Caer tras de sí / SASCHA REH

Frío, con un claro presentimiento y sin miedo, piensa al ver los machetes: lo van a matar.
     Es una mañana húmeda, tan húmeda como ha sido cada mañana desde su llegada, y como lo seguirán siendo hasta que vuelva a dejar Yakarta. Desde las siete y media observa a los manifestantes, hasta ahora todo ha estado tranquilo. En todos los países se impone este silencio extraño antes de que algo suceda: el aburrimiento en el hotel, el silencio en las calles, el engañoso y tibio escape, cuando de madrugada viaja por la ciudad en la parrilla de una motocicleta japonesa y escucha la radio por encima del hombro. Todo está tranquilo, pero que el fotógrafo esté aquí ahora no significa otra cosa sino que algo va a suceder.
     Los opositores al gobierno traen cintas en la frente con caracteres negros. Apretados como en una caldera, observados a distancia por las fuerzas de seguridad, lanzan sus consignas —son hombres con los pómulos marcados y con dientes enfermos o ausentes, en cuyos rostros se untan el sudor y la suciedad acumulada en el aire; sus camisetas, azarosamente recolectadas, tienen agujereadas las mangas y carcomidos los bordes; sus pantalones están manchados y los zapatos han sido remendados con cinta adhesiva.
     A cada minuto que el grupo permanece inmóvil, sus gritos se vuelven más potentes, como en la prueba de la turbina de un avión, cuyos rugidos son cada vez más fuertes pero permanece quieto. Su coraje golpea de frente al fotógrafo cuando llega y le regresa bruscamente el aire a los pulmones en la forma de una fría borrasca repentina.
     Cerca de las nueve llama a Freddy al hotel para que les avise a los demás. La camisa se le pega en la espalda, el peso de las dos cámaras cae sobre su hombro derecho.
     Los machetes de los hombres son viejos y se usan frecuentemente: los mangos de hule gastados, las hojas ensombrecidas con viruelas de óxido. Los había visto mucho en los últimos días. Se acostumbra utilizarlos para la cosecha de la yuca.
      
Cuando el fotógrafo se mira por las mañanas en el espejo, muchas veces no sabe dónde está. Los objetos a su alrededor, la habitación del hotel, la sábana revuelta, le son extraños. No es que esta extrañeza le dé miedo, al contrario, le provoca el sentimiento de no tener ninguna responsabilidad por ellos.
     Algo distinto sucede con su rostro en el espejo. Se rasura cuidadosamente y revisa con esmero la exactitud de cada vértice, tratándose como a un cliente especial. Sabe que al final su vida puede depender de su apariencia. La amabilidad seria, sin compromisos e incluso un poco paternal de su aspecto, es la llave de su intrepidez. Igualmente, el rostro en el espejo no es tanto una parte de sí mismo, sino más bien una parte de su trabajo, del cual él también es sólo una parte.
     Durante el vuelo de regreso de su último reportaje acerca de la guerra civil en Somalia a Hamburgo, donde quisiera pasar un par de días antes de viajar a Yakarta, disfruta el sentimiento de estar inmóvil entre dos lugares. Limpia la lente de su vieja Nikon F5, cambia las baterías, revisa el obturador. Las azafatas le hablan familiarmente, hasta por su nombre, cuando le preguntan si tiene algún deseo. Por lo general no tiene ninguno.
    
Al menos el coraje es fácil de explicar, piensa. Treinta por ciento de la población vive en absoluta pobreza. Ha visto familias que viven en el lastre que queda entre dos vías de tren. Los padres, a menudo inválidos, piden limosna en las calles. Cientos, miles, encuentran lo poco que comen en los basureros. Él estuvo ahí y tomó fotos hace un par de días. Traía botas de goma y sostuvo un pañuelo en la nariz. Los niños, que hurgaban en la basura forcejeando como negociantes para obtener la mejor posición, traían sandalias y ya no percibían el hedor fétido. No podía creer lo que recogían y tenían por valioso: cáscaras de plátano podridas, trizas de papel, restos viscosos de bebidas en mitades de botellas de plástico. Sin su cámara, hubiera apartado la mirada.
    
