Bezoar (fragmento)

Guadalupe Nettel

A pesar de todas mis reticencias, he decidido empezar de una vez por todas esta absurda bitácora. Desde nuestra primera entrevista, usted insistió en la importancia de anotar los recuerdos y las impresiones que surgieran en este lugar. Debo admitir que el sitio es estupendo, cerca del mar, apartado de cualquier tipo de tensiones excepto las que constantemente me inflijo a mí misma. Más que una clínica de rehabilitación, este lugar, hermoso y callado a la vez, parece un balneario. Mi cuarto, cuya ventana da al acantilado, me permite ver el menor cambio del paisaje, aunque estoy convencida de que esta clase de detalles, importantes para mí, le resultarán totalmente irrelevantes al lector de este puto diario (disculpe usted, doctor, si no intento relajarme nada saldrá de esta pluma). Jamás he llevado una bitácora de éstas, así que no sé por dónde comenzar. Tal vez deba hacerlo por el día en que, obligada por mi estado de salud, decidí internarme en este sanatorio, o quizá por el momento en que comencé a ingerir distintos tipos de sustancias alucinógenas, reemplazadas ahora por los calmantes que me suministra usted, doctor Murillo, con el fin de disminuir mis tendencias compulsivas. Lamento desilusionarlo. Si bien es cierto que aquí el consumo de drogas es prácticamente imposible, al menos las que no provienen de su recetario, usted no ha conseguido dejar fuera a la bestia. Déjeme que le explique, la compulsión no comenzó ni en el momento en que empecé a fumar mis primeros e inocentes cigarros de marihuana y tampoco en aquella época en que me resultaba imposible dejar de masturbarme, periodo que mi hermana mencionó en la entrevista y al que usted hizo referencia durante la última consulta. Se manifestó muchos años antes, con un hábito que usted ni siquiera imagina y, por lo tanto, tampoco intenta curar. Me pregunto cuánto tiempo habré de pasar en este edén de aislamiento antes de que usted comprenda el verdadero problema y que todo lo demás no constituye sino la secuela de un gesto infantil, simple y lejano, aunque no del todo inofensivo.

Tenía nueve años. Meses antes, mis padres habían anunciado su inminente divorcio —suelto el dato para complacerlo, pues sé de sobra la importancia que atribuye a este tipo de coincidencias, aunque, para serle franca, a mí me parece una superstición de psicólogo, de la misma forma en que los pintores no pasan nunca debajo de una escalera o los electricistas evitan mencionar la palabra «gato»; supongo que cada oficio tiene las suyas. Era una de esas mañanas soleadas del mes de junio en que no costaba ningún trabajo despertarse para ir a la escuela, al contrario, los minutos parecían más largos que de costumbre. Mi hermana Luisa y yo nos peinábamos frente al tocador de mi madre. Ella con sus sempiternas trenzas de niña mustia, yo con un fleco rojizo y ochentero. Indecisa sobre la ropa que debía vestir esa mañana, mi madre corría de un lado a otro de la habitación, como un insecto que busca una vía de escape y no consigue sino estrellarse contra los vidrios. En una de esas idas y venidas se le ocurrió inspeccionar el as- pecto de sus hijas. En el reflejo, su mirada reprobatoria se detuvo unos instantes sobre mi fleco. «Si te sigues peinando así», advirtió, «se te va a calzar la frente». Me levanté el pelo para verificar y constaté que mi frente se había reducido a la mitad. Al menos eso me pareció en ese momento. Hacía más de diez minutos que mi madre había termina- do de maquillarse, pero sus pinturas seguían aún sobre el tocador: el rímel abierto, la brochita del rubor fuera de su estuche y las doradas pinzas de depilar que, por algún motivo, siempre habían llamado mi atención. Las puse con cuidado entre mis dedos y comencé a quitarme los cabellos que, según yo, habían invadido mi frente. Recuerdo que arrancarlos me producía un alivio indescriptible, como si cada uno de ellos se hubiera convertido en el representante de un problema.

Esa mañana descubrí también la anatomía de un pelo. Descubrí que, además del aspecto externo que todos conocemos, existe una parte oculta y babosa que conforma la raíz. Esa parte me provocó una aversión animal. No era asco, sino más bien una suerte de odio, y también la necesidad de eliminarla cuanto antes. Lo primero que se me ocurrió fue meterme el bulbo a la boca y engullirlo. Quizás porque, como venía del interior de mi cuerpo, me parecía que lo más natural era devolverlo a ese fondo insondable del que provenía. Todo eso sucedió a gran velocidad, pero el gesto no se limitó a esa mañana. Durante el día, a pesar de que no llevaba las pinzas conmigo, repetí el procedimiento varias veces con la yema de los dedos, que en ese entonces eran torpes y carecían de la destreza que habrían de desarrollar con los años. ¿Quién habría de adivinar que ese gesto tan casual inauguraba un hábito de toda la vida? Si mi madre lo hubiera supuesto, seguramente jamás habría permitido que las pinzas cayeran en mis manos. Lo más probable es que, al advertirlo, haya pensado que se trataba de alguna de esas excentricidades pasajeras que desde entonces me caracterizaban, y que se me olvidaría al cabo de una semana. Pero, por una razón desconocida para mí, no sucedió de ese modo.

