Balcón de privilegio / Tununa Mercado

    
Es la caravana del circo con sonidos de tromba y tambores. Viene por Viamonte y va a doblar por nuestra calle. No es un circo de segunda como el que suele instalarse desde hace algunas temporadas en el baldío de enfrente, con cuatro monos, una trapecista, un payaso y un mago que invita a un chico en cada función a subir al escenario y, mediante unos pases, le hace poner un huevo, sino el Gran Circo Norteamericano, en gira desde Buenos Aires por varias ciudades hasta llegar a Córdoba. Un circo de verdad, así dicen y así parece porque se escucha un bramido todavía distante de fieras y coro de voces anticipatorias, luego, alternadamente, el ulular del asombro. Las veredas están llenas de gente que ahora grita «¡Ya vienen!», conteniendo la ansiedad, dispuesta a no perderse nada después de largas horas de espera. El desfile recorre ese primer día, mientras se asientan las carpas junto al río, un trayecto por todo el barrio General Paz hasta San Vicente, con animales en jaulas rodantes, artistas del equilibrio y del malabar, monos aulladores que contorsionan.
     Va a pasar el elefante, solo, por el medio de la calle frente al balcón que ocupamos varios chicos de la cuadra, apretujados, expectante la mirada desde lo alto. Las veredas abarrotadas de vecinos, en puntas de pie los de más atrás, en primera fila los que llegaron desde temprano. El tiempo comprime su transcurrir, parece quedarse en una pausa y luego cede, dejando que el animal finalmente aparezca para iniciar su derrotero desde la curva laxa de la esquina, sin medir sus pasos, ni contener la oscilación de su trompa, meciéndose con la lentitud que le dicta su peso y le impone su masa. El niño flaco y el alto, la niña gorda y la enjuta, todos, brazo contra brazo, los cuerpos muy juntos en ese «palco» improvisado en la única casa de dos pisos con balcón a la calle, percibiendo el temblor mutuo, las respiraciones, el silencio que impone la música de ese acontecer en movimiento. Está por llegar, ya llega, tarda, se detiene, está frente a nosotros, levanta su cabeza, ligeramente la gira y nos mira con su ojo de párpado rugoso. Se detiene un instante y todavía un instante más, severa su mirada que la nuestra devuelve sin creer lo que está viendo. Un entrenador lo insta a seguir, azuzando levemente sus ancas con una fusta delgada y larga. Otro más se adelanta para guiarlo hacia un presunto sur, es decir hacia el Bajo de los Perros y San Vicente, destino que tendrá el gran cortejo, pero el elefante se ha quedado quieto, levanta la trompa hacia el balcón y barrita frente a nosotros un solo sostenido que desgarra el fondo. Se diría un saxo grave que irrumpe sin ton ni son comprometiendo la unidad del conjunto. Es a a quien mira, dice Daniel, que tiene nombre, singularizado como persona, se diría como personaje, si esto dejara de ser una estampa callejera y quisiera tener un protagonista en esa jornada. Hace tres días que merodea el terreno junto al río, congraciándose con los artistas, y en especial con ese hombrecito que ahora pica más fuertemente el flanco del animal para retomar la marcha. Estos días le acaricié la trompa, dice, envanecido. Es el único en el barrio que ha tenido el coraje de entrar al Bajo de los Perros, una ranchería muy poblada al borde de la barranca, de pobreza lisa y llana, con fama de albergar seres de avería, y otras aves, la gallina sin cabeza que se aparece en las noches de invierno, la sangre coagulada en el cogote. Lugar vedado para niños y más aún para las niñas de ese balcón privilegiado. Hacia allá irá ese séquito colorido que ha inaugurado el elefante cuya marcha acompasa un pífano en medio de la fanfarria.