Más tarde no podrá describir cómo empezó. De repente la multitud se mueve. No entiende los gritos, tampoco reconoce lo que apuntan los dedos. El hombre, trata de explicarse, debió de haberse delatado por algo. Por la reacción de la multitud, el fotógrafo concluye que debe de tratarse de un simpatizante del gobierno; aunque nada de su apariencia lo denota, más bien viene vestido tan impersonalmente como el propio fotógrafo: una camisa arremangada, pantalón de mezclilla limpio, zapatos de piel.
     Un pequeño grupo se separó de la multitud, hombres con machetes y palos. Tiraron sus pancartas y van corriendo por cada callejón por donde el hombre ha huido. El fotógrafo se pone en movimiento, corta por una calle paralela, rebasa al grupo y se cruza en el camino del hombre, de tal manera que en el encuadre puede verlo a él y a sus perseguidores corriendo detrás.
     Levantan sus machetes. Adelante hay un joven con la piel llena de granos, de apenas veinte años, con el rostro deformado por la carencia y el odio. Se separó de la multitud y golpea con su machete al perseguido, que grita lleno de asombro, se agacha y pone el brazo sobre la cabeza. El machete rasga la camisa y llega hasta su brazo, cerca del hombro. Una incisión negra se abre en su manga, en un instante la sangre vertida tiñe de violeta la tela en el lugar rasgado. La víctima grita de nuevo, ahora sin asombro, para revelar con su voz delgada que esto no es un error ni un equívoco, sino que pasa intencionalmente.
    
El dedo índice del fotógrafo está en el obturador, toma cincuenta fotografías por minuto, cambia la película y la lente, ajusta el enfoque, fija en imagen el suceso. Su respiración es tranquila, no evidencia temor alguno. Sabe lo que hay que hacer. Sabe, además, que en un par de minutos el hombre estará muerto. La horda jugará con él. Lo llevarán por las calles por lo poco que él representa o ha hecho, y lo exhibirán como ejemplo de su ciego ensañamiento. El fotógrafo va a documentar todo esto, para eso está aquí. Volará con las imágenes a Nueva York, a Hamburgo y a París; y las fotos aparecerán en algunas revistas, a las cuales abastece desde hace años. Serán publicadas y vistas en hojeadas impacientes por cientos de miles de personas que buscan una noticia —cualquier noticia que por un instante pueda rasgar el velo de su indiferencia. Todos esos lectores menearán la cabeza, o quizá cerrarán sus ojos un momento, mientras toman conciencia de la enorme maldad que el fotógrafo con su cámara ha documentado para ellos. Por un momento olvidarán los pequeños problemas de su vida cotidiana: una cuenta no pagada, un feo rumor en el trabajo, la reciente falta de amor de su pareja. Como en un zoom emocional y violento que abre el encuadre provocando un shock, tomarán conciencia de que hay un mundo incomprensible mucho más grande que el pequeño y limitado mundo en que ellos viven. En el siguiente momento, un segundo zoom enfocará esa miseria ajena que ocurre en una lejana parte del mundo por motivos desconocidos y, al fin y al cabo, para ellos carentes de sentido.
    