A partir de entonces, cada vez que en la escuela se presentaba alguna dificultad, cada vez que la maestra explicaba alguna regla de gramática incomprensible o que me perdía en el laberinto sin rumbo de las matemáticas, regresaba al ritual como quien se refugia en un conjuro. Era una manera de desconectarse del mundo, de dar la espalda a la vida en la que, definitivamente, yo no quería participar.

Cuando lea esto, doctor, seguramente se preguntará por qué no presento alguna marca visible de esta manía. La época de las tonsuras pasó pronto. Bastante penoso me resultaba que me vieran en acción cuando no conseguía ser discreta —a veces no me daba tiempo ni de correr al baño—, como para soportar además que me llamaran «calva» o «monje loco». De modo que aprendí a repartir muy bien los lugares donde extirpaba el pelo. Es verdad que algunas zonas resultan más agradables que otras. El placer que genera arrancar un cabello varía según la región de donde éste provenga. Hay partes mejores que otras, y de ahí el riesgo de provocar agujeros; pero, por poco que uno explore, termina descubriendo zonas de placer insospechadas. Las piernas, por ejemplo, resultan una mina inagotable para los momentos de bulimia, pero no son, ni remotamente, mi zona preferida. Hay lugares mucho más irresistibles. Entre mis favoritos está un pequeño pelo, aislado y grueso, que crece debajo del mentón. Es tanto el morbo que me produce arrancarlo que me he visto tentada a rasurarme la barbilla para ver si crecen otros de la misma categoría.

19 de octubre

Tal vez, doctor Murillo, a usted le parezca que hablar del pelo no es sino una manera de esquivar el tema de las adicciones; yo, en cambio, estoy convencida de que es éste el origen de donde procede el resto, el vicio matriz, por decirlo de algún modo. Si presta atención, verá que he cambiado de compulsiones una gran cantidad de veces: empecé a fumar cuando dejé de beber; abandoné la marihuana cuando descubrí la euforia de la cocaína, y ésta me pareció inocua al encontrar la dicha beata de los éxtasis. Sin embargo, nunca, ni siquiera en este lugar en el que nada debería preocuparme, ha pasado un día sin que yo me arranque el pelo. Ayer, sin ir más lejos, mientras intentaba decidir si debía o no hablarle de esto, caí en uno de esos momentos de trance. Al escribir las páginas anteriores, me puse a jugar con mis rizos y, cuando menos acordé, ya había caído en el gesto. Lo noté cuando pasaba la pluma sobre la hoja que aún me faltaba llenar. «Debo decírselo cuanto antes al doctor Murillo», pensé, pero algo en mí, quizás esa rebeldía antisocial que usted ha mencionado, se negaba a admitirlo. «No diré nada», contestó la otra parte de mi persona, «conservaré por lo menos este espacio de intimidad». Mientras pensaba esto, los cabellos iban cayendo sobre el cuaderno como las hojas de un otoño personal. Busqué uno apetitoso y lo tomé entre mis dedos: «Será el último», me prometí a mí misma. «Si sale con raíz se lo diré a Murillo, si no, seguiré con la batalla silenciosa». Tiré con fuerza del pelo y miré el resultado: la raíz era enorme pero las consecuencias me parecían insoportables, de modo que decidí intentarlo de nuevo. Me tomó un tiempo encontrar otro ejemplar tan atractivo. Mi brazo se estaba cansando de buscar. Cuando al fin apareció, repetí el gesto mecánicamente, pero en esta ocasión no había bulbo en la punta. El cabello era un hilo continuo.

«Dos de tres», me dije, «la tercera será la vencida». La siguiente vez volvió a salir raíz, aunque mucho menor que la primera.

Creo que me detuve solamente porque el brazo me dolía de tanto permanecer en lo que mis hermanos llamaban «la posición de simio». En mi ventana la tarde estaba cayendo y fue así como comprendí que llevaba muchas horas intentando decidirme. También mis hombros y el cuello estaban tensos y adoloridos. Reuní los cabellos que había sobre la mesa y los guardé en el cajón del escritorio.

22 de octubre

Vuelvo al diario con una sensación de vergüenza. A pesar de mi resolución no conseguí mencionar el asunto esta mañana. Debo decir, doctor, que usted no dejó ningún espacio para ello. Tendré que hacerlo tarde o temprano pues, del mismo modo en que usted se aferra a sus conclusiones de científico, yo me he impuesto la regla de no contradecir jamás el oráculo del cabello.

Comparte este texto: