Con la faltada apuesta a que presidenciable Vasco Aguirre,
esterilizado nos curara este par de siglos teporochos,
respirados entre gases —en el culo pican, depilados—,
en el drenaje que cimienta la infraestructura gobernante
de nuestra neurosis paranoica, transgénica y biliosa,
por abstraernos en el metro, vivir sin gusto o convicciones,
negarles mundo a los que heredan el futuro
sin arriesgarnos más que por hacer escándalo;
es que hemos llevado a cabo sin reservas
esta autodestrucción masiva y misionera.
Lastima el ritmo, sencillamente, la inercia de este
tumor de arterias moradas en monografía juarista
porque tampoco puede el ejército de cargos públicos
fugarse del hoyo negro tan cómodo y bellaco —ni querrían—
desde el cual se automedican una educación sonámbula
sin cuatro estaciones que religuen a lo de antes,
con nuestra verdad de cheque en blanco o rebotado,
nuestro terror de frailes desaforados pederastas;
que no se seca el río de sangre humana y coreográfica,
remedo a cuentagotas de esta geografía de traumas
con la justicia de héroe épico caduca —Pepe el Toro
es nuestro Ulises y aún se retuerce
en el Panteón Jardín, que denunciar no sirve—:
ladridos acérrimos como de pomerania doctorada
dictan sentencia en las diferentes cámaras que rigen
los diferentes simulacros de consenso, cual banquete
para una french poodle de campaña en El Palacio
con ríos de compas en chambitas luciendo lomos
hipotecados, por arrebatar las migas, pena capital,
corporativa y sin juicio, para los que intuyen pero callan;
lo vemos cada día, narcotizados recorriéndolas,
a estas calles como ríos de ácido lisérgico:
un rumbo extraviado por guardar de fe resabios
en celdas coloniales que desangraron los mitos
que por derecho a piso irrigaban la sustancia
eufónica del flujo por el cual habrían de resbalarse
sindicalizados pulpos futuristas que odiarían
solventar esta mentira solapada y presupuesta
como tapatío católico a la Trevi cuando todavía
no la empachaban, en su esplendor más noventero,
con un morbo dogmático de satanización criolla
—como priísmo soberano, en forma al menos,
que aún vivimos negando en flacas posadas
una vez que hemos bebido mucho ponche
y nos sentamos aplastando el aguinaldo vago
que escondemos en el más conservador de los bolsillos
traseros, receta popular, demasiado poco suave,
como un aviso oportuno de esta patria de quincena—;
con nuestra lluvia como de ranas, de fauna callejera
y nuestro reptante auspicio de pensamientos homicidas,
con infomerciales a esta hora de la madrugada que adelanté
por no perderme en el canal del congreso el vaudeville
narcotraficante de ráfagas perdidas, halcón partidista
anterior en la planicie, como Pedro,
cepillando el páramo, regateando con los zombis.
¿Qué sucede que todos las transitan y nadie las conoce,
a estas autopistas como sistema circulatorio del pillaje?
¿Cuáles son los nombres francos de su majestad divisa
y de la férrea y crónica carnicería guarura
que en gatuperio cómplices patrullan las distancias
que con dolo actuario determinaron esta hilarante
realidad poco velada y criminal, puesta en coma,
trasegada —que nos rebasa categórica—
con parodia periodística de medicina alópata?
Nos adherimos como sticker a un genocidio colombino
y lo comprobamos en esquinas de comedia bolivariana
en las que pútridos colchones nutren y guarecen
el calor de la miseria: habría que demandarlos,
a los limosneros por dañarnos la moral
si no sé en dónde me dijeron que una cumbia,
bien bailada, salvaguarda huesos e influencias
en federales barbitúricos y locales, sin entender
que la humillación es pura y materna como baba,
condena clásica de abuso inmaculado, diagnosis
en el corazón de todo esto como de una
enfermedad degenerativa, de ésas que sólo
estudian los teóricos más aguerridos
de la conspiración en turno sospechada.
Olvidamos que el rojo que se pasan en los altos
los coches con seguro que en la peda son baleados
—y luego cava el pecho
la bala imanada y ves la muerte
aunque los paramédicos te resuciten seculares—,
es igual a un frasco inventariado que en formol conserva
tejidos de vaginas de generaciones de malinches
anónimas y diplomáticas —como tickis—
y eso no es todo pero cuánto no parece
que revela como astróloga estrenando casa
en vísperas electorales de sexenio desvirgado:
resignarse al nacionalismo de la madre Televisa,
sea 2012 o Sudáfrica, nota roja o el divo de Juárez;
aparición salinista en borrachera guadalupana
patrocinada a la distancia por trasnacionales asépticas
y los mantos de estrellas que cubren nuestros cultos
y los cultos de nuestros abuelos que miden los caminos,
patentados por un chino, seguramente endeudado.
Mejor hazme una biopsia, sociópata de talkshow,
que prescriba el reparto de bienes esclavista
en cantinas, universidades, coladeras, zócalos
sin tapar tanta evidencia perita en fraudes
que grita a cada hora en las floridas guerras nuevas
este exterminio fulminante de mexicateahuis apocados
que a la viscosidad del fango alucinante de los cargos
que viste mojigata y barbera a los abismos
—que nos dieron cuna y estampa de valores—,
entre cuánto meneo no la hemos ensuciado:
como alberca de olas orinada por costumbre,
como una estrella porno haciendo cola
a las diez de la mañana en la tortillería.
Porque la Maestra al fondo aún posa para mi retrato
demasiado priápico que interpretar pretende
ingenuamente la mierda fascista y mojigata
como cabeza cortada en Tijuana Makes Me Happy
sin un Manu Chao que convierta de por medio
a la banda en la doctrina de pintarle dedo
a los que ostentan el poder con esa audacia
de adicto a la piedra en un ocaso ñero.
Y sólo faltan quince minutos para que dé inicio
la rueda de prensa con la que habrá de inaugurarse,
formalmente, la hora inaplazable
del último juicio
y en ella
por mi raza hablará el espíritu
chocarrero
sin nicotina que apacigüe
la intensidad del futbol.