Argentina / Juan Nepote

     Nieva en Buenos Aires,
     salen los chiquitos,
     y hasta el abuelito
     rejuveneció…
     Kevin Johansen
    
Decir que las ciudades son como libros sin fin que sus pobladores reescriben cada día ya es lugar común. Y, sin embargo, esto se verifica con pasmosa exactitud en la ciudad de Buenos Aires, esa porción del mundo donde vivió aquel bibliotecario ciego para quien «universo» y «biblioteca» eran sinónimos. Pero la afirmación de que Buenos Aires es como un gran libro rebasa los márgenes de la analogía. El álgebra de las cifras oficiales reporta que en la ciudad existen más o menos cuatrocientas librerías, una por cada siete mil seiscientos cuarenta y cinco habitantes; estamos hablando de la ciudad con más librerías por habitantes en el mundo de habla hispana. Pero, como siempre, el secreto está en los detalles: ciertos ritmos, cierta atmósfera particular, cierto carácter invitan a pasear por las calles de Buenos Aires como paseando la vista por historias secretamente vinculadas o anárquicas, entrañables o desquiciantes, sin parar de leer. (La casi totalidad de los edificios han sido esclavizados por el grafiti: otra invitación más a continuar la lectura textual de la ciudad). La preeminencia de las librerías obliga a ingresar en ellas, todo un homenaje a la bibliodiversidad: desde las grandes cadenas —esto incluye el Ateneo Grand Splendid, un antiguo teatro que hace muy poco renació como una de las librerías «más hermosas del mundo» según varias publicaciones especializadas— hasta los locales minúsculos, personales y personalizados. Múltiples librerías basadas en una convicción: el irremplazable valor social del librero, como El Rufián Melancólico, «especializado en imposibles», compuesta a partir de amontonamientos aparentemente azarosos de libros de todo tipo de encuadernación, colores y temas sobre el piso de tablero de ajedrez, un lugar que bien podría ser la puesta en escena de Mendel, el de los libros,de Jonathan Swift. O la sublime Eterna Cadencia, nacida de un sueño sereno: largos muebles de madera, piso de duela, sillones, ventanas como para quedarse para siempre; consecuente con la ciudad/libro que la alberga, Eterna Cadencia también es una editorial precisa y evocadora. O la Librería del Pasaje, donde, sobre la primera página de cada libro vendido, instauran —con un sello de goma y tinta indeleble— una marca como quien funda una dinastía. O los escondrijos de la librería Crack-Up, que se multiplican inexplicablemente en un caprichoso comportamiento del espacio.
     La ciudad es tan textual, tan libro abierto, que dos vecinos del barrio de Palermo, Tatiana Goldman y Ezequiel Mandelbaum, decidieron reunir en un libro las historias que escuchaban por las calles de Buenos Aires, simplemente transcribiéndolas o solicitando a sus lectores (han conformado una comunidad de más de trescientos mil ciudadanos/autores/lectores) que se las envíen a través de Facebook. Su proyecto se llama La gente anda diciendo y sirve, entre muchas otras cosas, para entender un aspecto algo huidizo de la Argentina contemporánea: de qué caprichosas maneras se ha ido colando el interés por la ciencia y la tecnología entre sus habitantes. En algún lugar de la ciudad, y en un ejercicio de síntesis entre la filosofía y la biofísica, un señor mayor le dice a otro: «Al final somos sólo eso, electrones. Polvo eléctrico. ¿Te das cuenta?»; una mujer de diecinueve años interroga a su novio con genuina curiosidad científica: «Amor, vos, cuando haces pis, ¿te limpiás con papel higiénico o la sacudís nomás?»; otra mujer suelta a su amiga un comentario de honda profundidad psicológica acerca de su hijo: «Siempre que se junta con los amigos vuelve triste, como si hubiera llorado», y obtiene una indudable conclusión salida de la bioquímica: «Tu hijo se droga, Marcela», mientras un muchacho de casi veinticinco años de edad, en una charla que parecería ligera, apura una hipótesis emanada de la biología molecular: «La abuela es judía y el abuelo tiene ascendencias alemanas. Por eso tiene tantos problemas, sus genes están en conflicto».
     Y es que en esta ciudad que es una gran biblioteca hay toda una generación de escritores de divulgación científica que han conseguido «meter la ciencia de contrabando en la vida cotidiana», como sugiere uno de estos personajes más visibles, Diego Golombek, director de una colección de libros más bien pequeños, con títulos irresistibles y portadas magnéticas, llamada Ciencia que ladra, donde se relatan las historias de las mujeres y los hombres que se dedican a la investigación científica, «las miserias y las bondades» de la ciencia, los aciertos y fallas de la institución y sus personajes, sus metodologías; sin solemnidad ni «dificilismos» y sí con mucho humor. Esa voluntad por los textos de ciencia escritos mediante una buena prosa, pendientes de la brevedad, la precisión y la claridad, elaborados con oficio y pasión, también se localiza en la colección Estación Ciencia,de la editorial Capital Intelectual, creada y conducida por Leonardo Moledo
—pionero de la divulgación científica argentina, atento estudioso del devenir de la historia, la literatura y las matemáticas, recientemente fallecido, director del ejemplar suplemento sabatino Futuro del diario Página/12—; también en ¿Querés saber?,de la Editorial Universitaria de Buenos Aires: libros dirigidos a niños, diseñados y producidos de manera impecable por Paula Bombara. Y en el vehemente proyecto de Ileana Lotersztain y Carla Baredes: Iamiqué, portentosa reunión de libros de divulgación científica para lectores infantiles, con obras como Todo lo que necesitás saber sobre ciencia, de Federico Kukso, o Usar el cerebro,de Facundo Manes y Mateo Niro.

     Estos libros impulsan las curiosas mecánicas de las librerías de Buenos Aires: en vez de terminar relegada en oscuras secciones, la pujante divulgación científica argentina aparece en un sitio notorio y notable de las vitrinas y estanterías, acompaña permanentemente los días y las noches de los ciudadanos/lectores/autores, quienes encuentran en las calles de la ciudad otros estímulos para la construcción de una imagen pública de la ciencia: desde el Polo Científico y Tecnológico del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, un asombroso complejo arquitectónico con oficinas administrativas, institutos interdisciplinarios de investigación y un museo interactivo de ciencias, hasta Tecnópolis, el sitio de la divulgación científica grandilocuente: más de doce y medio millones de personas han circulado por sus cincuenta hectáreas dotadas de una centena de ambientes para el arte, la ciencia y la tecnología, con exposiciones, muestras de teatro, música, pabellones para las matemáticas, las telecomunicaciones o los videojuegos, sede de la conferencia TedX más grande a nivel mundial: diez mil participantes. Así, la divulgación científica argentina, alegre, elocuente, vanguardista, propone otros relatos para la reescritura que hacemos diario de nuestras ciudades. «Porque se trata de encontrar la ciencia escondida en la vida cotidiana», postula Diego Golombek, «no para formar más científicos, sino para que seamos mejores personas. Si lo logramos, seremos Maradona, y eso no es poca cosa».

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