Autobiografía ficticia / Dayana Stephania Hinojosa Piña

Preparatoria de Tonalá

Azul, 1960, Texas. Naciste bajo el sol ardiente, en el término del anochecer y el comienzo de un nuevo amanecer, entre unos brazos metaleros y un pecho hippie. Tu respirar era impreciso, tu rostro era diferente, con una peculiaridad: no era terso, mucho menos suave, era meramente fatal, algo andaba mal.
    Viviste toda tu infancia entre burlas, con personas que no hacen nada más que criticar, y aquellas pastillas que tenías que tomar diariamente por tu enfermedad, en ese vecindario donde sólo predominaban las casas de cuatro ruedas, con una madre apasionada por la paz y un padre maniático, enamorado de la bebida, su motocicleta y la diversidad. Pero a pesar de todo, de los desplantes que te rodeaban, de las carencias, por  más difícil que parezca, eras feliz, tenías fe: en ti, en la vida, en tu música y en lo que vendría.         Además, tenías amor, no sólo el propio y el de tu madre, también el de la esa persona que vivía en la casa de al lato y que te quería tal y como eras, que te alentaba, que creía en ti y te decía que tus sueños se cumplirían algún día: viajarías, expresarías con tus canciones lo que siempre habías sentido, tendrías un público que te escucharía y observaría y por lo menos una vez saldrías de ese par de kilómetros que conformaban tu pequeña ciudad.
    Pero pasó el tiempo, creciste, ya no eras pequeño, te estabas convirtiendo en un adulto. A los 18 años, por fin estabas terminando una etapa de tu vida, deseabas volar.
    Cierto día, al terminar las clases, llegaste a tu casa; se encontraba en silencio, lo que era extraño, tu madre siempre hablaba mucho. Caminaste y, de repente, tropezaste con sus piernas. Ella ya no tenía pulso, no respiraba, moretes invadían su cuerpo, y allí estaba tu padre, ebrio, como ya era costumbre. Se había excedido, sus golpes le habían quitado la vida a una de las personas que más amabas. Él se encontraba tan relajado… dormido, como si nada hubiese ocurrido. La ira, la tristeza y el odio te invadían, tomaste un objeto que se encontraba en el buró —era pesado—, te acercaste hasta donde se encontraba tu padre y lo golpeaste con aquello que llevabas en tus manos. Empezó a correr por su rostro ese líquido rojo, así que cogiste tu guitarra, el dinero que tenías oculto bajo la cama y las llaves de la motocicleta que tu padre tanto adoraba. Condujiste durante horas, sin ningún destino planeado, sólo sintiendo la brisa en tu cara, sin ningún remordimiento, sino con un gran alivio. Pero al fin la motocicleta se detuvo: la gasolina se le había agotado.
    Te dirigiste al establecimiento más cercano, cargaste de nuevo el tanque y aprovechaste para descansar en el hotel que se encontraba enfrente. Dormiste lo suficiente, pero a pesar de ello no se iba la pesadez de tu cuerpo; lo sabías, era arraigo de tu enfermedad, nunca recibiste el tratamiento adecuado, ya no te quedaba mucho tiempo.
    Querías regresar a tu hogar, no por tus padres, sino por esa persona, de la cual no te despediste, a la cual nunca la dijiste “Te amo”. Porque siempre hay alguien que nos hace volver. El propósito de esta vida es hacer lo que deseamos, a eso venimos al mundo, hay que cumplir nuestros sueños, y qué pasaría si murieras en ese preciso instante: habrías vivido en vano.
    Así que de nuevo tomaste tu guitarra y te dirigiste al lugar de donde provenía la música que lograba escucharse hasta la habitación del hotel en que te hospedabas; entraste al lugar, era el momento intermedio del espectáculo; te acercaste al escenario, lo hiciste tuyo y tocaste una de tus canciones; todos los presentes te observaban, tal vez por tu apariencia física o por la manera en que te colaste al espectáculo, pero por fin una vez en tu vida sentiste que en verdad sus miradas no iban dirigidas a tu rostro sino a tu música.
    De la misma forma en que te escabulliste para cantar en el escenario te esfumaste de éste. Te percataste de que por más simple que pareciera habías realizado lo que anhelaste. Te marchaste de nuevo a casa, te encaminaste hacia la puerta de quien amabas, pero tu cuerpo ya no podía sostenerse, cada paso se hacía más pesado y el camino a tu destino parecía tan largo. Por fin, frente a la puerta, tocaste con delicadeza puesto que no poseías fuerza, te desvanecías, tus ojos ya no querían mantenerse abiertos.
    Giré la perilla, se abrió la puerta y se cerraron tus ojos.

 

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