Cartas cruzadas de Giancarlo Costacurta y Marco Natali / Joaquín Peón Íñiguez

La correspondencia entrecortada que sostuvieron Giancarlo Costacurta y Marco Natali entre 1941 y 1945 representa uno de los testimonios más sinceros que existen de la rebelión a través de la escritura. Y si tomamos en cuenta sus vidas y sus obras, estamos ante una de las grandes paradojas sobre la creación y la rebeldía. En aquellos años Italia se encontraba en un periodo de crisis moral e ideológica con su incursión en la Segunda Guerra Mundial. Los narradores, como suele ocurrir en tiempos de oscuridad, se dividieron en evasivos y confrontadores. Mientras que algunos se dedicaron a registrar el horror, otros prefirieron fantasear con realidades alternas. La historia, por su parte, seguía su curso sin prestarle atención a ninguno.
     Costacurta nació en 1872 en el Valle de Orcia, parte de la región de la Toscana. Ahí el aceite de oliva era tan puro que podía beberse como vino. En su casa le enseñaron a callarse. Creció en una familia de campesinos, se interesó por la literatura porque quería entender los ciclos de la luna y las mitologías de las estrellas. A los catorce años sus padres lo mandaron a estudiar a Milán. La vida en la ciudad lo abrumó al grado de que pasaba la mayor parte del tiempo recluido en su departamento, con las ventanas cerradas, bebiéndose y leyéndose el dinero que su familia le enviaba para la universidad y su alimentación. Esos años de hambre y encierro lo marcarían para siempre. Su primera novela ganó el Premio Giovanni Boccaccio en 1917. Las siguientes dos décadas su obra pareció ser una repetición de ese primer libro. Personajes neuróticos y antisociales de la ciudad que deciden irse a vivir al campo para descubrir que nuestros demonios viajan en nuestro equipaje tanto como nuestros calcetines. La crítica y los lectores se olvidaron de él. En 1938 recibió una oferta para impartir un seminario sobre la Divina Comedia en el Boston College, y con la intuición de que las fuentes de Milán se partirían como copas de vino y de que el techo de la Capilla Sixtina se vendría abajo como una fruta, decidió dejar su país.
     Marco era, según sus propias palabras, judío, comunista y homosexual, es decir, un tipo jodido que lo mínimo que pudo hacer por sí mismo fue vivir sin miedo y escribir como si fuera a morir al día siguiente. Hasta los decadentistas italianos terminaron por detestarlo. Su obra, a pesar de ser mucho menos valorada por la crítica que la de Costacurta, se hizo de culto entre algunos de los líderes intelectuales del movimiento anarquista del 69. En sus momentos más lúcidos, lo que escribía era un ensayo político dictado por una voz rencorosa y despiadada. Su registro de la vida nocturna romana, sus observaciones sobre la burguesía, representan documentos valiosísimos para los que quieran aprender más sobre el tema. Sin embargo, su enojo parecía a veces berrinche, y su pluma la de un puberto mimado y drogadicto.
     En 1941 Costacurta recibió un manuscrito recomendado por otro académico de su universidad. Era la opera prima de Natali. La leyó en una noche, y cuando terminó sintió una mezcla de fascinación y asco que lo llevaron a escribirle esa primera carta que comenzaba así:
    
     Estimado Marco, he leído su más reciente novela. A pesar de que celebro su amor sincero por el mundo y su fe irracional en el hombre, me corresponde decirle que no debe hacerse ilusiones. Es usted demasiado cobarde para poder salvar a la humanidad. Su rebeldía es infantil y su escritura lo delata como un auténtico marica.
      
     Después de eso dedica diez páginas a explicarle los porqués de su obra marica, haciendo hincapié en su terca impetuosidad, su desconfianza en el lector, su irresponsable prisa y ese ridículo enamoramiento que tenía de sí, por hacerse el protagonista de un libro que necesitaba a un personaje más complejo que él mismo. Al final, en una línea, le informa que conseguirá un editor para publicarla en Estados Unidos.
     Cuando Marco recibió la misiva, salió a un café, la leyó tres veces y redactó su respuesta en una servilleta que envió ese mismo día:
    
