Buitres y otros adorables pajaritos / Sérgio Almeida

Un corto párrafo en la página 12 del último número de la revista Artes em Partes fue todo lo que se escribió sobre la obra de Federico Valsassina (1912-1989), primer poeta bahiano que abrazó el gótico y el decadentismo con una perspectiva no evolucionista.

      «Revela el autor una evidente propensión en su escritura al enfoque fenomenológico literario, saturándola de figuras ociosas, ensimismadas o simplemente inútiles, quizás inspiradas en su propia persona. Si tal artimaña sirve para que el autor dome sus fantasmas interiores, impidiéndole que desate tiros en la calle más cercana o que detone la bomba atómica sólo porque la misma no se desvió de su camino, difícilmente encontraremos ejemplo de una escritura más útil. Que continúe, pues, para bien de todos nosotros», escribió el más afamado crítico local sobre Abutres e outros adoráveis passarinhos (Buitres y otros adorables pajaritos), edición de autor que publicó en 1937.
      La euforia que se apoderó de Valsassina le habrá impedido que se percatase del riesgo que corría cuando, a partir de ese instante, se autoproclamó «El Poe de Bahía», imitando al compinche de Baltimore en todo lo que estaba a su alcance. En el auge del delirio tembloroso, también buscó morir en el desagüe, para enrostrarle al mundo la injusticia de que estaba siendo blanco, pero lo mejor que consiguió fue romperse la columna al resbalarse en la vereda y estrellarse de lleno contra el tacho de basura más cercano.
      De la misma manera, no contribuyó en gran medida a su afirmación literaria el modo nada poético como perseguía a los editores que se negaban a publicar sus abundantes escritos. A uno de ellos, particularmente severo en la crítica a sus poemas, le hizo prometer, con un arma blanca apuntada al dilatado estómago, que ya no traumatizaría a jóvenes autores en ascenso como él con críticas desprovistas de buen sentido común. Aunque, como era el caso, esos jóvenes ya ostentaban arrugas profundas en el rostro y calvas inmaculadas.
      Contra toda probabilidad, Valsassina no desistió de la saña literaria. Entró en una espiral de delirio que, si no abatió por completo su ánimo, al menos hizo que los últimos restos de conexión con el mundo se desvanecieran por completo. Comenzó por romper amistad con el círculo de poetas underground que él mismo había fundado varios años antes, desilusionado de la forma como permitían que su obra siguiera ignorada por la mayoría.
      Al poeta no le bastaba malquistarse con sus pares y hasta (ex)amigos. Quiso, a toda costa, liberarse de la docilidad que aún pudiera existir en él y se esforzó por alcanzar el nivel cero de la decencia. El abandono de las más elementales reglas civilizadas fue el paso siguiente. Se quedó sin abrigo, errando por las calles con una extraña sonrisa en los labios, que de amigable poco tenía.
      Todo el dinero que juntaba en la recolección de basura era destinado a la compra de gruesas resmas de papel. Garabateaba furiosamente en él y, apenas terminaba un nuevo volumen, subía al más alto edificio de la ciudad para lanzar sobre los transeúntes sus vísceras literarias, como las motejaba. No sólo poemas, subráyese: al lado de los inconfundibles sonetos en que vapuleaba la demencia de la sociedad, era posible encontrar aun relatos exhaustivos de los sueños, los nombres de todos los jugadores del plantel del Bahía Futbol Club o simplemente la lista de compras de la semana siguiente.
      Le divertía en verdad saber que todo lo que escribía pertenecía ahora a todas partes. Era el carácter aleatorio de la cosa que lo seducía: la noción de que la hoja que contenía la descripción del sueño erótico de la noche pasada con la profesora de infancia podría chocar contra la cara del sacristán, proporcionándole material de diversión onanístico para largos días, o esperar que el borrador con la receta desvirtuada para hacer ravioles pudiera ir a parar a manos del alcalde y le provocara, de ese modo, una violenta diarrea.
      Todos esos escenarios eran pasibles de crear en Valsassina una fuente de indecible placer. A tal punto que, en poco tiempo, ya se consideraba el poeta más leído de la región, autor de una obra que se liberaba de los típicos condicionamientos literarios que iba a tener con las personas. En el sentido literal.
