(Lima, 1968). Su libro más reciente es la novela Historia de un brazo (Seix Barral, 2019).
Un camino equivocado es también un camino.
Washington delgado
Eran sólo diez escalones, amplios y de madera tapizada, color granate, con un delicado filo en metal al borde de cada uno para así brindarle el requerido aire confortable y de seguridad a aquella escalera. Incluso el sonido, el imperceptible crujir de los pasos subiendo o descendiendo, había convencido hace unos años a Elio Maturana de que había acertado en la compra de la casa. Se lo repitió mentalmente en más de una ocasión, orgulloso por ese tipo de decisiones. Por esa razón le pareció inverosímil que aquel día alguien, él mismo en este caso, hubiera caído por allí, peldaño a peldaño, y del modo más estrepitoso, hasta quedar tendido en el suelo, en una postura ridícula. El dolor fue punzante e instantáneo. Se creyó con todos los huesos quebrados. Como es natural, quizá tratando de negar su pequeña tragedia —son sólo diez escalones, pensó—, intentó hallar la causa del accidente. Lógicamente, sus pensamientos se agolpaban y hasta se tornaban absurdos. Se preguntaba, por ejemplo, cuánto tiempo duró su caída o si el estrépito producido había asustado a los demás. Lo que le había quedado claro, de pronto, es que no había focalizado su mirada. Al hacerlo reconoció que se encontraba a los pies de la escalera. También se encontraba a los pies de su esposa, quien lo observaba con una expresión de espanto.
La concentración le duró muy poco. Las siguientes imágenes se enturbiaron y sólo vio sombras alrededor de él. Con mucho esfuerzo llenó sus pulmones con la mayor cantidad de aire posible. Mientras exhalaba, los murmullos se fueron transformando en palabras y las sombras paulatinamente cobraron cuerpo. Vio al hermano de su mujer y a los Martínez. Esa noche estaban teniendo una cena. Sus invitados y su mujer se gritaban entre sí y le gritaban a él que no se moviera, que no hablara, que mejor respirara despacio, que abriera los ojos. Le hubiera gustado intervenir, explicarles que se trataba de una simple caída, ponerse de pie al instante y volver a la mesa, a continuar cenando. Desde su ubicación, levantó la mirada y observó la escalera. Le pareció inmensa. No estaba muy seguro, pero no detectó manchas de sangre. Se dio cuenta de que, mientras todo corría en torno a él, internamente era como si todo se diera de modo dilatado. Hasta se estaba acostumbrando al dolor. Pero un aguijón le punzó en la pierna y el estremecimiento se hizo luego general. Al parecer, esto activó sus recuerdos próximos. Recordó que el tobillo de su pie derecho giró más de la cuenta, como le había sucedido muchas veces, pero jamás apenas poner el pie al bajar las escaleras. Enseguida vino a él una sucesión de imágenes. Se vio agitando los brazos en todas direcciones, tratando de recuperar el equilibrio o de asirse a cualquier sostén, pero sus manos llegaron demasiado tarde a esos posibles puntos de apoyo. Fue en esos instantes en los que creyó todo perdido y la caída inevitable que maquinalmente se llevó las manos a la cabeza para tratar de protegerla, como si fuera a estallar una bomba. Eso es lo que pensó: una bomba. Él, que nunca había participado ni sufrido una acción violenta, pensó mientras caía en que se estaba protegiendo de una bomba a punto de estallar. Pero esa protección le duró unos segundos. Al primer impacto sus manos se separaron de su cabeza y después todo fue una consecutiva andanada de golpes. Golpes que debieron causarle mucho dolor. El resto fue muy rápido, sin mérito para ser recordado. Es más, para él este accidente tenía más el aspecto de un malentendido. Hasta se avergonzó de que llamaran a Emergencias. Ni siquiera cuando le diagnosticaron que tenía la clavícula dislocada se asumió como víctima de una caída. Si dijo algo, si algo finalmente pronunció mientras lo subían a la ambulancia, fue «Perdón».
