A finales de los años cuarenta, el neorrealismo dio visibilidad a Italia y su circunstancia, y por esas fechas alcanzaba como movimiento una relevancia comparable a la que había vivido el cine ruso en los años veinte (con una propuesta estilística propia, temáticas de corte social y ambición de congruencia). Pero además, y tal vez igualmente importante, dio impulso a una generación de realizadores que incursionó en la escena siguiendo los preceptos neorrealistas o por lo menos algunas de sus características formales. En los siguientes veinte años prosperó y se transformó un abanico de autores que dio al cine italiano un brillo nunca antes visto; además de Roberto Rossellini, Vittorio de Sica y Luchino Visconti, que en sus inicios entregaron hitos del movimiento, prosperó la pléyade: Pier Paolo Pasolini, Federico Fellini, Francesco Rosi, Ettore Scola, Marco Bellocchio, los hermanos Paolo y Vittorio Taviani y Michelangelo Antonioni, entre otros. El aliento alcanzaría hasta los años setenta, con el debut de cineastas imprescindibles, como Nanni Moretti, o la consolidación de otros, como Bernardo Bertolucci. En adelante el paisaje no volvió a ser tan sólido, ni tan colorido, ni tan diverso. No obstante, algunos de ellos aún están activos y en la década anterior cobró fuerza un puñado de autores que merecen atención.
Entre los veteranos que siguen produciendo a un nivel plausible cabría ubicar a Moretti, los Taviani y Bertolucci. El primero inquietó a más de uno con su Habemus Papam (2011), que se convirtió en una premonición al seguir a un Papa que tiene dudas para hacerse cargo del cargo que le confieren los cardenales. Actualmente trabaja en la posproducción de Mia madre, en la que vuelve a la autobiografía —una veta que en su caso ha sido bastante rica, como lo prueban Abril y Querido diario— y cuyo estreno está previsto para 2015. En 2012, los hermanos Taviani sorprendieron con sus afanes experimentales en César debe morir (Cesare deve morire, 2012), que filmaron con un grupo de teatro de una prisión y que obtuvo el Oso de Oro en Berlín. Actualmente dan los toques finales a Maraviglioso Boccaccio, que rodaron en Toscana y se inspira en el Decamerón. A sus setenta años, Bertolucci concibió en 3d Yo y tú (Io e te, 2012), su más reciente largometraje. Desistió de realizarlo con esta técnica por las complicaciones y el tiempo que suponía cada emplazamiento de cámara, pero no se quedó con las ganas de probarla, ya que en 2013 trabajó en la restauración y el tránsito al cine digital de El último emperador (The Last Emperor), que realizó en 1987 y ahora puede verse en 4k y en 3d.
En los inicios del siglo xxi, el cine italiano no presentaba un paisaje tan brillante como el que ofreció otrora. Si bien aparecían algunos autores que merecían atención y entregaron con cierta regularidad obras de un nivel respetable, también abundaban los que alimentaban una trayectoria irregular, a menudo con más entregas fallidas que redondas. Seguía habiendo constantes atendibles, como la inspiración en la realidad, lo mismo en la política que en los conflictos de pareja, pero el mapa resultante era poco homogéneo, y, peor, tenía un vigor disparejo: una cinematografía con rasgos poco consistentes, débiles incluso. Esto ha cambiado en la última década, en la que aparecieron o cobraron fuerza algunos jóvenes y no tan jóvenes que han dado un nuevo impulso a la cinematografía italiana.
En primer lugar habría que ubicar a Paolo Sorrentino, quien ha congregado los aplausos de abundantes públicos y jurados con sus tres largometrajes para la pantalla grande más recientes: El divo (Il divo, 2008), que da cuenta de la evolución del eterno primer ministro Giulio Andreotti a lo largo de los años y que se embolsó el Premio del Jurado en Cannes. En Un lugar maravilloso (This Must Be the Place, 2011) acompaña a un icono del rock cuya facha se parece a la de Robert Smith —líder del grupo The Cure— en su viaje para reencontrarse con su padre, y con esta película obtuvo el Premio del Jurado Ecuménico en Cannes. La gran belleza (La grande bellezza, 2013) sigue a un hombre maduro en sus correrías por una ciudad de Roma contrastante, cuya «fauna» vive en los extravíos de la frivolidad y ha perdido de vista lo importante; el resultado es un verdadero prodigio, y entre los abundantes premios que cosechó habría que anotar el Óscar a mejor película extranjera.
Mateo Garrone había experimentado con el terror ficcional y el documental. En Gomorra (2008), que se inspira en el célebre libro de Roberto Saviano, hace un cóctel entre ambos y el resultado es detonante: pocas películas son tan inquietantes como ilustrativas del statu quo; de Cannes salió con el Gran Premio del Jurado. Lo mismo sucedió con Reality (2012), su entrega siguiente, que sigue a un pescador napolitano que se da un encontronazo con la realidad.
No menos relevante y exitosa ha sido la filmografía del cineasta de origen turco Ferzan Ozpetek. Entre sus constantes están la exploración de la cotidianidad y las consecuencias de la homosexualidad, los ecos de la historia y el mosaico de conflictos que se presentan en las relaciones humanas. Entre sus mejores propuestas están: El baño turco (1997), que registra los hallazgos de un hombre que vive en Roma cuando viaja a Estambul para vender los baños que heredó; El hada ignorante (Le fate ignoranti, 2001), que acompaña a una viuda joven que descubre que su difunto marido tenía una relación con un hombre; La ventana de enfrente (La finestra di fronte, 2003), que une los destinos de una mujer desencantada de su circunstancia y un anciano atormentado por su pasado.
Un sobreviviente de diferentes épocas es Dario Argento, exponente notable en más de un género de lo que bien cabría calificar como cine b. En particular, su rúbrica tiene prestigio en el terror, en el famoso giallo, que tiene ambiciones de exploración psicológica, registra con morbosa fruición la violencia y gusta de escenificar carnicerías y salpicar de sangre la pantalla. Son particularmente célebres sus primeras entregas: El pájaro de las plumas de cristal (L’uccello dalle plume di cristallo, 1970), que da cuenta de las angustias de un escritor que es testigo de un asesinato y es hostigado por el homicida, y Rojo profundo (Profondo rosso, 1975), que sigue a un músico que también ha sido testigo de un asesinato, pero él se da a la tarea de buscar al culpable. Su más reciente largo es Drácula 3d (2012), que ha sido masacrada por la crítica y tiene su mayor atractivo en Asia Argento, la bellísima hija del realizador.
Aun con sus altibajos, el cine italiano es imprescindible no sólo para trazar la historia del séptimo arte, sino para hacerse una idea del estado de la cuestión cinematográfica en todo momento. Con el cine francés, es además uno de los contrapesos fundamentales al cine norteamericano. Su arsenal crítico y su agudeza han sido un faro; sus atmósferas nostálgicas, su propensión al melodrama y su humor a menudo han llenado de emoción la sala oscura. De ahí que el cine italiano sea, siempre, un invitado bienvenido.