Un calor ardiente en Bombay / Miguel Real

Chubascos amenos me recibieron en Bombay, era julio, a finales de mes, el monzón declinaba lentamente entre suntuosos caudales de agua, que inundaban las calles e inundaban las barracas de los pobres, cubiertas de hojas trenzadas de palmera o de plásticos azules impermeables, y un calor muy ardiente, que me sofocaba la garganta y me empastaba la espalda de sudor. A la salida del viejo aeropuerto inglés, hoy inexistente, recibí el primer aliento de la India, poderoso como un soplo escaldado y moribundo, tierra roja, cielo azul, campos verdes, vegetación exuberante, multitudes expectantes, de mirada suspendida en el infinito, como muertos sobresaltados, esperando la felicidad en la próxima reencarnación.
      En mi imaginación deseaba que la India oliera a raíz de mandrágora, a cáscara de sándalo o perfume de nardo, o a jengibre molido, tan bella como un pedazo de alcanfor, pero no, olía a polvo denso y resecado entre el aeropuerto y Marina Drive, un polvo sucio, sólido, húmedo y vivo, como el estallido de las aguas uterinas de la mujer, que se afincó hasta hoy en mi cuerpo, hechizándome.
      Mi valiente taxi de asientos forrados de terciopelo grueso como una alfombra europea, apestando a hedor de incienso, quemado en honor de Lord Ganesh, el dios niño de cabeza de elefante, lanzaba furiosos bocinazos y fintaba jóvenes galantes de camisa blanca larga y mujeres altas y hermosas de sari colorido, arrastrando hijos de la mano, que, como una despaciosa manada caótica, por cualquier lado atravesaban las largas alamedas británicas; roncando como un rinoceronte enfadado, el taxi ladeaba otros viejos Fiat a menos de un dedo de distancia, destartalados pero veloces, del tiempo del colonialismo. El taxista se llamaba Ashram, era hindú, acababa de cambiar su auto-palanquín por el nuevo taxi amarillo y negro con ayuda de la dote que la familia recibiera de la mujer del hijo más viejo, fue un buen negocio, me aclaraba, vivirá en mi casa hasta su muerte, come de mi comida, ha de parirme bellos nietos, es justo que su padre pague el lujo de la comida y de la ropa permanentes, para él también fue un buen negocio, me decía, demorándose con la cabeza girada hacia mí, yo, temeroso, levantaba el dedo índice, apuntaba infructíferamente al frente, él continuaba, me dio tres cabras blancas lecheras que, sumadas a la venta del palanquín, pagaron dos tercios del taxi, el resto debo pagarlo en diez años, intereses del veinte por ciento anuales; para hacer plática, le pregunté qué edad tenía la nuera, diez años, respondió Ashram, orgulloso, embocando el carro hacia una de las cinco filas compactas, rasante entre los otros vehículos, pitando estrepitosamente en un recorrido de parar-avanzar, en el cual cada estruendo de pitido confirmaba la victoria sobre el otro carro, para tomar posesión de otros diez metros de camino.
      Ashram se volvió mi amigo, me socorría con sus servicios siempre que pasaba temporadas en Bombay, fiscalizando las inversiones en el City Bank, que me permitía vivir en Goa sin trabajar. Ashram era un harijan, un Hijo de Dios, pertenecía a la antigua casta de los intocables, que Gandhi y Nehru habían abolido, cambiando el sistema milenario de las castas por el sistema occidental de las clases sociales, que permitió enriquecer a millones de intocables en dos generaciones. Ashram ya murió, hace siete u ocho años, destrozado, él y su taxi, por un camión cisterna que, integrado en una caravana, se dirigía hacia el interior transportando agua a los campos secos de los arrozales, financiada por las últimas rupias de la Revolución Verde de la señora Gandhi, hija de Nehru. La última vez que me transportó por Bombay, se decía un dalit, un oprimido, exigía garantías de crédito al gobierno, controlaba una flota de una nada despreciable docena de viejos taxis negros y amarillos, y venía prometiendo a Lord Ganesh un altarcito de oro si éste le duplicaba los carros en los próximos años.
      Me instalaba en el primer piso del Churchill Palace Hotel, en una calle vertical a Marina Drive, un hotelito familiar y burgués, rígido en la decencia según los dictámenes del caballerismo inglés, panes tostados untados de compota en el desayuno, tocino, huevos y una comida con carne por día servida por un mesero de piel oscurecida y cabeza redonda como un globo, unos labios gruesos descoloridos bajo un bigote árabe, que me trataba de Sir —Yes, Sir. No, Sir— lo suficiente para no olvidarme de la comida europea y desear comida hindú de regreso a Goa. Ashram me recogía a las diez en punto en el vestíbulo del hotel, daba la vuelta a los bancos conmigo, esperando unos metros atrás de mí, firme y delicado, como un servicial victoriano, impecable en su kurta de algodón blanco bordado a mano, por ventura de la mujer o de la nuera. Avisado por teléfono, me recogía en el aeropuerto con un pequeño collar de caléndulas y jazmín. A mediados de la década del setenta, propietario de un solo taxi, Ashram acababa de ofrecerse para el programa de esterilización masculina, promovido por uno de los hijos de la señora Indira Gandhi, que no veía otra solución para la prosperidad del país sino cesar drásticamente el crecimiento poblacional, succionador del crecimiento económico, anulándolo. Ashram, con tres hijos, se ofrecería para recibir una inyección en los testículos a cambio de ciento veinte rupias, una lata de aceite de maíz para freír y un transistor de pilas. Ashram me contó que, en su aldea, cerca de Pune, en Marastra, los profesores, las enfermeras y los médicos sólo recibían el título si cumplían la altísima cuota de esterilización de niños y enfermos. La policía machacaba las caras y apaleaba las piernas y espaldas de los reacios, y despedía a los funcionarios que no cumplían. Al año siguiente, cuando regresé a Bombay, Ashram se quejó conmigo de los efectos de la esterilización, quedó impotente durante meses y tuvo que socorrerse con ungüentos homeopáticos que le forzaban el pene, sin resultados visibles en la eyaculación, con erecciones durante largas horas con un palo insensible entre las piernas, cumplía su función con la mujer, me decía, pero perdió el placer. Sonreía como un niño dolido, pero luego se alegraba, se consolaba con la prosperidad de los negocios, que, siendo evidente, por la multiplicación anual del número de taxis, no le rendía excesivo provecho debido a los altos intereses anuales que pagaba a una caja de ahorro. De los tres hijos sólo uno trabajaba conduciendo un taxi de la familia, los otros, buenos alumnos, estudiaban ingeniería en Nueva Delhi en universidades privadas de prestigio, mermando, mes a mes, las finanzas de Ashram.
      Con tantas inquietudes, y hasta problemas, como la impotencia y las sucesivas averías de sus carros, Ashram era un hombre feliz en circunstancias infelices, como son felices los indios. Al final de la tarde, bajo las acacias de follaje verde intenso, me llevaba a veces al negocio de su primo, cerca de Church Gate, para comernos un cheese paper masaladega, un tubo enorme de pan de queso, hueco, con masa envuelta, salido del horno, cortado a mano en trozos calientes, le poníamos salsa de especias, agasajándonos la lengua, preparándola para la cerveza helada; nos contábamos anécdotas, historias felices e infelices, en inglés, masticando pan de queso y picando semillitas de anís; después, barriga llena y cerebro nublado por la cerveza, paseábamos por la playa, tirando cacahuates salados a las grajas negras que, graznado, se posaban en los hombros y en la cabeza de Ashram. Al terminar el día, la noche caída sobre la ciudad, sorbíamos té negro de Ceilán en una patisserie francesa de Veer Narimar Road, escandalizando a los burgueses hindúes de traje y corbata occidentales, que no imaginaban cómo un europeo osaba pisar la alfombra sintética de un salón fino acompañado de un dalit de camisa sudada —la decadencia, decían, con taza inglesa de porcelana en la mano y dedito meñique alzado; sentía la mala voluntad del gerente, un hindú sureño de cabello untado de brillantina, bigote emperifollado y cara afeitada, ridículo en su chaqueta negra, camisa blanca y corbata gris, me hacía el sordo como una cobra y ciego como un topo, un té para dos y dos rebanadas de pastel de mango con raíz de loto, el empleado trajeado ridículamente a la rajá, con un turbante de seda de Benarés, zapato de piel pintado con la punta volteada hacia arriba, ostentaba una carota sombría de superioridad, traía a propósito dos tés y yo le regresaba una taza, bastaba un té para los dos, no era necesario nada más.