No era la primera vez que sufría un accidente, se repetía Elio cuando ya estuvo de vuelta en casa, con una escayola algo aparatosa que tampoco tendría por qué sorprenderle. A los diecisiete años se había dislocado la otra clavícula, en una pelea callejera que él contaba no sin orgullo a sus hijos, pero cuyo origen real fue otro torpe traspiés en un amago de ataque hacia su contrincante y que obligó a que la pelea en sí se detuviera a causa de los gritos de dolor de Elio y porque una patrulla llegó alertada por los vecinos. Esta historia divertía a los hijos de Elio
y quiso convencerse de que la caída por las escaleras se sumaría a este anecdotario, pero algo que no lograba entender le causaba una molestia, un extrañamiento que no sabía calibrar. Pensó en los otros accidentes y varios vinieron rápidamente a su mente. Ninguno de gravedad, al igual que esta última caída. Ya sabía él que su tobillo era bastante frágil y podía torcerse en cualquier momento. Visto así, esta caída estaba dentro de lo previsible. Es más, según una rápida estadística que hizo, ya le tocaba una este año, se dijo, y sonrió. Pero no terminaba de convencerse con sus argumentos. El médico le dijo que, en unos meses, no tantos, estaría en perfectas condiciones. No había ningún otro tipo de lesión; el resto de su cuerpo, más allá de la clavícula y las pocas contusiones, estaba perfecto. Perfecto para un hombre de mediana edad, precisó el médico.
En la oficina tampoco se generaron mayores complicaciones. Era una temporada de relativa calma, que en sí misma era un buen signo para el tipo de negocio familiar que gestionaba. Todo esto se lo repitió su esposa, casi con las mismas palabras. A ella le gustaba utilizar la palabra gestionar en todas sus variantes. Él sabía que su esposa era sumamente práctica y que no había por qué dudar de sus juicios. No obstante, en el fondo Elio esperaba que le dijeran algo más, diferente. No sabía qué. La escuchaba a ella, le daba la razón, pero, además de la vergüenza por su torpeza en la caída, también tenía muchas ganas de estallar. La mujer pasó la mano sobre la escayola y le dijo que no la tendría por mucho tiempo. Después le acarició la mejilla. Él esperaba que ella agregara algo como «Tómatelo como unas vacaciones», para poder lanzar un grito e iniciar una discusión. Pero ella no dijo nada más. Agregó sólo una sonrisa.
Ya que lo ocurrido aquella noche entraba en la categoría de accidentes cubiertos por el seguro médico privado al que estaban suscritos desde tiempo atrás, Elio y su mujer actuaron de acuerdo con lo previsto. Ella continuaba sus labores. Nada que superara su rutina; al contrario, apretando en algo su agenda, consiguió llegar a casa una hora antes de lo habitual. Sus hijos, algo mayores ya, poco o nada exigían de sus padres. Antes de partir preguntaban a Elio si requería de algo. Él les respondía que no. Luego venía alguna que otra broma acerca de la rigidez de sus movimientos y Elio continuaba solo, con su cantidad impresionante de revistas de negocios que él se había encargado de seleccionar y su mujer de comprar.
Sin embargo, una de esas particulares tardes en las que su esposa volvió temprano, le ofreció a Elio dar una vuelta por el parque del barrio, en San Borja. La tarde estaba espléndida, todavía iluminada, y no había excusa para rechazar la propuesta. Ni siquiera hacía falta abrigarse demasiado —fines de septiembre—, lo cual habría complicado en algo la salida, ya que la escayola que portaba Elio cubría parte de su torso y lo obligaba a tener el brazo izquierdo perpendicular a él. Su esposa se ocupaba de echar llave a la casa y verificar que estuviera todo en orden para el paseo. Una vez todo listo, ella le sonreía. Elio sabía que ella evitaba reírse de las bromas que le hacían sus hijos sobre su aspecto. «Papá, ¿todavía sigues llamando un taxi?», «¿Me puedes señalar tu opción política?».