      La satisfacción de Federico Valsassina por su súbita popularidad no era compartida por nadie más. Las protestas sobre la acumulación de los centenares de hojas lanzadas diariamente en la vía pública comenzaron a subir de tono a partir del momento en que el diligente escritor, en el afán de ir modificando el repertorio, resolvió hacer los escritos más incisivos. El tono bucólico de algunos de los poemas fue rápidamente sustituido por la violencia verbal más inaudita. Donde antes se insinuaba un rastro de sensibilidad, aunque amargada, sólo pasó a existir la pura maledicencia, agravada en algún caso por una ilusoria sensación de invencibilidad.
      El 19 de febrero de 1973, las autoridades sanitarias recibieron instrucciones para impedir que Valsassina continuase su campaña panfletaria. La ausencia de cobijo cierto hizo difícil, en una primera fase, la intimación, pero bastó que los funcionarios abordaran al poeta, haciéndose pasar por lectores devotos, para alcanzar el objetivo. Juzgando que se trataba de una broma, pronto dio la espalda a quien lo interpeló. Pero, cuando la siguiente vez se dirigió a la torre para un nuevo ataque literario, descubrió, sorprendido, que habían apostado un vigilante a la entrada. Buscó alternativas, pero en todos los lugares por donde pasaba sentía todos los ojos clavados en él, como si cada ciudadano fuera un potencial delator de sus actividades propagandístico-literarias.
      Por eso aceptó el cambio. No interpelaría a los ciudadanos en su totalidad, sino que haría una aproximación individual, quizá más eficaz aún. Querían silenciarlo. Pronto verían que sólo estaban ampliando el impacto de su obra.
      La felicidad fue breve. No tardó en comprobar que las personas, lejos de reaccionar con gusto al contacto, se desviaban, exhibiendo una mezcla de repulsa e indiferencia. Hasta los que anteriormente buscaban encontrar un sentido en el bombardeo poético que llevaba a cabo se alejaban, incomodados con su intento de compartir.
      La tan común omnipresencia de Federico Valsassina por las calles se volvió más espaciada. Debilitada por el rechazo, la figura pareció secarse. Cada vez que aparecía en público, deambulando sin sentido por las arterias más concurridas, parecía haber envejecido diez años. Y aun cuando era abordado de forma más cálida por antiguos camaradas con los que había perdido el contacto, ni reaccionaba y se limitaba a seguir su camino hacia ninguna parte. La última vez que fue visto en público, más hirsuto y cetrino que nunca, cargaba una gigantesca bolsa de lona en la espalda, lo que no tardó en ser interpretado como una salida particularmente humillante de su ciudad, la capitulación definitiva de quien no concretó ni uno solo de los miles de sueños acumulados con ardor durante décadas.
      Cómo habrá sobrevivido a todos esos años de miseria —el autor murió solo en 1989, cuando todos sus descendientes, ascendientes y demás seres ya habían desaparecido hacía mucho—, es tarea que no cabe aquí explicar. La mitología local pronto se apresuró a crear a su alrededor innumerables historias, cada una más improbable que la otra.
      Hubo quien juró con fervor haberlo visto en más de una ocasión entrando en una limusina dorada, flanqueada por mujeres desnudas que lo cubrían de abrazos y besos, lo que iba al encuentro de la tesis de que Valsassina era un empresario de éxito que eligió la poesía como una forma de dejar la sociedad, vengándose de los múltiples atropellos éticos que cometía a diario. Cuando llegase el juicio final, las humillaciones que sufría por escribir poemas desprovistos de sentido podrían aliviar la pena aplicada al nada magnánimo magnate. Pero la teoría más rebuscada construida sobre el poeta era la que aseguraba que se trataba de un simple inspector fiscal que se había especializado en el área literaria para obligar a los editores y escritores que cumplieran sus obligaciones con el Estado. Este disfraz secreto ayudaría a explicar, al menos, su conducta extraña cuando, con el pretexto de una propuesta de publicación o de simple asesoramiento literario, vigilaba los pasos de las víctimas más allá de cualquier razonabilidad. Coincidencia o no, después de la negativa —que en la mayoría de los casos era violenta, dada la insistencia de Valsassina—, todos los destinatarios recibían extrañas notificaciones fiscales, interpretadas por los propios como penitencia por el modo brusco en que habían tratado a un semejante.
      Si las historias puestas en circulación sirvieron para, aún hoy, conferir al autor de Abutres e outros adoráveis passarinhos una cierta aura de notoriedad, sobre todo entre el ala esquizofrénica de los candidatos bahianos al panteón literario, sobre sus libros pende, sin embargo, un espeso silencio que sólo la publicación póstuma de sus obras puede rasgar por completo.

Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo

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