Luciano
1
La cara de Luciano parece haber sido inscrita en el último extremo de un cable. Personalidad finisterra, se dirá. Es un mapa de pliegues cuneiformes muy salientes, conducido por aparejo amigo a partir de dos hombros anchos. Aspiraba ruido su alergia a la humedad, pero ése era su mundo, su delta inseparable. Luciano, que de joven había estudiado geometría descriptiva, desciende ahora por la ladera de hormigón con que la pequeña marginal domina el acantilado y entra en el puerto de los pescadores, recostándose en los terrenos escabrosos que interrumpen el muro y que son buenos conocedores de las penumbras del varadero. Enrolla el cigarrillo y, poco después de las tres de la mañana, los hombres, venidos de todos lados, aparecerán al pie de los barcos, sea el Tói Asegurado, el Mego, el Rapa, el Támesis, el Peñasco, la Santa Engrásia, el Lenin Cansado o el Diamante del Mar. Quedan largamente mirando el agua y hablan entre sí: una conversación que nos liga a la soberbia con que las olas desafían al ganapán. Si la cosa no es promisoria, son los maestros que detienen el miedo. Hay veces en que sólo uno o dos barcos se empinan en la cresta de las olas y desafían los bramidos y las refriegas de la pleamar. Si el mar insinúa remanso, pronto el puerto se vacía y la conversación da lugar a gestos enérgicos que sobresaltan el tiempo. A Luciano le encanta despertar a mitad de la noche para acechar la saga y trae siempre consigo a Ulises, un perro corpulento que agita todo el litoral haciendo temblar la corteza de los pinos bravos, haciendo resonar las dunas y los pedregales del espigón en días de fuegos fatuos, haciendo humear el manotazo de las olas. Después de ver las embarcaciones diluyéndose a lo lejos en la brea (queda en el aire sólo un vago murmullo que vale como cebo a las tinieblas) regresan lentamente a casa. En esa madrugada, sin embargo, una carreta descapotada se disparó, como se decía en la villa, y vino ladera abajo. El hombre y el perro fueron devorados por el estruendo y llevaron consigo los rastros de sangre hasta los tanques del varadero.
2
No sé si soñé con mi cráneo vacío. Tal vez no fuera un sueño, pero la percepción de que me habría hundido sin meter las manos en forma de vela y sin darme cuenta de la sal que suele espolvorear las quijadas con heridas de los marineros. Veía nítidamente mi cabeza abriéndose en zoom y las capas se sucedían: el cuero cabelludo, el cráneo, el periostio, los huesos protectores (parietales, frontal, occipital, esfenoides y el etmoides), las meninges (la dura máter, la aracnoide y la pía máter) y, por dentro, sí, por dentro sólo había lcr, el famoso líquido cefalorraquídeo. Era espeso como el azul translúcido del Mar Muerto y llenaba totalmente el volumen de los dos hemisferios, concediéndome la densidad del fondo de los océanos (mi memoria ondeaba en ese diluvio de sargazos y se desvanecía confundiendo la tinta oscura del estribor con las nubes tipo nimbostrato, que son las más bajas y negras). Yo vagando sin gravedad alguna entre algas, moluscos, crustáceos, carambolas, lapas, quimeras, poliquetas, caracolas, erizos, peces abisales y caballitos de mar. Todo flotando. Mis pensamientos eran así: un fluido que matizaba el vaciado y que, sin embargo, me permitía distinguir imágenes, aunque sin adecuar lo que observaba con un sentido concreto, tal vez por no ser capaz de percibir correspondencias y analogías. Lo que pensaba se deslizaba. Un casco empujado por las corrientes del mar sin poder detenerse, inmovilizarse, para que yo pudiera entender que un techo es un techo, que una ventana es una ventana, que los tubos del suero son los tubos del suero (el paisaje en la enfermería del hospital tampoco era famosa, aunque a veces la sombra de los plátanos se entrometiese en el salitre de los techos abombados que hacían de cúpula sobre la cisterna acuosa de donde adivinan mis apariciones mentales). Cuando la doctora reaparecía, vestida de verde y tal vez sonriendo (¿quién sabe?), lo que yo advertía era una mancha gelatinosa que serpenteaba a mi alrededor, acariciando y al mismo tiempo deshaciéndose en el sombreado de los plátanos. Cualquier cosa parecida a una erección que inflama sin motivo aparente.
