(Huitzuco, 1988). Escribe en el Mercurio Volante de Hipócrita Lector y en SciDev.Net. Es fact-checker en Pictoline, así como guionista de podcast y televisión.
En ciencia no existe un instructivo universal. Algunos dirían que el método científico juega ese papel, inclusive hace no mucho tiempo se enseñaba con demasiado ahínco en salones de clase de todos los niveles, desde secundaria hasta licenciatura.
Yo, por ejemplo, aún recuerdo haberme devanado los sesos durante los exámenes para dilucidar el paso inicial de una investigación: ¿tener una pregunta?, ¿observar algo, lo que fuera, en la naturaleza?, ¿plantear una hipótesis?
Veía el cuestionamiento tan difícil de resolvercomo la famosa y antigua paradoja de qué fue primero, el huevo o la gallina; las opciones de respuesta me parecían francamente intercambiables, y sentía que no era para nada descabellado saltarme las tres tomando un atajo hacia la experimentación.
Se trata, pues, de un concepto rancio. Fue vigente, más o menos, de 1590 —cuando la decisión de Galileo Galilei[1] de respaldar sus ideas con evidencia empírica marcó el comienzo de la ciencia occidental moderna— a 1859 —, fecha[2] en la que Charles Darwin revolucionó la comprensión de todo lo vivo con su teoría de la evolución.
El médico y divulgador científico Ruy Pérez Tamayo decía que a partir de ese segundo momento, el campo total de la ciencia se volvió tan complejo y heterogéneo que ya no fue posible identificar un método común.
Los eruditos se dieron cuenta de que no todos los fenómenos naturales eran reducibles a expresiones matemáticas, que ciertos aspectos de la realidad simplemente no eran analizables de forma experimental, y que no todas las hipótesis válidas podían constatarse. Pérez Tamayo detalló el cambio así:
[…] al determinismo y mecanicismo que prevalecieron en la física y la astronomía de los siglos xvi a xix deben agregarse ahora los procesos estocásticos, la pluralidad de causas, la organización jerárquica de gran parte de la naturaleza, la emergencia de propiedades no anticipables en sistemas complejos, y otros aspectos más derivados no sólo de las ciencias biológicas, sino también de las sociales, como la economía, la política y la historia.[3]
Pero tales manifestaciones de la búsqueda de conocimiento no dejan de tener un ingrediente compartido, el azar —la sal de la ciencia.
Como periodista y divulgadora, he podido sumergirme en los más diversos temas de ciencia: desde la obtención de un condensado de Bose-Einstein (también llamado quinto estado de la materia) en un laboratorio de gases ultrafríos, pasando por las implicaciones de salud que supone nacer por cesárea o por parto natural, hasta el funcionamiento de ChatGPT que, dicho sea de paso, ni es inteligente ni significa una amenaza para los escritores (todavía).
Me he escabullido entre sofisticados instrumentos que hacen mediciones de todo tipo, he visto a un palmo de distancia una pequeña fábrica de órganos artificiales y he acompañado a los estudiosos «de bota» a explorar bosques y cuevas. En todas estas aventuras el azar ha sido nuestro eterno compañero.
Fuente de saber
Una de las facetas más benignas del azar en ciencia es cuando se presenta como serendipia. La rae define este término como un «hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual». El descubrimiento de la penicilina[4] —en 1929 por Alexander Fleming— y el de la radiactividad[5] —en 1896 por Antoine Henri Becquerel— son dos muestras icónicas de serendipia. Sin embargo, mi caso favorito es el de Marguerite Perey y su encuentro con el francio.[6]
Marguerite era una técnica laboratorista que en 1929 (curiosamente el mismo año en que Fleming reportó su hazaña) fue contratada en el laboratorio de Marie Curie para aislar actinio, un elemento radiactivo por el que los científicos de la época sentían un particular furor. A Perey le entregaron diez toneladas de un mineral que contenía sólo un par de miligramos de la preciada sustancia; concluir la tarea le tomó casi una década.
Muy cerca de la Navidad de 1938, aquello que había terminado de purificar llamó su atención. Esa pizca de materia irradiaba una energía esperada, la del actinio, pero Marguerite notó, además, una «huella» radiactiva que no coincidía con nada conocido.
Ella sabía sobre el Sistema Tentativo de los Elementos (un ancestro directo de la actual tabla periódica) publicado por Dmitri Mendeléyev setenta años antes. Allí el químico ruso ordenó por peso atómico los elementos descubiertos y pronosticó la existencia de otros dejando espacios en blanco. Uno de esos sitios le correspondía al elemento ochenta y siete, que, según la teoría, debía ser un metal con propiedades alcalinas ubicado en el grupo uno, justo después del Cesio.
Aplicando las leyes de la química, Perey dedujo cómo apartarlo: lo hizo reaccionar con una sal et voilà, ahí estaba el escurridizo elemento con la radiactividad que antes le pareció extraña. El azar facilitó un cruce afortunado, pero las habilidades analíticas de Marguerite y su espíritu científico —forjado a base de palear, moler, mezclar y separar, una y otra vez— lo convirtieron en hito y saber.
