Calzado sincero / Alba Huerta Pérez

Preparatoria 11

Los vi en el aparador, estaban anunciados como los zapatos más sinceros que podrían existir. “Nunca te mentirán”, anunciaba la etiqueta.

     Sin dudarlo, los compré. ¿Por qué? Pues ese día me habían dado mi mesada; exceso de dinero en la bolsa, exceso de curiosidad también.

     Me los empacaron y contenta los llevé a casa.

     Creí  que acaso el modo de proceder con los zapatos era similar al de la ouija, así que hice dos carteles; uno decía “sí”, otro “no”. Después hice una pregunta y lancé los zapatos con los ojos vendados, esperando, por supuesto, que cayeran sobre uno de los dos carteles. El único resultado fue un florero de mi abuelita roto, muy caro, y, en consecuencia, una buena regañada.

     Mientras pasaban mis días de castigo por lo del florero intenté hacer funcionar los zapatos de un modo más directo: hablándoles.

     He aquí  mi conversación:

     –¿A Miguelito le gusta Juanita?

     Sin respuesta.

     –¿A Juanita le gusta Miguelito?

     Tampoco obtuve respuesta, lo que me llevó a pensar que era posible que los zapatos se sintieran incómodos hablando con una desconocida que los había comprado apenas un día antes, así que me concentré en hacerlos sentir más en confianza.

     –La maestra dice que tengo mucha imaginación. Yo creo que no es así, pero mi mamá me dio un día un caldo que parecía que estaba vivo y entonces lo tiré al excusado para que las bacterias que habitaban en la sopa se pudieran unir a un ecosistema tan variado como es el de las cañerías. Creo que ahora mi mamá también cree que tengo mucha imaginación…

     Seguí  charlando durante horas. Mis zapatos siguieron muy callados. Al final decidí darles más tiempo antes de comenzar un nuevo interrogatorio, quizás los zapatos habían sufrido un gran trauma en su pasado, cuando estaban en la bodega de calzado, y por eso no decían ni pío.

     Los llevaba conmigo a todas partes. La gente me veía raro cuando yo les hablaba, pero es que quería que fueran mis mejores amigos, así nos contaríamos mutuamente nuestras confidencias. Yo sí que llegue a tenerles mucha confianza, les conté todos mis secretos, ellos sabían quién había pegado el chicle en la peluca del abuelo, y trataba de alejarlos de mi madre, pues no fuera a ser que sometidos a un interrogatorio acerca de aquella goma de mascar fueran a decir toda la verdad tal y como su etiqueta prometía, con lo cual no me habrían traicionado sino que hubieran cumplido con aquello para lo que fueron fabricados.

     Entre una de aquellas charlas, más bien monólogos, que mantenía con mis zapatos, vino a mi mente una nueva táctica: la amenaza.

     –Si no me contestan meteré al izquierdo en un charco de lodo y el derecho se lo regalaré a Pooky (mi perro).

     Tampoco funcionó, resultaron ser unos zapatos muy valientes, aparte de que, como les tenía cariño, nunca me atreví a cumplir la amenaza.

     Sinceramente creo que a partir de aquellas amenazas nuestra amistad se vio un poco afectada, pero lo que de verdad terminó por marcar nuestras diferencias fue un pequeño desacuerdo, más bien un accidente, pero bueno, es que ¿quién no se sentiría mal si te pones el izquierdo en el derecho?

     Duramos meses sin hablarnos; al principio los seguí llevando conmigo a todas partes, pero después mi mamá me regaló unos tenis mucho más cómodos y mis supuestos zapatos sinceros se vieron desplazados por aquellos de la marca de la palomita.

     Un día que buscaba mi tarea debajo de mi cama, encontré mis antiguos zapatos, guardados en su caja y con la nota de compra a un lado; entonces recordé que la garantía estaba a punto de vencerse. Sin pensarlo, los llevé a la tienda para que me los cambiaran.

     Después de hacer fila en la caja que tenía el letrero de “reclamos” debajo de otro más grande que decía “atención a cliente”, logré hablar con la dependienta. Enojada le expuse mi problema.

     –Es que yo no les veo ningún defecto a tus zapatos –dijo, después de examinarlos.

     –Pero es que no hablan.

     La cara que puso no me hizo sentir muy bien.

     –¿Por qué deberían de hablar?

     –Pues eso decía la etiqueta.

     Ella me mostró una caja de zapatos nueva y me hizo que leyera la etiqueta.

     –¿Ves? Aquí no dice que los zapatos hablen.

     –Pero no me han dicho la verdad, es más, no me han dicho nada.

     –Ahí está el punto.

     –No entiendo.

     –¿Te han mentido los zapatos?

     –No, le acabo de decir que no hablan.

     –¿No crees que alguien sincero es quien nunca te ha mentido?

     Me fui enojada y decidí demandar a la zapatería.

     Al final, contando con un buen abogado y suficiente paciencia, gané el juicio y una suma importante de dinero, con la cual compré todos los pares de zapatos de ese modelo que aquella sucursal tenía en existencia, sin importarme si eran o no de mi número.

     Pasé  los siguientes meses poniendo a prueba todos y cada uno de esos zapatos. En algunos momentos fui bastante cruel con ellos, llegando al extremo de dejar un par colgado en los cables de luz que pasaban por en medio de la calle donde vivía, para que los demás lo vieran y supieran que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para sacarles aquella verdad prometida en el eslogan de sus empaques.

     Nada sirvió. Me di por vencida después de un año y frustrada metí todos los zapatos en un armario donde se guardaban trastos viejos e inservibles pues eso eran mis zapatos.

     Pasaron varios años en los que llegué a olvidarme de la existencia de aquellos zapatos mudos; poco a poco había ido superando aquel trauma de la infancia. Pero la mudanza trajo consigo el recuerdo de los zapatos.

     Por alguna razón empaqué todas mis cosas y dejé hasta el final lo del armario. Para entonces ya no recordaba lo que ahí había guardado, pero tampoco tenía mucha curiosidad.

     Al final tuve que enfrentarme con aquellos zapatos, el armario estaba abarrotado de ellos y cuando abrí la puerta cayeron encima de mí.

     ¿Podrán creerlo? De una por una, en orden, fueron contestando a todas y cada un de las preguntas que les había hecho. Efectivamente, a Miguelito le gustaba Juanita y a Juanita le gustaba Miguelito.

 

 

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