      En el tiempo anterior al monzón, cuando el calor, de tan denso y ardiente, penetraba por los poros de los pantalones de lino y mordía y ensuciaba los muslos, dábamos un nuevo paseo por la playa, refrescando el cuello y el pecho con la brisa suave de la bahía, después nos despedíamos con un abrazo, él seguía hacia su casa, yo subía la breve escalinata de mármol del Churchill Palace Hotel, los dos porteros inclinaban la cabeza hasta los pies, hacían la pregunta sacramental, si yo quería muchacha o muchacho, niño o niña, joven o adulta, se burlaban, ya conocían mi respuesta, la única mujer que yo quería esa noche, como todas las restantes, era a mi mujer, estaba en Goa y se llamaba Sumitha, era mi hermana, decía, ellos, serviciales, habituados a la rareza europea, sonreían, no se admiraban de que yo prefiriera a mi hermana, ellos también se habían iniciado sexualmente, sin penetración, con las hermanas, en el cuarto común de los barracos de basti (barrio de las latas), en la adolescencia, se admiraban de que lo explicara directamente a los extraños.
      Ashram me llevó a la casa de los padres un fin de semana neblinoso y frío. Me vi forzado a esperar al martes por la tarde para confirmar el rendimiento bien dotado o la clamorosa pérdida de una aplicación financiera, que el City hiciera a mi nombre, en un fondo de pensiones del Deutsche Bank. Desperté al despuntar la mañana del sábado con el estruendo inarmónico de las bocinas y el chocar de los cascos herrados de los caballos tirando los carruajes forrados de hoja de plata para los turistas ingleses, como los retablos de las iglesias europeas. Abrí enfadado las puertas de la ventana-balcón de mi cuarto, tomé un pequeño almuerzo frugal de té y pan tostado. La gerencia, presa de una melosa simpatía hindú, mezcla de bondad natural y servilismo cultural adiestrado a la fuerza por los ingleses, adornó la bandeja del té con dos rosas bordeaux, de pétalos abiertos y frescos. Auspicio de un día feliz, corrí la cortina de tul, sombreando la luz escapada del día naciente, quemé tres varitas de incienso, ahuyentando a las grajas negras, suficientemente osadas para picotear el tul y comerme los panes tostados y el té negro, que se enfriaba mientras tomaba un baño, me sentía invadido por una pereza enfermiza. Terminé de ponerme una larga y ancha camisa blanca, cuando el repique sonoro de la bocina del Fiat arqueológico de Ashram se hizo oír en el lobby del hotel. Ashram me llevó a su aldea, de cuyo nombre no recuerdo sino la terminación —puram—, cerca de Pune, ciudad cuya abundancia de fábricas le merecía el título de industrializada, los padres de Ashram vivían amenazados por sus milenarias tierras, debido al trazo abstracto de la planta, de la nueva industrialización del sur de la India, decidida en Nueva Delhi por los ingenieros indios formados en Manchester, que, por vía de una precipitada revolución industrial de la India, apostaban por transformar los largos y exuberantes alrededores verdes de Bombay, de vivacidad tropical y belleza inaudita, en una escuálida y febril tierra de lucro, sustentada en un parque industrial con un perímetro de trescientos kilómetros donde, como hoyos negros, se ostentaban todas las industrias contaminantes que Europa rechazaba, como ocurría en Bhopal, en el centro del país, cuando una fuga de gas tóxico del complejo industrial de Union Carbide, fabricante mundial de pesticidas, se propagara por la atmósfera de los populosos bastis de la ciudad, matando a millares de indios por asfixia.
      Yo había recibido en la bandeja del sirviente del hotel la muestra de un futuro álbum de fotos clásicas de Gandhi, que saldrían en una subasta el mes siguiente, habría sido una espléndida manera de pasar el fin de semana en Bombay, era obra de un fotógrafo aficionado de Cardiff, un tal Mr. Smith, que trabajaba en la India en seguros y fletes de navíos, y, como a mí y a mi padre, le fascinó el país, dejó todo, hasta a la mujer de Cardiff (que entró con el divorcio en el tribunal, concedido de buen grado por Mr. Smith), y se juntó con la hija bien morena de un vaixiá, gran importador de tejidos de Cachemira y tapetes persas del territorio actual de Irán, abasteciendo la totalidad del sur de la India, en especial la región de Kerala; con el dinero del suegro, proveniente de la cuantiosa dote de la mujer, Mr. Smith se volvió un permanente compañero de Gandhi desde la Marcha de Sal, en 1930, y la grandiosa manifestación antiinglesa de desobediencia civil. Mr. Smith fotografió a Gandhi con Nehru, con Indira Gandhi, a Gandhi con Rabindranath Tagore, el más lírico poeta indio del siglo xx, a Gandhi escribiendo una carta a Hitler y Roosevelt, suplicando la paz en nombre de los pueblos del mundo, a Gandhi en Londres, en el ciclo de conferencias con los ingleses por la independencia de la India, a Gandhi en Suiza con Romain Rolland, éste tocando al piano los acordes de la Quinta Sinfonía de Beethoven, a Gandhi en huelga de hambre por la matanza entre los indios y los musulmanes, a Gandhi en la casa prestada que habitaba en Bombay, hilando el algodón en la rueca —la colección, cuyos ejemplares se reproducían en diversas dimensiones en el álbum, me atraía, sería una buena inversión, no podría adquirir todos los originales de las fotos, algunos verdaderamente caros, marqué el número privado del agente subastador para protestar por el alto precio de las fotos, cerré la boca y enmudecí mis protestas cuando, del otro lado de la línea, el agente amablemente me recordó que el precio de los rollos nada tenía que ver con la autoría de las fotos, éstas retrataban al fundador de la India moderna, el padre de la nueva patria, el autor de la independencia, no había límite, en sí, para el valor de los originales, la hijas de Mr. Smith, sin embargo, habían emigrado definitivamente para Inglaterra, donde habían adquirido un chalet marino en la costa de Cornwall; consideraban, sensatamente, que el patrimonio fotográfico del padre debería permanecer en la India, unieron un vivo sentimiento de patriotismo a un no menos sólido pragmatismo y habían atribuido un precio razonable, si se puede decir así, al conjunto de fotos; fue él, el agente, el que dividiera la cantidad total entre el número de fotos, atribuyendo un valor exacto a cada una.
      Yo no conocí aquella India, la de la explotación inglesa y la del Satyagrama (la verdad-fuerza de una idea, traspuesta a la lucha por la independencia por medio de la no violencia), la India de la miseria absoluta, millones de campesinos viviendo en el interior como auténticos aborígenes dravídicos, casi desnudos, de pecho esquelético y piernas esmirriadas, hombres de barba y cabello hirsuto, mujeres consumidas por la tuberculosis o por reumatismos antes de los treinta años, muriendo entre la caterva de diez hijos vivos, auténticos cadáveres de pie, llevando en la memoria otros tantos nacidos, muertos o fallecidos en menos de ocho días, familias sobreviviendo en grutas o cavernas, seres paupérrimos en estado terminal de decrepitud, una India prehistórica que la modernidad turística e industrial disfrazaba pero no extinguía. De vez en cuando, uno quedaba aterrorizado por la noticia de que una viuda más había practicado el sati, la inmolación en el fuego de la pira fúnebre del marido, prohibida por Alfonso de Alburquerque en Goa, en la primera mitad del siglo xvi, y por los ingleses en toda la India en el siglo xix, prohibición reafirmada por los nuevos gobernantes hindúes en el periodo posterior a la independencia, pero vorazmente practicada en el interior rural. Quería adquirir dos o tres fotos, necesitaba escogerlas según el precio y el valor histórico, yo vivía en la India socialista de Indira Gandhi y me atraía su foto de niña, al lado de Ghandi, en el jergón de la prisión, una de las más valiosas, la mirada pacífica y múltiple de Gandhi y la mirada igualitaria de Indira se unían en la foto de Mr. Smith, augurando una futura India dulce y armónica, fundada en la tradición, o en una India potente, asentada en la industrialización y en los conflictos anárquicos de las carnicerías entre indios y musulmanes que habían llevado al nacimiento de Paquistán.