Un socio inesperado
Si pensamos en los científicos como observadores de la realidad, entonces podríamos asumir que lo que les conviene es mirar la imagen más nítida disponible. Su trabajo equivale a sintonizar un canal en una radio o televisión de los hogares de antaño, evitando la interferencia. El azar es semejante a ese ruido y puede impedir o echar a perder toda clase de estudios. En palabras de Claude E. Shannon:
Si el canal es ruidoso, generalmente no es posible reconstruir con certeza el mensaje original o la señal transmitida mediante ninguna operación en la señal recibida. Sin embargo, existen formas de transmitir la información que son óptimas para combatir el ruido.[7]
Los investigadores emplean uno y mil trucos para esquivar el azar. Implementan protocolos con grupos control, silencian las variables más escandalosas, potencian aquellas que apenas se escuchan, y acomodan con precisión micrométrica las condiciones de sus experimentos. Todo ello para asegurarse de que eso que están viendo es producto de su variable de interés y no del fastidioso azar.
En su esfuerzo por domar a la fiera, han conseguido sacarle ventaja como herramienta. Por ejemplo, cuando llega el momento de evaluar la eficacia de una vacuna,[8] los científicos diseñan ensayos clínicos aleatorizados. Éstos consisten, a grandes rasgos, en reclutar a muchos voluntarios para administrarles un placebo (o sea, una sustancia sin efecto), o bien la vacuna.
Quién recibe qué cosa es un volado doble ciego. Es decir, el voluntario desconoce si lo que le están poniendo es la vacuna o el placebo, y la persona que lo inocula tampoco sabe qué es lo que está aplicando. La asignación depende enteramente del azar.
Luego, los participantes del estudio salen a hacer su vida normal y, eventualmente, se exponen a la enfermedad. Al cabo de un tiempo, vuelven para informar a los científicos. Ahí se revela qué fue lo que le tocó a cada quien. Si los que recibieron la vacuna no enfermaron o lo hicieron en menor proporción, entonces los científicos pueden atribuirlo a la inmunización sin temor a equivocarse.
Hoy día, los ensayos clínicos aleatorizados constituyen la máxima prueba para el uso de una sustancia con fines médicos, y es su naturaleza azarosa lo que brinda certeza y confianza.
Somos azar
El azar en ciencia es también un objeto de estudio. Empezó a ser analizado de manera formal en torno al siglo xvii, un surgimiento que Alejandro Gázquez[9] juzga tardío y que asocia con el abandono de la Edad Media. «El azar perdió su carácter divino y predeterminado», dice Gázquez, «lo que favoreció que los científicos se acercaran a él».
Así nacieron la probabilidad —una medida de qué tan posible es que ocurra un evento— y la estadística —ciencia que se encarga de los datos—. Ambas son utilizadas para averiguar si un fenómeno es por completo aleatorio o sigue cierta ley, desde el comportamiento de una partícula subatómica, pasando por la trayectoria de un cuerpo celeste, hasta la distribución de una población.
Yo diría que la respuesta es un poco de los dos: regularidad y azar, al menos en lo que a la materia viva concierne. Cada ser que ha pisado la faz de este planeta es resultado de mutaciones genéticas al azar que garantizaron su supervivencia o lo condenaron a la extinción por selección natural.
Quien escribe fue alguna vez un espermatozoide que con algo de suerte y pericia consiguió fecundar un óvulo. Treinta y cuatro años después aquí está, culminando un texto que emergió por azar.
[1] Galileo Galilei, Stanford Encyclopedia of Philosophy, https://stanford.io/3z6WWZM
[2] El 24 de noviembre de 1859 Darwin publicó On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life.
[3] Ruy Pérez Tamayo, ¿Existe el método científico? (3ra edición), Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 263.
[4] Alexander Fleming, «Penicillin», British Medical Journal, 1941: 386, https://bit.ly/3TK0kn0
[5] A. Allisy, «Henri Becquerel: The Discovery of Radioactivity», Radiation Protection Dosimetry, vol. 68, núm. 1-2, 1 de noviembre de 1996, pp. 3–10, https://bit.ly/3lRfmL7
[6] Jean-Pierre Adloff y George B. Kauffman, «Marguerite Perey (1909–1975): A Personal Retrospective Tribute on the 30th Anniversary of Her Death», Chem. Educator, núm. 10, 2005, pp. 378–386. https://www.perey.org/genealogy/MP%201.pdf
[7] Claude E. Shannon, «A mathematical theory of communication», The Bell System Technical Journal, vol. 27, núm. 3, julio de 1948, pp. 379 – 423, https://ieeexplore.ieee.org/abstract/document/6773024
[8] Carl Zimmer, «Two Companies Say Their Vaccines Are 95% Effective. What Does That Mean?», 4 de diciembre de 2020, The New York Times, https://www.nytimes.com/2020/11/20/health/covid-vaccine-95-effective.html
[9] Alejandro Gázquez, «¡Tira los dados! Así se empezó a estudiar el azar», La Vanguardia, 15 de diciembre de 2020, https://bit.ly/40iqYWt