En el aeropuerto lo espera Catherine, ríe sin palabras, lo abraza precisamente el tiempo necesario para que no le sea desagradable. No se besan, él está agradecido por eso. Ella no pregunta: «¿Cómo está África?». También más tarde, en la casa de Catherine, hablan poco; hasta que Catherine pone un vaso de whisky sobre la barra de su cocina integral y dice: «Debes estar completamente lleno de eso. ¿No quieres contarlo?».
     Las palabras de ella extrañamente lo llevan siempre hacia una reflexión nueva, él dice que no está lleno, más bien se siente vacío, listo para cualquier trabajo que comience para él ahora. Lo dice en serio, aunque sabe que su silencio es difícil de soportar para Catherine, porque ella piensa que él la quiere cuidar, como a alguien que no puede enfrentarse a la verdad.
     Él intuye pronto su único deseo, incluso prepotente: ver finalmente los negativos, anotar los números para el archivo, encontrar una primera selección de imágenes.
     Cuando hablan de eso —no de África, sino de las fotografías— por un momento todo se vuelve más ligero. El acercamiento a sus fotos es técnico, piensa en criterios de la composición y de los efectos de los filtros; no es que permanentemente esté sintiendo algo. Por un tiempo Catherine puede aceptar eso. Pero después vuelven las preguntas, y cuando no son preguntas, son las expectativas sensibles, él quisiera hacer superfluas las cosas de las que habla.
     Si no existiera su redactora, no le quedaría nada más que la huida en sociedad: una cena con amigos y colegas, la entrega de algún premio, una conferencia de prensa. Catherine es gente de mundo, interesante, y de hecho una mujer amorosa. Él sabe que ella espera llevarlo hasta otros pensamientos; él le diría con gusto que está completamente satisfecho con los que ya tiene.
     Al comer en una reunión de periodistas, artistas e intelectuales, se encuentra por todos lados con un respetuoso reconocimiento por lo que hace. En las pláticas rara vez se habla de la situación política de aquellos países de los que vuelve, más bien se habla de su miedo o, mejor dicho, de cómo lo evade. Un joven con ropa de muy buen gusto dice que le sorprende que hoy en día todavía haya alguien que haga fotografías de ese tipo.
     Debe de haber alguien que las haga, contesta el fotógrafo.
     «Seguro. Pero quiero decir: hoy, cuando la realidad de las imágenes se ha vuelto tan discutible. Cuando, estrictamente hablando, ya no existe ninguna realidad».
     Mira seriamente los ojos del hombre, descubre en ellos la alegría de argumentar, un espíritu vivaz. Bajo otras circunstancias más insignificantes, piensa el fotógrafo, el joven no hablaría acerca de la erosión de la realidad, sino que traería un rifle para dispararle a alguien en nombre de algún conflicto difícil de precisar pero vital.
     «Interesante», contesta.
    
Una fría borrasca de viento revuelve el pelo del fotógrafo mientras el perseguido cae y golpea con el rostro el piso de arena. Inmediata e instintivamente trata de protegerse la cabeza y nuca con sus brazos. A la derecha y a la izquierda no hay sino muros, paredes onduladas y tablas que cubren la entrada de las casas. Apesta a aguas fecales, no se escucha nada aparte de los gritos incomprensibles de los hombres que se acercan al perseguido. No agitan sus machetes y palos por arriba de sus cabezas, como en un film sobre la barbarie, sino de una forma más ergonómica y eficiente, a la altura de sus caderas, lo que les permite caminar sin impedimentos y acentúa todavía más la naturalidad con la que los usarán.
     Antes de que el fotógrafo pueda reflexionar sobre eso, baja la cámara y se coloca delante del caído. Levanta las manos en un gesto de súplica. Una mosca se mete por la manga de su camisa planchada; un perro de piel negra y grasienta pasa cojeando. Ahora que el fotógrafo no toma ninguna foto, lo ve de repente, como si la multitud viniera hacia él. You’re not bullettproof —esta frase de Stephen se le viene a la mente ahora, porque Stephen está a una distancia segura en un puente junto a Freddy y filma la escena por su parte.
     De repente se siente como un pianista que ha olvidado su partitura. ¿Qué haces aquí?, se pregunta. Ésta no es tu tarea. No estás aquí como humano, y por este motivo no debes sentirte como uno. Se dice: Eres un medio de transporte para tu cámara. Y: Tu tarea es documentar este acontecimiento. Y: Si tú no lo haces, nadie lo hace.
     Todo esto ha bastado siempre para el fotógrafo, hasta hoy, esta exigencia definitiva: No es tu tarea ponerte delante del hombre, pero sólo tu cámara puede impedir que esto suceda en el futuro.
     No lo duda. Sin embargo, en este instante, por algún motivo, piensa claramente que eso sucede ahora, y no en el futuro.
    
