Constructor de sí mismo
Una mente curiosa y de múltiples aristas. Un hombre atraído por innumerables cosas. Un hacedor de objetos que posee la finura y la precisión de un miniaturista. Un enamorado que imanta de pasión lo que toca. Un escritor que aborda los géneros y los metamorfosea para crear el género varia invención. Un moralista de mirada irónica que, desde la ficción, hace una de las críticas más devastadoras a la condición apocalíptica del hombre. Un espíritu obsedido por lo absoluto, que supo tejerlo con delicadeza en la textura del texto y, así, elevó su literatura a la región de lo imposible. Un autodidacto que dictaba cátedra en las aulas universitarias. Un conversador que hipnotizaba a su auditorio gracias a su vasta cultura, a su memoria prodigiosa y a la articulación precisa de las cláusulas sintácticas. Un escritor cuyos talento y generosidad para transmitir sus conocimientos le permitieron formar a varias generaciones de escritores. Hablo de Juan José Arreola, un hombre múltiple, transido por la pasión, en continua búsqueda de su propio ser y en constante construcción de sí mismo.
Escritor imposible
Arreola pertenece a una estirpe de escritores que, en su creación, aspiran a lo absoluto. Son escritores imposibles porque, a diferencia de los posibles, cumplen su destino de poetas como si fuera una condena. Conciben la vida y la poesía como una sola expresión de ser y padecen la desgarradura que se abre entre ambas debido a las necesidades que exige la prosa del mundo. Tensan el lenguaje hasta el límite de sus capacidades semántica, fónica, sintáctica y plástica. Pulsan la poesía incluso desde la prosa y, aunque no hayan hecho versos, no se les puede negar el título de poetas. Realizan una obra breve, a veces fragmentaria, a veces inconclusa, pero siempre signada por la perfección, la belleza y la orfandad. Logran que el silencio resuene en las palabras y que las palabras mismas sean una forma de silencio. Cifran una visión que antes de ellos parecía imposible, pues poseen eso que —a falta de mejores palabras— he llamado intrepidez espiritual. Y en algún momento de la vida renuncian a la literatura, pues, al tocar las cuerdas del silencio desde el lenguaje, el silencio a su vez se les impone como un muro o un vacío infranqueables. Éstas son algunas características que los definen. En la tradición mexicana, José Gorostiza, Juan Rulfo y Arreola pertenecen a esta estirpe que trata de arrancarle un relámpago a la noche. Su misión es poner una cosa inédita en el mundo: decidir la tradición lírica templando las cuerdas de esa misma tradición y de tradiciones otras cuyas propuestas pudieran nutrirla e incluso renovarla.
Desde la médula de su poesía, algunos escritores hacen que las palabras desemboquen en el silencio y, en ese mismo movimiento, el silencio resuena en las palabras hasta que se impone como una imposibilidad creadora para el poeta. Esto explica que hayan dejado de escribir en la plenitud de su actividad creadora y que, al morir, Gorostiza, Rulfo y Arreola llevaran alrededor de treinta años sin escribir literatura. Sigmund Méndez refiere juicios similares en La escuela mexicana del silencio. Ensayos de metapoética (2012), donde, además de incluir a los escritores que he mencionado, agrega a Díaz Dufoo hijo, Julio Torri y Alí Chumacero. Méndez nos muestra que en la lírica mexicana hay una estirpe de escritores cuya poesía los hizo cruzar el límite donde las palabras coinciden con el silencio y donde su condición de escritores queda suspendida porque la escritura se les impone como una imposibilidad.