Salieron tomados de la mano y tardaron unos diez minutos en llegar al parque. Sólo entonces, observando a algunas personas sentadas en los bancos, charlando, y a otros más, solitarios, que contemplaban al resto, que miraban incluso al propio Elio, sólo entonces reparó en que él no tenía la costumbre de ir a pasear por los parques. Había estado en muchos, lo recordaba bien, pero siempre con objetivos claros. Hasta no hace muchos años iba para jugar con sus hijos. De haber tenido un perro, también lo hubiera llevado a un parque, pensó. Le habría soltado la correa del cuello y lo hubiera dejado correr. Pero no tenía perro ahora ni lo había tenido nunca. Su mujer le sugirió que se sentaran en una banca. Ella luego permaneció en silencio. Se le veía reconfortada. Elio, por el contrario, no sabía cómo actuar. Volvió a sus recuerdos y se dio cuenta de que sus padres y hermanos jamás se propusieron ir a un parque, así, sin razón. Siempre atravesaron parques para ir en dirección a algún lugar. Iba para jugar con sus amigos de infancia, para besarse con alguna muchacha, pero nunca sólo para sentarse en una banca y observar a los paseantes. Peor aún en las décadas pasadas, en sus años de universitario. Se sentía extraño, sospechoso de algo que no lograba entender. Por fortuna su mujer empezó a hablarle de algunos proyectos: ampliar el jardín y construir otro parrillero. Teniendo en cuenta la edad de sus hijos, no tardarían en aparecer con amigos y amigas de la universidad. Sería lo más práctico, dijo él. Así los tendríamos fuera del salón. Ella rio e hizo un gesto como si fuera a golpear el hombro de Elio. De pronto sonó el teléfono celular de ella. Se trataba de una llamada de uno de sus hijos, el mayor.
—Es como si lo hubiéramos invocado —dijo él.
Esta vez ella no sonrió.
—No puede ser… ¿Y cómo sucedió?… ¿Y recién se te ocurre avisarme?… Espérenme… Ya voy por ustedes…
Su mujer se serenó y le explicó que su hijo acababa de romperse una pierna mientras hacía skate con sus amigos. Todo había pasado hace dos horas. No quisieron avisarnos antes. No querían preocupar a nadie. Ahora estaba en el hospital, con la pierna enyesada y unas muletas, esperando a ser recogido. Nada grave, precisó ella. Lo están acompañando dos amigos.
—¿Y qué esperamos? Vamos al hospital —dijo Elio.
—Vamos a hacer lo siguiente —dijo ella, con una voz que él le conocía bien—. Será más rápido y seguro si yo voy a la casa sola, tomo el carro y voy al hospital. Además, él con sus muletas y sus amigos, y tú así, no entraríamos todos en el carro. Es mejor que tú vuelvas a casa caminando despacio. Toma tu tiempo.
Su mujer le dio un beso en los labios y partió sin esperar respuesta de parte de Elio. De hecho, él no tenía ninguna respuesta. La vio alejarse a gran velocidad. No corría, pero sus pasos eran rápidos. Se dijo que efectivamente a ese ritmo él no hubiera podido acompañarla. Sabiendo que todo estaba controlado, decidió quedarse en el parque todavía un rato más. No quería que su mujer volteara y lo viera caminando torpemente con su cuerpo escayolado. Se sorprendió de no estar demasiado preocupado. Sacó su teléfono celular y llamó a su hijo. Éste le dijo que se encontraba bien, luego le repitió lo mismo que le había dicho su mujer.
—Ahora estaremos los dos en casa, papá.
Elio le celebró esa frase y le dijo que se verían en su momento, que su madre ya estaba en camino. Guardó el teléfono y se sintió reanimado. Hasta tuvo ganas de reír, pero sería ridículo hacerlo en el parque, en medio de tantos extraños. Después quiso disipar ese repentino buen humor y se puso de pie. No tenía sentido continuar todo el tiempo sentado en esa banca, sobre todo solo. Se levantó y avanzó hacia el centro del parque. Allí había una pequeña rotonda con diferentes tipos de plantas, todas nombradas en pequeñas placas, tanto en español como en latín. Se esforzó por leer todos esos cartelitos con atención, y por poco lo consigue, pero a los pocos minutos, debido al esfuerzo que hizo por inclinarse y leer mejor, notó cierta dificultad al respirar. Se dijo que lo mejor era sentarse un momento y buscó la banca más cercana. La halló a sólo dos pasos de él.
