se suele decir que Ulises es el presente griego de Irlanda a la literatura inglesa: una vez que lo dejan entrar tras sus murallas, toma por asalto la ciudadela y la arrasa y destruye. Dicho en términos menos metafóricos: Ulises acaba con la literatura victoriana, con el prolífico pero agotado siglo xix, en una estrategia de tres tiempos:

    1. Apropiándose de la lengua del amo en todos sus estados históricos, adquiriendo un nivel de virtuosismo tal que ningún escritor británico contemporáneo (y pocos de los anteriores) pueda rivalizar con él: después de Joyce, los escritores ingleses que quieran escribir en inglés deberán aprender de él: les ha quitado la relación simple y directa con su propia lengua, se las ha vuelto extranjera, ha invertido, en el campo de la cultura, las relaciones de dominante y dominado.
    2. Condena al desván de la historia al inglés victoriano, lo parodia, lo ridiculiza, lo reduce al papel de lengua muerta literaria. Hace con el inglés —con un estadio de la lengua inglesa— lo que los ingleses hicie­ron con el gaélico.
    3. Destruye la división entre las lenguas nacionales, el concepto mismo de lengua, los límites de la palabra, inventando una lengua nueva —que no responde a las reglas de ninguna lengua conocida— en el Finnegans Wake.

    Por esto, toda traducción de Ulises implica no sólo cuestiones técnicas, sino políticas: políticas de traducción y políticas de la lengua.     En español existen tres versiones: la argentina de J. Salas Subirat (1945) y las españolas de J. M. Valverde (1976, corregida en 1989) y la de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas (1999). De las tres, la mejor sigue siendo la primera, a pesar de la por momentos apabullante profusión de errores y erratas que desfigura cada una de sus páginas. Esto en parte puede deberse a la pericia del traductor individual, pero posiblemente obedezca a causas más generales. Para los traductores españoles, lo que arrojan con desparpajo sobre la página no es su dialecto, es la lengua, así sin más —dialecto es lo que hablan los otros, nosotros. (Ocho siglos de historia, una serie de conquistas imperiales y el inquisitorial Diccionario de la Real Academia respaldan ese permanente hábito de descortesía). España no sabe de hermandad, sino de maternidad; el traductor latinoamericano en cambio es consciente de estar traduciendo para una comunidad de hablantes heterogénea, y es más cauto a la hora de endilgarle sus formas locales a los lectores extranjeros. Un argentino no traduce a vos, sino a tú, y no satura de lunfardo portuario el habla de japoneses, egipcios o irlandeses. Todo esto, por supuesto, vale para las traducciones, no para la literatura original, donde cada región lingüística tiene el derecho (algunos dirían el deber) de prodigar las formas locales. Hay que recordar que Ulises está escrito no en una lengua o dialecto, sino en la tensión entre una variante desprestigiada (el inglés de Irlanda) y otra dominante (el inglés británico imperial) —relación que puede compararse, aunque no homologarse, a la que existe entre el español de España y el de los otros países de habla hispana. Una traducción española, entonces, necesariamente invertirá esta tensión, o, como sucede en las dos versiones existentes, la ignorará. En teoría, una traducción latinoamericana Ulises deberá ser más fiel al original que una española. En la práctica, esto puede comprobarse en la versión de Salas Subirat, que reproduce en todas su imperfecciones el tironeo del original: se pasa de formas dialectales argentinas, o latinoamericanas, a formas reconociblemente peninsulares: vacilante, políglota, revuelta: ésa es la fricción que enciende el inglés de Ulises, y que hace que el español de nuestro Ulises criollo posea algo de la misma vitalidad.
    Si Ulises fue la novela más importante del siglo xx, Finne­gans Wake, la siguiente y última novela de Joyce, probable­mente se convierta en la más importante del siglo xxi, cuando nuestra cultura haya avanzado lo suficiente para hacer posible su lectura. La realidad copia al arte con atraso, y Finnegans Wake puede muy bien contener las claves de un futuro que entenderemos cuando seamos capaces de leerlo. En Ulises Joyce había agotado las posibilidades de la lengua inglesa, y para Finnegans Wake no tuvo más remedio que inventar una lengua nueva: mezcla de todos los idiomas que el autor conocía (unos treinta), algunos la han definido como paneuropeo o «eur­landés». En Ulises la magia estaba en la combinación de las palabras dentro de la frase; en Finnegans Wake se la encuentra en la combinación de las palabras dentro de otras palabras: venisoon, por ejemplo, contiene a venison (carne de ciervo), very soon (muy pronto) y Vanessa (un amor de Jonathan Swift). Si Ulises narraba todos los hechos de un día, Finne­gans Wake presenta todos los de una noche: una noche de sueños. Las palabras en Finne­gans Wake se combinan entre sí como lo hacen las imágenes y las personas en los sueños; el libro entero (628 páginas) está escrito en el lenguaje del inconscien­te; pero no es sólo el inconsciente de un individuo sino el de toda la humanidad —de ahí la diversidad de lenguas—; su estruc­tura es circular (la primera oración del libro es la continuación de la última; uno puede abrir en cual­quier hoja y leyendo volverá indefectiblemente al punto de partida); su significado, mítico y mágico. Muchos se quejan de que Finne­gans Wake no puede leerse; quizás la respuesta sea que no fue un libro escrito para ser leído a la manera de una novela, sino a la manera de un texto sagrado o mágico; es decir, para ser consultado. (¿Quién osaría quejarse de la Biblia o el I Ching porque no pudieron leerlos de principio a fin?). Joyce dijo que había escrito un libro para mantener a los críticos ocupados durante cientos de años, y agregó que si él había dedicado 17 años completos de su vida a escribirlo, ¿por qué a sus lectores no debería llevarles el mismo tiempo leerlo? Finnegans Wake se publicó en 1939, y Joyce no dejó de lamentar la coincidencia con la inútil guerra que desvió la atención del mundo de su novela. «Lo he probado todo», le confesó a un amigo: después de Finnegans Wake ya no había más que escribir. Casi ciego, agotado por el trabajo de escribirlo y por la enfermedad psíquica irreversible de su hija Lucia, murió en Zúrich el 13 de junio de 1941, a la edad de 58 años.

 

 

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