     Otras figuras, altas, estilizadas, que trastabillan sobre sus monociclos y recuperan reiteradas veces su equilibrio para saludar, quiebran por momentos la estridencia y dan lugar a un súbito redoblar de tambores y al sonido de un trombón después de cada proeza. Los payasos hacen su número frente al balcón, siguiendo el modelo del elefante; muchos se apiñan en esa vereda para tratar de ver más de cerca la progresión de las escenas que se suceden. Abajo hay frustración, el malestar sólo se disimula cuando el circo da lugar a una nueva secuencia. ¿Por qué se detienen? Un balcón suspendido atrae a la troupe más que ese público diverso, como si el veredicto de esos chicos asegurara un triunfo. A la «arena» llegan los malabaristas: violan la gravedad manteniendo en giros perfectos la velocidad, formando corolas de flores; el círculo no cesa hacia los costados y hacia lo alto, clavas que parecen ingrávidas se cruzan y zigzaguean hasta detenerse en un punto. Verán pasar a la mujer barbuda con traje de lentejuelas que brillan al sol, rojo sobre blanco, sentada en una silla señorial sobre una plataforma tirada por dos ponis, arrojando saludos a diestra y siniestra, la barba y los bigotes negros y espesos y la cabellera sobre los hombros. Su carro triunfal está asentado sobre llantas, no trepida, como si los caballitos fueran alados. La carroza de los trapecistas, el hombre bala y la moto que subirá por las paredes de la carpa, avanza discreta para no gastar la bravura de sus números. Monos chistosos haciendo maromas y lanzando aullidos sin motivo. Una écuyère en silla de dama se para en un pie sobre el caballo de tanto en tanto, ahorrando su desafío. Ha pasado el león que ruge, indiferente al gabinete de elegidos que están en el balcón; un domador los acompaña al frente y afuera de la jaula rodante, como mascarón de proa, los arietes en mano por si se necesitase domar o contener. La tarde no languidece, tampoco los espectadores. Sin embargo, la emoción tiende a ser más parca. Hasta que aparece el altar sacrificial de la mujer expuesta a los cuchillos de un amo vestido todo de blanco, como suele vestirse la muerte. Hay griterío, se supone que no acertará sus tiros, que irá clavando un cuchillo tras otro rodeando el contorno del cuerpo sin error, sabiendo que no se trata de un juego de niños. El peligro está en el corazón del circo, late con él. Nada preserva a la mujer, no hay una red que evite una punta de cuchillo sobre la carne, lo único que la salva es la maestría de la mano que lo lanza.
     Todo parece haber terminado. Como cuando deja de vibrar un instrumento. Ya no hay más, dice el boca a boca en ese tramo del desfile. Un tipo de sones se escuchan ya lejos, otros han quedado en la cercanía, todavía no desprendidos de la escena que acompañaban. Un desconcierto triste se instala en el balcón. Nadie se mueve. Daniel, el niño intrépido, ha tenido la recompensa de la pupila y el párpado rugoso del elefante. Dicen que la caravana volverá por la otra margen del río, si ése fuera un río con cauce y riberas, hasta llegar al puente Sarmiento, el punto de partida. De pronto, nuevas voces se oyen hacia el norte: se descompasó la marcha o se quiso pautar un nuevo hito entre los episodios cruciales de la presentación. Nadie respira en el balcón, los oídos alerta con la esperanza de que todo recomience; un nuevo redoblar, aplausos que no se cierran. La algarabía y el estupor regocijado de la calle vuelven.
     Avanza a paso de hombre, rodilla que quiebra y pie que se adelanta, brazos al compás desganado de un cuerpo que va de derecha a izquierda con elegancia y una cabeza que arrastra su cabellera de un hombro al otro en el aire quieto del atardecer. Es el Gigante Camacho, con un andar elástico, mirando en redondo, independizado su paso del conjunto, como si lo meciera un tiempo lento del altiplano. Es moreno y aindiado, en la cintura lleva una faja boliviana y un chaleco corto. Sus pantalones se ciñen en la botamanga y sus pies llevan escarpines de cuero para gigantes. Se detiene justo frente al balcón, con holgura, observa una araucaria en el jardín vecino y, como si no tuviera en cuenta la marcha que lo espera, le calcula los años —Treinta, dice, un círculo de ramas por año— y se adelanta. Nunca podrá ser jardinero ni rastrear madrigueras, por eso le gustan los árboles crecidos cuya copa puede tocar como si acariciara una mata. Los niños están inmóviles, las banderitas del circo tiesas, a la altura del mentón lampiño del gigante, de sus orejas con leve acromegalia. En el medio, una chica que no sobrepasa la media del conjunto, extiende hacia él con audacia su mano derecha. Manuel Camacho adelanta la suya y se la estrecha un instante mirándola a los ojos. Hay redoble y el trombón, que permanecía en silencio, comienza a sonar un aire melancólico. Las manos se separan y él sigue su camino.
    

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