Inventor del género varia invención
Gran lector de poesía, enamorado de las formas cerradas y estables, y degustador de la música de la lengua en los versos perfectos, Arreola prefirió el soneto y la décima para escribir poemas, pues le permitían labrar el objeto verbal de acuerdo con su talante de artesano, de miniaturista y orfebre apasionado por los acabados elegantes. Dio la espalda a la vertiginosa metamorfosis formal de la poesía del siglo xx; pero si fue indiferente a la condición crítica de la poesía moderna a la hora de versificar, en la prosa, en cambio, asimiló algunas de las propuestas más radicales de las vanguardias literarias y realizó prosas que establecían nuevas fronteras formales, pues estaban escritas a caballo entre el cuento, el poema, la epístola, el ensayo de ficción, la crónica, la biografía, la entrevista, el diario, la receta culinaria, el epitafio, el bestiario, la reseña literaria, el anuncio comercial, la hagiografía y otros géneros y subgéneros. Las versiones definitivas de Varia invención, Confabulario, Bestiario, La feria y Palindroma, publicadas por la editorial Joaquín Mortiz entre 1971 y 1972, son su jugada maestra en el ajedrez de la literatura. No pocos textos de las obras citadas han sido analizados como cuentos, pero son, en su mayoría, poemas en prosa que pueden ser leídos también como cuentos, biografías imaginarias, epitafios, bestiarios, etcétera. En cada poema en prosa convergen géneros literarios y paraliterarios, y recursos como el humor, la paráfrasis, la reticencia, la literalidad, la cita, la ambigüedad de alta tensión, la intertextualidad, la parodia, la escritura en segundo grado, la fragmentariedad, la elisión y muchos recursos más de sus estrategias narrativas. Este mestizaje formal y esa manera de pulsar la prosa lo llevan a inaugurar el género varia invención: textos de fronteras genéricas convergentes, híbridos debido a la hipertextualidad que subyace en ellos a modo de palimpsesto y lúdicos en los bordes de su negavitidad intrínseca. En su prosa de ficción, Arreola fue un poeta de vanguardia.
La pulsión proteica
Antonio Alatorre escribe que el adjetivo «entusiasta» es el que mejor define a Juan José: «Ese Arreola que me cayoÌ del cielo chorreaba entusiasmo». Ambos se conocen en la ciudad de Guadalajara durante el verano de 1944, cuando Arreola era jefe de circulación de El Occidental y Alatorre colaborador externo del mismo periódico. De inmediato se inicia una amistad cohesionada por la literatura y por intereses intelectuales comunes. En junio de 1945 editan la revista Pan, y hacia mayo de 1946, cuando Juan José vuelve a nuestro país después de incursionar en la Comédie Française, los vemos laborar —instalados ahora en la Ciudad de México— en el Fondo de Cultura Económica como correctores de pruebas, editores y traductores. En esos años decisivos y fulgurantes, la actividad editorial y teatral de Arreola es intensa pero también lo es su tarea de escritor, iniciada en 1941, cuando escribe el cuento «Hizo el bien mientras vivió», y que se formaliza en noviembre de 1946, cuando se publica su primer libro: Gunther Stapenhorst, que incluye dos cuentos: el que da título al libro y «El fraude».
Refiero estos años porque son decisivos para él: renuncia a ser hombre de teatro, descubre su vocación de editor y maestro («Arreola fue mi maestro», escribió Alatorre) y se decide por la literatura. En poco tiempo se establece como un autor definitivo: el Fondo de Cultura Económica le publica Varia invención en 1949 y Confabulario en 1952, libros que —y en esto coincido con Lauro Zavala— inauguran el cuento moderno en la literatura mexicana. De manera simultánea, en 1950 inaugura su primera editorial: Los Presentes.
Arreola se desdobla sobre sí mismo y crea una personalidad de rostros diversos. En un prefacio autobiográfico publicado por vez primera en el Confabulario de 1966 —titulado «De memoria y olvido» en las siguentes ediciones— refiere un puñado de oficios y empleos que le habían permitido sobrevivir desde la adolescencia. Sin embargo, el devenir laboral del autor de La feria es rico y heterogéneo, pues por necesidad, curiosidad y vocación, fue encuadernador, impresor, tepachero, panadero, carpintero, vendedor ambulante, empleado de banco, granjero; recitador oficial en su pueblo, actor, locutor de radio, figura de televisión, conferenciante; periodista, editor de sección de periódico, columnista, corrector de estilo, editor, traductor, inventor de revistas (Eos, Pan, Mester), creador de editoriales (Los Presentes, Cuadernos del Unicornio, Libros del Unicornio, Ediciones de Mester); poeta, cuentista, dramaturgo, novelista, ensayista; jugador de ping-pong, ciclista, pintor, ajedrecista, promotor de torneos de ajedrez; creador de talleres literarios, profesor de teatro y literatura, funcionario universitario y escritor formador de escritores. Cuando nos asomamos a su biografía y descubrimos las múltiples caras de su vida, su pulsión proteica, comprendemos que, en efecto, era El Entusiasta. Hoy podemos adivinar su curiosidad, su júbilo emprendedor y su vitalidad creadora cuando vemos los documentales y programas de televisión que realizaría muchos años después: su discurso —apoyado por un lenguaje corporal categórico— está acentuado por la pasión, pasión en su doble sentido: agónico y de entrega, pues en él vemos de manera simultánea a un hombre atormentado y a un entusiasta vehemente.
Al margen del teatro
Cuando hablo de su renuncia a ser hombre de teatro, me refiero a que no se dedicó de manera definitiva a ser actor, dramaturgo o director. La juventud de Arreola estaba penetrada por el teatro y parecía que su destino estaba en las tablas. El primero de enero de 1937, a los dieciocho años, llega solo a la Ciudad de México para estudiar teatro e ingresa de golpe a la primera línea: sus maestros serán Fernando Wagner, Xavier Villaurrutia y Rodolfo Usigli; luego trabajará en la compañía del Teatro de Medianoche de Usigli y, cuando ésta quiebra, decide olvidarse del mundo teatral. El 8 de agosto de 1940 regresa a Zapotlán con un gran resentimiento, pues además salía de una relación amorosa muy conflictiva. En esa ocasión decide renunciar al teatro. Sin embargo, cuando llega la Comédie Française a Guadalajara en junio de 1944, hace revivir en él su pasión por las tablas y logra entrevistarse con Louis Jouvet. Producto de esta entrevista es la invitación del director de la compañía a estudiar teatro en París, hecho que sucedió entre noviembre de 1945 y abril de 1946, mes en que regresa debido a sus problemas de salud, agravados por el invierno y la escasez de alimentos en la Francia de la posguerra. Esta situación lo decide a no dedicar su vida al teatro, no obstante que en los años siguientes dará clases de arte dramático, actuará esporádicamente en escenarios y locaciones de cine, escribirá dos obras dramáticas: La hora de todos. Juguete cómico en un acto (1954) y Tercera llamada ¡tercera! O empezamos sin usted (Farsa de circo, en un acto) (1971), e iniciará la aventura teatral de Poesía en Voz Alta en 1956.
Arreola actúa el papel de Arreola
Su formación actoral, primero como recitador desde la infancia y luego en la Escuela de Teatro de Bellas Artes, se manifestará de diversas formas en su vida y su literatura. A partir de 1950 se volvió personaje de sí mismo y muchas veces Arreola actuaba el papel de Arreola, muy evidente cuando se volvió protagonista en los medios. El desprecio de no pocos intelectuales por el contenido fútil y mendaz de los medios masivos de información propició que algunos lectores y críticos percibieran cierta frivolidad en el escritor, hecho que afectó la recepción de su obra literaria, pues deslizaron hacia los textos lo que erróneamente percibían en Juan José.
Debo precisar, sin embargo, que el personaje Arreola es idéntico al hombre Arreola, pues logró fusionarse consigo mismo: su autenticidad nacía de la conciencia de haberse construido una identidad. En cierto punto de la vida, nos hemos inventado y somos personajes de nosotros mismos, pero casi nunca lo descubrimos porque no hemos sido conscientes de esa invención, actuamos nuestro personaje sin saberlo y, como el personaje de Julio Torri que era mal actor de sus emociones, somos malos actores de nosotros mismos y de nuestra vida. Pero Juan José no sólo era buen actor de sí mismo sino de sus emociones —que eran intensas y a veces tormentosas al grado de parecer inverosímiles—, y esto, aunado a su imagen mediática, quizás provocó que su obra quedara ligeramente eclipsada. En realidad, y pese a la actitud despectiva de algunos intelectuales, la presencia poderosa de la obra arreolina se había impuesto desde la década de 1950 y, para cuando se convirtió en figura de televisión (a partir de 1970), había ya contribuido a transformar de manera decisiva la literatura mexicana y varias generaciones de escritores se habían formado al amparo de la varia invención y de la confabulación.