      Ashram me saludaba desde el parque del hotel, sonriente y amable, de manera suave y dulce, natural en los hindúes, aparté la muestra del álbum, pronosticando que el gobierno invocaría alguna legislación para adquirir la totalidad de las fotos de Mr. Smith, sería sensato no meterme en futuros laberínticos burocráticos, y no me convenía liquidar más capital sin garantía de retorno a plazo breve, junté las manos a la altura del pecho e imploré a Ashram la espera de unos minutos más.
      En la aldea natal de Ashram fuimos recibidos por su padre, que volvía del arrozal de la familia vestido con pudivão, sucio por las aguas, secado en la entrepierna, enrollado y amarrado a la cintura. Fui alojado en casa del brahmán de la comunidad, mezcla de sacerdote, de médico, de juez popular, de profesor y de hombre bueno de la aldea, que recibía en sus brazos a los niños nacidos y quemaba los cuerpos de los muertos recitando los mismos mantras y oficiando las mismas liturgias de paso de un mundo al otro, murmurando oraciones que armonizaban los espíritus de los vivos y de los muertos con la naturaleza material y el universo espiritual, bien sintetizado, como modelo de vida, en la palabra gurú, aunque ésta se aplique más a dirigentes de pequeños grupos o sectas religiosas. El padre de Ashram fue un sudra, un campesino o artesano pobre, que se casó con una intocable, descendiendo de casta por amor, se volvió él mismo un intocable, y fue nombrado por el brahmán desollador de vacas y curtidor de pieles de la comunidad; como expiación y como remisión de su culpa, cuidaba en sus últimos días a las vacas enfermas en un pastizal cercado, una especie de hospital o de refugio de la tercera edad para vacas, una fuente de agua componía un arroyuelo, formando una red de arroyos florecidos; la mayoría de las vacas, viejísimas, incapaces de mantener el cuerpo en pie, aguardaban la muerte recostadas, pacíficamente, un trabajo sagrado, aunque impuro, las manos del padre de Ashram penetraban en la sangre escarlata y en la carne aún latente de la vaca, le sacaban las gruesas y protuberantes vísceras, le raspaban la grasa de la carne y curtían la piel, reliquia benefactora que el brahmán guardaba.
      Atónito pero no sorprendido, asistí, el domingo por la mañana, a la total exclusión del padre de Ashram, de la comunidad de la aldea, cuando fue a cambiar unas pepitas de calabaza por unas semillitas de cardamomo para condimentar el arroz. Fue dejado, vergonzosamente, a la entrada de la tienda de la aldea, una especie de botica pueblerina europea del siglo xix, dejó la envoltura de hoja de plátano con pepitas a la entrada del local, suplicando con las manos juntas el trueque por el cardamomo, el tendero, un vaixiá de quijada engrasada de manteca roja y barba sucia de residuos secos de arroz, mandó, corrientemente, al padre de Ashram alejarse a una distancia en la que su sombra no penetrase las tablas de madera del suelo mugriento de la tienda, vino a la puerta y tiró al suelo un paquete envuelto en papel periódico con media mano de semillas de cardamomo, el padre de Ashram, entre gestos pomposos de agradecimiento, como si el vaixiá lo hubiera agraciado con un favor de vida o muerte, se alejaba con los ojos en el suelo y el cuerpo de frente, sin darle la espalda, señal ofensiva de ingratitud.

Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos

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