En la banca había una muchacha. Elio pudo haber avanzado unos metros más y sentarse en alguna de las otras bancas vacías, pero el sofoco lo invadió con mayor intensidad. Tomó asiento y trató de regularizar su respiración. Aspiraba y expiraba al ritmo que le podía permitir el escayolado alrededor de su tórax. Poco a poco se fue sintiendo mejor y, con ese instinto natural que lo lleva a uno a verificar que lo de nuestro alrededor también sigue en orden, giró el torso en todas las direcciones. Se sintió algo estúpido con aquellos movimientos y dirigió la mirada a la chica, por si ella se había dado cuenta de todo lo que sucedía. Pero no. La muchacha estaba concentrada en una revista. Elio observó que ella llevaba el cabello recogido, de un ligero tono castaño oscuro, y que algunas hebras onduladas caían por sus mejillas particularmente rosadas. Elio se preguntó si la chica estaba verdaderamente concentrada o lo simulaba a la espera de que él se marchara. La observó con más atención y notó que la chica posaba su dedo índice debajo de cada palabra que aparentemente iba leyendo. Pensó que a lo mejor era una de esas estudiantes con problemas de aprendizaje y requería fijar de esta manera su lectura. Agudizó la vista y alcanzó a leer el título del artículo. Éste hablaba de la problemática de los flujos financieros nacionales; era un artículo técnico. Volvió a mirar el rostro de la muchacha y ésta, deteniendo el índice bajo la preposición «con» levantó la cabeza y le dirigió una sonrisa a Elio.
—Perdona. No quise distraerte —se disculpó él inmediatamente.
—No pasa nada. Sólo estaba releyendo este artículo.
Elio observó que la muchacha continuaba con el índice bajo la palabra «con».
—Es una costumbre —se explicó la chica—. Antes tenía problemas de visión y me enseñaron a leer de esta manera. Ahora, gracias a una operación láser veo muy bien, pero me quedó la costumbre de señalar las palabras.
Elio titubeó. No sabía qué agregar a esto. Ni siquiera sabía si debía continuar o no allí sentado.
—Usted no viene seguido a este parque, ¿no es verdad?
—La verdad, no. Es por el accidente que tuve.
La muchacha observó con detenimiento la postura recta de Elio.
—En poco tiempo me lo quitarán y de nuevo a lo mío —dijo Elio.
La muchacha asintió, pero de pronto se detuvo y se concentró en el rostro de Elio.
—Sus cejas son bastantes gruesas. Disculpe que se lo diga, pero en mi casa y mis amigos todos las tienen delgadas.
—En mi familia es casi una marca de familia. Es la manera como reconocemos a los de nuestra tribu. La muchacha no sonrió.
El celular de Elio comenzó a sonar. Era su mujer.
—Disculpa —le dijo a la muchacha, llevándose el teléfono al oído, no sin cierta incomodidad en sus movimientos. Su mujer le preguntaba si él ya estaba en camino a casa. Ella ya estaba en el carro, con los muchachos. No paran de hacer bromas, agregó. Él le dijo que ya estaba cerca, que se había detenido a tomar un poco de aire. Mientras le decía esto a su mujer, Elio observó a la muchacha. Ésta miraba a su vez unas flores algo mal cuidadas. Las miraba y levantaba ligeramente el dedo índice, como si las enumerara. Luego él observó sus ojos y notó, o creyó notar, aquella ligera concavidad y tono mate que se ve en las personas que usaron anteojos por mucho tiempo.
Terminó de hablar y Elio se puso de pie. Guardó su teléfono en el bolsillo del pantalón y, sin saber por qué, tocó el hombro de la muchacha. Ella dio un respingo y fijó los ojos en los de Elio, sorprendida, sin temor, quizás algo agradecida.
—Me tengo que ir. Que te vaya bien. Y me alegra que ahora puedas ver con claridad —dijo él.
—En realidad, los médicos dicen que mi visión será pasajera. En unos meses volveré a ser como antes, o peor.
—Lo siento mucho.
La muchacha alzó los hombros, hizo un gesto que pudo significar «No hay problema» y le dio una sonrisa.
Elio le soltó el hombro y se despidió. Dudó un instante el camino que debía tomar para regresar a casa. Dio unos pasos, no sin dejar de mirarla, a pesar de la incomodidad de tener que girar el torso, y en ese momento vio que la chica levantó ligeramente su dedo índice y lo dirigió hacia él. Luego lo bajó y lo posó sobre alguna palabra de la revista, una palabra cualquiera.