La obra permanece porque cada generación de lectores redescubre con asombro a un autor excepcional; y cada generación de críticos y traductores muestra la riqueza, la complejidad, la singularidad y la trascendencia de la invención arreolina. Basta asomarse a las ediciones anuales, sean en español o en otras lenguas, para constatar su presencia perdurable en el horizonte de la literatura.
Un espíritu confesional
La actuación lleva implícita la presencia de un escenario, un público y un guion. Esta estructura estaba en la conciencia íntima de Arreola, pues la proyectó en gran parte de sus textos. De algún modo, él se proyectaba en esos personajes ficticios que actuaban un papel en la plaza pública, la estación del tren, la calle, el autobús, la biblioteca o el cine; incluso la alcoba y otros espacios cerrados están concebidos como escenarios donde se adivina la presencia de un espectador, incluido el lector mismo. En este sentido es revelador el epígrafe del Confabulario (palabra donde anidan los verbos fabular y confabular): «…mudo espío, / mientras alguien voraz a mí me observa». Si consideramos los Confabularios que se publicaron desde 1952 con variable contenido pero idéntico epígrafe, diremos que la trama de los textos, en esta perspectiva, plantea un conflicto tremendo y reversible entre actores y espectadores cuya conclusión sólo podría ser la sentencia de Garcin en A puerta cerrada de Sartre: «el infierno son los otros». El cuento «Parturient montes», que apareció al frente de Confabulario desde la edición de 1955, es representativo tanto de la situación intolerable entre el actor y su público como de la estructura diegética de muchos de sus textos.
De manera velada, Arreola proyectaba su temperamento confesional en diversos personajes, pues el tono y el contenido de muchos parlamentos tienen el carácter de una confesión pública. En varias ocasiones afirmó que toda su obra era una inmensa confesión y él mismo, estuviera en las aulas universitarias o ante las cámaras de televisión, exhibía ante el público su alma contrita. «Pertenezco al orden de los confesionales, de los agustines, de los villones y de los montaignes en miniatura que no acaban de morirse si no cuentan bien a bien lo que les pasa: que están en el mundo y que sienten el terror de irse sin entenderlo y sin entenderse», le dice a Emmanuel Carballo en una entrevista. En su estructura psíquica de cristiano católico, un continuo sentimiento de culpa lo impelía a realizar un examen de conciencia y éste lo obligaba a buscar una suerte de perdón mediante el relato de sus faltas. Y como he señalado, esta estructura de comportamiento se proyectó en la dinámica actancial de sus textos: Arreola revelaba su ser tanto en la actuación confesional como, de manera paralela y sublimada, en la confesión actuada de sus personajes.
La concepción trágica del mundo
Arreola era un hombre de contradicciones íntimas y extremas. Una noche de febrero de 1941, de regreso de la Ciudad de México a Zapotlán, sufre una afección del aparato digestivo y, aunada a una crisis nerviosa y a la angustia nacida de un descalabro amoroso, la enfermedad se vuelve crítica: «Desde el día siguiente», dice, más de medio siglo después, «mi vida cambió, he sido otra persona hasta el día de hoy. Esa noche en Morelia me convertí en el enfermo que soy». Alimentada luego por la culpa, el remordimiento y el desengaño, esa enfermedad se manifestará, rigurosa o latente, a lo largo de su vida. En los cientos de entrevistas que concedió podemos hallar, en frases reveladoras, las mortificaciones de su conciencia: «Soy un desollado vivo», «Mi paso por la vida me abruma porque la vida es atroz», «Soy un destructor de la felicidad […] Ignoro de dónde extraigo mi vitalidad para destruirme a mí mismo», «Mi aspiración ha sido perderme», «Soy un hombre remordido. Todo lo que he hecho en mi vida […] está imbuido de complejo de culpa», «En la literatura y en la vida, sigo en el infierno». Desde sus diarios de 1941 hasta la última entrevista podemos rastrear esas declaraciones de una conciencia atormentada.