     ¡Qué bien escribiría si no existiera! ¡Qué fácil si no tuviera memoria! ¡Qué pureza de la palabra! La humanidad está enloqueciendo, lo he visto en los ojos de los niños, encendidos de cólera. Ya he escuchado a los críticos de su especie. Los egoístas que creen que sólo el individuo podrá salvarse. A los escritores enamorados de las palabras con la ilusión de un adolescente se les olvida que la realidad antecede al lenguaje y que es la palabra quien se somete a la historia. Preciosistas. ¿Puede concebir usted a Dostoyevski tratando de deslumbrar con un adverbio cuando está en juego la vida o la muerte de uno de sus personajes? A veces pienso que el libro no debería ser sino el equivalente del mundo no escrito traducido a la escritura. Otras veces me parece que el libro debiera ser el contrapunto escrito del mundo no escrito; su materia debería ser lo que no es ni podrá ser cuando esté escrito. En todo caso, esta discusión es absurda. Mis únicos libros que defendería son los que no he escrito aún. Y además, dígame usted cómo se supone que se deba escribir una literatura rebelde sin venderle de alguna forma nuestra alma al diablo.
    
     Giancarlo respondió cuatro meses más tarde:
    
     A estas alturas la rebeldía es la única forma inteligente que puede adoptar una novela. Pero si me preguntaras por una imagen que ilustrara el concepto, te hablaría de Don Quijote cabalgando junto a Sancho, ambos molidos a palos y él convenciendo a su amigo de que una humarada de arena era en realidad el valeroso Lauraco, el temido Micocolembo, el duque de Quirocia y una decena más de caballeros, cuyas historias narra mientras se acercan a ella. Los que leen el mundo en vez de vivirlo son libres, son anarquistas y son hermosísimos en su inocencia y en su malicia. ¿Es nuestro deber embellecer la historia? Sólo la de las ideas. La verdadera rebeldía en la literatura es la que significa al mundo, no la que lo explica; la que se adelanta a la moral de su época y explora nuevas conciencias que seduzcan a los lectores para adoptarlas, para volverse ellos mismos personajes. La dimensión desconocida. Las verdaderas revoluciones son las de los hombres que logran llevar una vida etérea mientras redactan un inventario. Somos el ejército fantasma. Preferimos un trozo de queso y un pan a la obra completa de Pushkin y los panfletarios rusos. Quizás no salvaremos al mundo, pero al final del día nos salvaremos de él y él se salvará de nosotros.
      
     De nuevo, la respuesta no tardó en llegar:
    
     Yo quiero conocer los secretos sucios de la historia, descifrar los mecanismos macabros de las sociedades y despertarme una madrugada con la sangre de la verdad impregnada en mi traje de baile. La única función social de la literatura es corromper al individuo. La rebeldía y el arte se originan de una misma energía creativa, un plasma que se alimenta de la historia y la inconsciencia. Vivir del sistema sin formar parte de él. Las revoluciones requieren de ideas y la literatura puede otorgarlas. ¿Existe algún motivo por el que tenga más mérito descifrar la psicología de un individuo que de su sociedad? Millones de mentes ansiosas por volar cada una a un lugar distinto, pero magnetizadas al final hacia un mismo capricho de la historia. La maldad ha seducido a los mejores narradores por su exotismo, pero pocos han logrado comprender lo complejo de la bondad. Ésa es la batalla pendiente de la narrativa; el bien, a diferencia del mal que puede habitar el vacío, sólo puede existir en un tiempo y un espacio concretos.
    
     Costacurta se ofendió porque lo llamaran un temerario de banqueta, un hombre tan cómodo consigo mismo que ni siquiera se atrevería a caerse de la cama. Su contestación fue violenta. No se imaginaba que esta vez la respuesta llegaría tres años más tarde:
    
     Con el tratamiento que el artista impone a la realidad afirma su fuerza de rechazo. Pero lo que conserva de la realidad en el universo que crea revela su consentimiento con una parte, por lo menos, de lo real que extrae de las sombras del devenir para llevarlo a la luz de la creación. En el límite, si el rechazo es total, la realidad es expulsada enteramente y obtenemos obras puramente formales. Si, por el contrario, el artista elige, por razones con frecuencia exteriores al arte, la exaltación de la realidad bruta, tenemos el realismo…
    
     Me haces sentir a veces como si no hubieras sido más que una marioneta movida por una mano secreta e invisible para llevar sucesos terribles a un terrible desenlace. Pero también las marionetas tienen pasiones. Introducen una trama nueva en lo que presentan, y tuercen el desenlace ordenado de la vicisitud para amoldarlo a su capricho o su apetito. Ser enteramente libre, y al mismo tiempo enteramente sometida a ley, es la paradoja eterna de la vida humana, que a cada momento hacemos realidad; y a menudo pienso que ésa es la única explicación posible de tu naturaleza, si es que los profundos y terribles misterios de un alma humana pueden tener explicación, salvo la que hace que el misterio sea todavía más prodigioso.
    