3
Dejé de soñar, por fin. Lo que veo se extiende. Se parece a la luminosidad del crepúsculo. Una lengua caliginosa que se prolonga sobre la tierra y que trae de vuelta lo que en ese momento se hace patente como único. Tal vez el hospital y los pájaros ahora posados ​​en las sombras de los plátanos sólo hayan pasado a existir para que yo los vea. Para poder suponer una cosa así, es preciso no tener cinturón de seguridad en el alma, fisonomía que yo entiendo como siendo la lenta resonancia que todavía me perpetúa. No me ocurre nada que pudiera haber precedido este instante en que súbitamente me siento en la cama sin ningún mareo. Más: tengo la perfecta conciencia de que me alimentan con líquidos, porque todo yo soy una montaña inundada de lava y de antiguos océanos y acorazados por dentro. Sólo el cartílago o la corteza exterior (de que los buitres, las almas, los alimentos y los hospitales también son revestidos) separa ese material ígneo de la voz que ahora no oigo, de la voz que no consigo ni siquiera usar. Al lado, corrieron las cortinas de tiras y un cardumen de peces enfermeros ahogó el ajedrez del suelo sobre el cual la cama de mi vecino aún tiembla. Sopesan varias movidas y avanzan con varias doctoras con estetoscopios en el aire, avanzan como peatones respiratorios, avanzan con choques eléctricos que levantan el pecho y las mareas más revueltas. Por fin, acuñan, o intentan acuñar con manos abiertas un jaque mate a la muerte (que es una criatura insana que hace desaparecer geografías, por apagar la penumbra de las alas de los mirlos golpeando en el parapeto de la ventana y ya no en las ramas que instigan la copa y otras esferas pendulares llevadas por la brisa de la tarde). Y la cama de mi vecino aún tiembla. Temblaba. El futuro es la larva que ha olvidado la patente. Hacia allí caminamos, cabizbajos. Es lo que hacen todas las criaturas de bata y cruz rojiza, después de alejarse del ajedrez de la cama (de ahora en adelante paralizada). Aún no había sonado la campana y ya estaban algunos de ellos a mi alrededor, disfrazándose. No, nada pasó. Se olvidan de que lo que veo se extiende. Cualquier cosa parecida a una erección que se marchita sin motivo aparente.
4
En cierto momento, dijeron que me había comportado como un relámpago. Adoran establecer comparaciones, están en su sangre. Confirmé que oía bien (podía escuchar el cepillo alisando en la carpintería detrás del hospital). Ya estaba firmando los papeles de alta cuando percibí que el líquido que me llenaba el interior de los hemisferios se había solidificado. Perdí así la esperanza de verme con escamas en los brazos o con aletas brillando con la boca en dirección del cebo. Atravesé después la enfermería y entré al jardín. Una alameda de plátanos, los setos de romero en cada uno de los lados y el cielo tan azul. Tan azul. He intentado recordar el trueno que ha debido preceder al relámpago. «Ahora va a tener mucho tiempo para poder jugar con las palabras», me dicen. Y se rieron en mi dirección como si yo fuera un niño. «También cuide la alimentación. Evite las grasas». Pensé en grasa y huesos. Fue entonces que se me ocurrió que el perro y la evidencia de mi cura habían traído también la suya. A partir de hoy, yo encarnaba a Ulises y me encarnaba también a mí y a muchos más. Un cuerpo es un repositorio de juegos y de deseos inauditos. Nada más. Yo iba a cambiar de vida. Llegué a Lisboa y llamé a Filipa, la mejor amiga de mi exmujer. Por todas las razones, sólo ella sabría cómo encaminarme en esa fase complicada. Me llevó a unas señoras con blusas de encaje que administraban el patrimonio de un rico ribatejano puñetero y de grandes bigotes, cuya herencia había sido entregada al bien querer de acólitos y monaguillos de la parroquia más cercana. La residencia tenía habitaciones llenas de luz y apartamentos lindos y floreados en los estucos, con asistencia (médica y otra) en caso de necesidad. Se veía el Tajo y las gaviotas disputaban con los felinos de la terraza el pan nuestro de cada día. Me sentía un angelito con alas de fieltro fundiéndose en el firmamento de los justos. Creé un restaurante biológico y decidí regresar al oeste a tiempo para volver a ver las pesquerías, las constelaciones y las noches, pero ahora era momento de aquietar intemperies, de repensar la forma perfecta de los caquis, de acertar las pulsaciones y los suspiros (tanto más que, en los nuevos parajes, había chicas con trajes de deporte anaranjados cabriolando archipiélagos). Cualquier cosa parecida a una erección que se domicilia a determinadas horas sin motivo aparente.
Traducción del portugués de Renato Sandoval Bacigalupo