Le dice a Catherine: No tiene nada que ver contigo. Los vasos están vacíos, los platos entre ellos. Es el momento equivocado, más tarde dará una conferencia en una universidad. Por como sostiene el cigarro se hace evidente —él teme eso— que quiere dejar atrás el asunto. Él experimenta el silencio entre ellos como opresivo. Se le hace difícil sentir verdaderamente la sensación de seguridad que Catherine quiere darle. Ella dice que no espera nada de él. Cuando lo dice su mirada se muestra clara y amistosa. Pero él sabe que ella sólo quiere hacérselo más ligero. Ella tiene experiencia. También quiere seguridad para sí misma. Tiene una carrera, igual que él, está doce horas diarias en la redacción, ha dejado víctimas en esta vida. Ahora, con él, ella quiere que funcione. Ella sabe cuáles expectativas está permitido mantener y cuáles no. Es muy lista. Eso lo hace aún más difícil para ella.
     Mientras él se sienta para dar su conferencia y se arremanga por la derecha y por la izquierda su chaqueta desabotonada, es como si por un momento tuviera alas. Va a hablar acerca de lo importante que es darle un rostro al horror del mundo. Entonces mira por arriba del manuscrito que ha preparado y de los rostros de los estudiantes interesados en la democracia que lo escuchan con atención; Catherine se ha sentado detrás de ellos, en la última fila. Lo abandona el valor, pero a pesar de eso continúa hablando.
     Después una estudiante quiere saber: «¿Tiene usted la esperanza de sacudir a la gente con más fuerza en contra de la desigualdad del mundo mostrando más horror en sus fotos?» —siempre le ha preocupado la pregunta implícita de si uno tiene el derecho de aprovecharse de la violencia que uno mismo denuncia para vender sus fotografías. Reflexiona mucho acerca de la respuesta, antes de darse cuenta de que en realidad se trata de una lucha de palabras. A lo mejor tiene una esperanza, ¿pero cuál? No se ha atrevido ninguna vez a decir que el horror es injusto, todo lo que sabe es que es horrible.
     El público se incomoda por la ausencia de su respuesta, otro estudiante pregunta: «¿Qué hace usted con su coraje?».
     El coraje, dice, o de forma resumida, las pasiones; son malos consejeros en este trabajo.
     Más tarde, mientras continúa entrecortadamente su plática, prefiere pasar su última noche en un hotel. Advierte la decepción de ella en la indignación exagerada con la que le pregunta cómo soporta su falta de apasionamiento, ya que hace muchos años fue justamente esa pasión la razón principal que lo llevó a comenzar con ese trabajo. ¿Y dónde está ahora?
    
La gente se conmoverá frente a sus fotos. Verán al hombre desangrándose, la manga rasgada de su camisa, los cortes en su rostro aterrado, y si llegan a la última foto de la serie —una foto persistente, en la que quizá el joven con la piel llena de granos tendrá su machete en la garganta del que yace en el piso, cuyos ojos reflejarán la sed ardiente de muerte del atacante; un instante previo a que se produzca el corte y que la turba sedienta de sangre apalee los brazos y piernas y cabeza del muerto; diez, veinte veces lo apuñalan, hasta que se separan jirones de piel sangrante y finalmente también los huesos de las articulaciones—, si van a ver una foto como ésta, entonces las personas tendrán quizá por un momento la disposición de leer el pie de las fotos, dedicado al trasfondo del acontecimiento, con impacto y vergüenza ante el mal que dejan pasar con culpa y obligación. Por segundos sentirán en sus manos la información que reciben, calculando el peso que tiene para su propia vida. Por un rato no sabrán dónde dejar ese lastre, tal como sucede con un envoltorio que se arroja en el camino, y para el cual no hay ningún bote de basura en la esquina de la calle. Y cuando estén seguros de que nadie los observa, dejarán caer tras de sí el desperdicio sin preocupación —impotentes ante la necesidad, y de nuevo libres de los compromisos con el prójimo.
    