Aunque fue un hombre transido por la desgarradura, su vitalidad, su pasión por la belleza, su talante aristocrático y su afrancesamiento parecían contradecirlo; por eso algunos de sus amigos se referían a él como el hombre que no podía ser desdichado. Sin embargo, lo afligía un continuo sentimiento de culpa, la fijación apocalíptica de los seres humanos a lo largo de la historia le causaba mucho pesar, sufría de antemano el sufrimiento que pudiera ocasionar a otros debido a su propia inestabilidad emocional, e incluso sus propios textos llegaron a causarle pesadumbre —como lo refiere en «La implantación del espíritu», ensayo que es al mismo tiempo un examen de conciencia y una confesión. Ahora bien, ¿cómo escribe un hombre cuya vida está permeada por la enfermedad?
Vivir en la enfermedad implica una continua conciencia de la muerte y, al cabo, esta vigilia atroz vulnera la aprehensión del mundo del enfermo, quien termina por concebir la vida y el universo como formas del mal. Escribir desde esta visión desapacible y trágica implica crear formas diversas del sufrimiento. Y esto, en efecto, prevalece en casi toda la literatura de Arreola, cuyos textos serían intolerables si no estuvieran facturados con gracia, lirismo y humor. Él nos muestra que los tormentos de la conciencia son más hondos si reverberan en el espacio de la poesía.
El sufrimiento desde la belleza
De la familiaridad al espacio donde lo extraño y lo absurdo crean un clima de incertidumbre, en los textos de Arreola anidan la belleza, el humor (la sátira en muchos de ellos), la poesía, la perfección y una visión trágica de la condición humana en todos los órdenes. Los conflictos de la conciencia implican siempre una desgarradura y los personajes desembocan en el desasosiego: en una condición de ser sin asideros. Y cuando pone en acción situaciones trabadas por contradicciones irresolubles, la carga ominosa que se desprende del desenlace es atemperada por las reverberaciones lúdicas y líricas del lenguaje. Una parte de sus textos, en particular los que se asimilan a la idea del bestiario, son juguetes verbales habitados por la gracia y la dicha; son una sonrisa literaria, leerlos es una de las formas de la felicidad. Sin embargo, aunque la mirada de Arreola es irónica, jovial, traviesa e irreverente, no podemos dejar de ver que la mayoría de sus textos están concebidos desde una concepción trágica del mundo y nos dan, muchas veces, una visión desoladora de las relaciones humanas. Su literatura concibe el sufrimiento como una de las formas de la belleza.
Abolir la prosa del mundo
Tzvetan Todorov ensaya, en Los aventureros de lo absoluto (2007), la vida y la obra de Wilde, Rilke y Tsvietáieva, escritores representativos de una época (1880-1940) y de un ideal que intentó hacer del arte su vida y de su vida una obra de arte; y que, no obstante su genio literario y su capacidad para realizar su ideal estético-vital, sucumbieron ante los embates prosaicos de la moral, de la intolerancia política y de las mezquindades de la vida cotidiana. Aunque es una aspiración que se registra desde las primeras manifestaciones culturales de la humanidad y dentro de un orden colectivo y religioso, la búsqueda de lo absoluto en la modernidad ha sido una empresa laica, individual, agónica. La búsqueda de Tsvietáieva, Rilke y Wilde está signada por la realización interior, por el deseo de armonizar todos los órdenes de la vida en función de un ideal estético y por crear objetos literarios que sean al mismo tiempo expresiones de la más alta belleza y la revelación de una vida interior de aristas infinitas. Arreola, un hombre que parecía de otra época, es también un aventurero de lo absoluto, pues quiso que en su vida se fundieran el ser y el arte, y en su prosa pulsó de manera armónica las cuerdas de la poesía, de la belleza, del abismo y del silencio.