Enorme cuando se pone de pie, apenas notable cuando está sentado, encorvado, hundido, el hombre se desentiende de toda postura física, y únicamente escucha su voz, o su voz interior, o lo que en su memoria, que sólo es de voces, parece una voz interior.
Siempre fue de hablar poco, y de dar de hablar poco. Peleó por lo que quería, sin hacer alardes. Ahora tiene un sentimiento confuso, que no sabe si es la anunciación de un gran día o la caída final.
Vivió todo lo que vivió, pero en bruto, como los niños. No pensaba jamás en un futuro lejano, para el recuerdo. Su existencia fue acumulando involuntariamente las piedras, que caían del muro. Pero el muro creció, y él ya dejó de entender.
Lo que la gente denomina Doctrina Secreta dice que para cada persona hay un otro astral. Hace unos meses, acaba de aparecer en París un libro de un anarquista, de un loco, de un sabio, que extrañamente se titula La eternidad por los astros. El autor se llama, o se hace llamar, Blanqui, Louis Auguste Blanqui, y sostiene que todo se repite en el casi infinito cielo. Hay mundos paralelos y perfectamente iguales, que albergan y copian aldeas y campos como los nuestros, seres como los nuestros. «¡Todas las encrucijadas del cielo están abarrotadas de nuestros dobles!», exclama el francés. Tal vez sea cierto, tal vez, en algún lugar del espacio celeste, un poeta, o un hombre que quiere ser nada más que poeta, sueñe con él.
Él está ahí. En una pieza de hotel, donde, como en toda frontera, preguntan poco y sirven mal.
Presiente que puede pasarle algo. Acaso algún brasilero quiera agredirlo, acaso un enviado de Buenos Aires, pero ¿para qué?
No tiene enemigos personales o no los conoce; tampoco fortuna. Sus adversarios políticos lo ignoran, lo subestiman. ¿Quién va a atacarlo?
No bebe ni le atrae el opio. Apenas si fuma tabaco, aunque, a veces, mucho para sus pulmones. Tendrá que aguantar solo esta angustia que le crece, que no sabe qué es, una enfermedad, un latido, un malestar, o esa cosa oscura y mentida, la inspiración.
Camina y atraviesa el cuarto una y otra vez. Hay libros sobre la cama y la mesa, pero ya no los lee. Marcha buscando algo que no está allí. Algo que no pasa por la ventana ni por la calle extranjera. Algo que perdió su lugar.
Se desespera, se embota: seguramente lo que persigue está en el silencio, en la soledad, en una lengua que nunca se habló y que él tendrá que dar la ilusión de que se habló alguna vez, para que la gente sienta que es real, como la palabra de un padre, como la de Dios.
O como la de éste en el que ahueca por fin la garganta, metiéndose en ella como quien revive, como quien renace, como quien vuelve al origen. Éste que antes de nacer quiere ya tener nombre, antes de cantar y de contar sus penas quiere que le digan quién es, un gaucho, un pobre diablo, un tal Fierro.