No es su primera relación fallida. En el camino al aeropuerto, a pesar de todo acompañado por Catherine, lo inquieta pensar que quizá puede haber sido su último intento.
     Su pregunta, «¿Vale la pena, Robert?», lo hace enojar, por primera vez desde hace años siente que le arde el estómago. Una palabra sigue a la otra, ella dice: «¿Qué clase de vida tienes, que debes vivir sin ti mismo?». Él encuentra que la pregunta es justa y bien formulada, pero de todos modos dice, más fuerte que lo necesario, que eso no puede elegirse, que se trata de algo mucho más trascendental que su vida. «Sí, de la vida de los otros», responde ella. Que permanezca tranquila dentro de su sarcasmo sólo fortalece su ira. «¿Para qué continúas?», la pregunta de ella, antes de que documente su equipaje, se extingue hasta que el avión aterriza en Yakarta.
    
Dejó que sus rodillas descendieran, levantó las manos, las palmas volteadas hacia afuera. Con un par de balbuceantes jirones de palabras, que aprendió por precaución de memoria al borde de la cama del hotel, intenta calmar a la multitud. De hecho lo único que se le ocurre es «Por favor». El movimiento del agresor se hace lento, los hombres gesticulan como si quisieran ahuyentar de la calle a un rebaño rabioso de vacas.
     Acostumbra no interferir. Todos —no sólo la víctima, también los victimarios— se sienten con derechos ante la Historia y quieren, tanto como él, que el mundo se entere de lo que sucede, aunque quizá por otras razones. Él representa la neutralidad del testimonio histórico, un hecho técnico y puro, que hace una y otra vez clic y se esfuma rápido, como si nunca hubiera estado ahí.
     Pero ahora no los deja respirar tan fácilmente, con las manos levantadas en el camino. No hace clic. Los rostros de los hombres se vuelven hacia él. En ellos lee la disposición para matarlo, si así tiene que ser. De repente siente miedo. No es el estar aquí lo que lo hace desmayar, sino la falta de una razón para eso.
    
Después será festejado como héroe. Sus colegas filmaron todo desde el puente con un teleobjetivo. Eso querrá decir que pertenece a un gremio en extinción: un corresponsal que no se hace invisible, sino que interviene. Por un corto periodo en que permanecerá a la luz del mundo público —no sus fotos, sino él— no valorará a las personas como un instrumento sin juicio que se convierte en testigo sin pedirlo. Con su brazo enyesado y las vendas en la cara se convertirá por vez primera en un actor herido, es decir, en una persona puesta en escena.
     Su impacto como héroe opacará con mucho el de sus fotos. A través de su ejemplo las personas soportarán más fácilmente el horror que él no puede remediar; y encontrarán en su persona una disculpa convincente para volver a olvidar pronto el acontecimiento. Se dirán a sí mismos: no sólo existe el mal en el mundo, ya que si una sola persona se arriesga con todo su ser en contra del mal…
     Etcétera.
      
Los ojos del hombre siguen medio abiertos, sus brazos y piernas están dislocados del torso en ángulos retorcidos, una especie de silbido suena en su pecho. Parpadea débilmente hacia arriba, con la súplica muda de que le ayuden y terminen finalmente con la tortura. A pesar de tanta sangre, a pesar de los graves cortes que se abren en su frente y liberan huesos craneales rosados, el hombre emite una paz silenciosa, rendida a la muerte, como una señal química de su cuerpo de que ahora todo, al menos lo peor, ha pasado.
     El fotógrafo —Robert— sabe que aún no ha pasado. La horda lo empuja por ambos lados, se adelantan gritando y pisoteando a la víctima. El joven con la piel llena de granos que comenzó la cacería quiere seguir rajando el rostro abierto del hombre. Robert empuja al agresor e inmediatamente levanta de nuevo las manos en el aire, clama en su propio idioma: «¡Déjalo en paz!». Su voz suena como si no perteneciera al aquí y al ahora, ahora siente mucho más el coraje que el miedo. Los manifestantes, a pesar de no comprender su idioma, saben que él se ha convertido ahora en un problema para ellos. Lo golpean, cae. Después no podrá decir lo que le salvó la vida. Conforme la horda se apodera del hombre, él piensa incoherentemente: todo esto podría suceder en alguna parte del mundo, y exactamente eso pasa. Luego pierde la conciencia.
    

     Traducción de Luis Carlos Cuevas Dávila
 
 
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