     En 1945, tras haber perdido batallas en África y Grecia, los italianos se encontraban debilitados, la economía se fue abajo, el caos patrulló las calles y Roma parecía siempre al borde de un ataque de histeria. La noche equivocada del año equivocado de su vida equivocada, Marco Natali intentó seducir a un soldado italiano en un bar. Después de ser pateado y humillado durante diez minutos, se le mantuvo encerrado bajo custodia un día, en lo que se deliberó enviarlo a un campo de concentración. Tenía apenas 23 años y todavía no comprendía que el juego entre la ilusión y la desilusión que sostenía la tensión dramática de sus obras era mucho más brutal en la vida que en la escritura.
     Cuando Alemania perdió la guerra, Marco se fue a vivir a la Playa de Ravello, donde escribiría Concentración, una obra de mil 500 páginas que aún no se traduce al español. Antes de aislarse del mundo, le contestó a Costacurta en veinte páginas:
    
     Pensé mucho en qué responderte mientras estuve en Dachau. Ahora lo entiendo todo. Sobreviví año y medio sin escribir, mi comportamiento fue obediente, y después de seis meses quizás pude haber conseguido una pluma y una libreta, pero me resistí. Fue la ilusión de una novela lo que me salvó. Ahora reconozco la claridad, la transparencia de tu primera carta. No exageraría si dijera que el setenta por ciento de mi tiempo ahí lo dediqué a pensar en esa novela. Inclusive memoricé algunos capítulos. Ahora lo sé. La mejor forma de escribir la rebeldía no es a través de un héroe, sino de la humillación constante de habitar este mundo. La mejor denuncia es la disección del alma humana, partirla con un bisturí como un medallón de carne y descubrir sus tumores, sus enfermedades, sus miedos. Es nuestro deber documentar el daño que nos han hecho. Más que eso: hay en torno al dolor una intensa, una extraordinaria realidad. Ahora siento que mi fuerza no da ya para una frase más. Sí si se tratara de palabras, si bastase colocar una palabra y pudiera uno apartarse con la tranquila conciencia de haberla llenado totalmente de uno mismo. Casi ninguna de las palabras que escribo armoniza con la otra, oigo restregarse entre sí las consonantes con un ruido de hojalata y las vocales unen a ellas su canto como negros de barranca.
     Me voy a desaparecer un tiempo, pero regresaré. Voy a escribir la novela. Esta experiencia ha sido como volver a nacer, pero abortado en un basurero. No puedo conciliarme con la desesperanza. Me resulta imposible vivir conmigo mismo si lo único en lo que puedo creer es en la literatura. ¿Cómo le haces? ¿Cómo puede uno que ha conocido la maldad quererse o querer a alguien más sin hacerlo sólo a través de la imaginación?
    
     Cinco años más tarde, Marco Natali fue encontrado muerto, con varios días de descomposición, en un motel en Viena. Había pagado cinco días de anticipo. La habitación se encontraba impecable, sin rostros de bebidas alcohólicas, sin notas de despedida, con las sábanas firmes como barrotes. Cuando Giancarlo se enteró de la noticia tomó el primer vuelo a París y de ahí a Roma. Fue la primera vez que regresaba a su país después de su exilio, y nunca más volvería a su viejo apartamento en el centro de Boston. Cuando falleció quince años más tarde, por cáncer de pulmón, su hija encontró libretas llenas con apuntes para una novela titulada Vitale, el nombre falso con que bautizó a su amigo, el gran protagonista de la obra. Los manuscritos fueron llevados a los mejores académicos italianos. Tras estudiarla varios meses llegaron a una conclusión: «Es una novela irrealizable. La rebeldía es una experiencia para vivir, no para leer».

 

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