para Jorge López Páez,
maestro del gusto
i
«La patria del escritor es su lengua», reza una reflexión. Es de Francisco Ayala, pero hay versiones y remixes. Fernando Pessoa: «Mi patria es la lengua portuguesa»; Juan Marsé: «La auténtica patria del escritor no es la lengua sino el lenguaje».
Se atribuye a Rainer Maria Rilke sentenciar que «la verdadera patria del hombre está en la infancia», aunque fue Charles Baudelaire quien esbozó el vínculo: «Mi patria es mi infancia». ¿No hay un trasunto de verdad en estos cantos, que de tan rodados no reparamos en el brillo de sus vetas?
Si la patria es un origen y una tierra sedimentada con los huesos de nuestros ancestros, su memoria y sus sueños, para mí la única posible es la lengua asumida como sinécdoque del gusto. Paladear un guiso es recuperar las experiencias infantiles, habitar de nuevo esa región plena de asombro y placer. ¿No acaso el mejor ejemplo de esa memoria involuntaria de Henri Bergson está en la gran escena de Ratatouille, cuando el enfurruñado crítico culinario prueba unas elementales pero diestramente preparadas verduras cocidas con un toque de salsa, que tal es la ratatouille, y lo retraen al más puro momento proustiano, a la cocina del hogar?
ii
Regresé a Minatitlán, mi tierra nativa en Veracruz, el 9 de marzo de 2015, después de una ausencia de años. Una vez instalado en un hotel en pleno centro, mi primer impulso fue caminar mis antiguas calles. Tomar Hidalgo, bajar por Allende, doblar hasta la entrada de la puerta norte (portada, se le llama coloquialmente) y de ahí regresar siguiendo el río Coatzacoalcos hasta el playón sur. Cumplido el ritual de saludar al gran padre río, inmortal en su pereza, resplandeciente en los harapos a que lo ha reducido la contaminación implacable, decidí comer en el mercado 5 de Febrero, situado en Venustiano Carranza.
Había puestos proclamando pozole, carnitas estilo Michoacán, tacos u antojitos, pero las fondas de comida regional han disminuido. Una no ofrecía ningún platillo que me atrajera; otra ya había cerrado. Resignado, salí a una ostionería cercana —por cierto, en la cuadra siguiente se encuentra El Caballo Blanco, heredera de la cantina en que bebió José Revueltas concibiendo el espléndido y atroz relato «Dormir en tierra». Había decidido comer tegogolo. Nada más delicioso que el caracol de laguna fresco, apenas frío para conservarlo en su punto, con su concha semejante a un ágata, aderezado con tomate troceado, perfumado con cebolla, acentos de chile serrano y, como bandera flamante, las ramas de cilantro. Todo ello rociado con el jugo de limón agrio. Lo mejor es degustarlo en un cuenco o recipiente, pero la ostionería sólo lo tenía en coctel, que me gusta menos, pues en vez de aislar la carne para que esplenda el sabor del molusco, naufraga en la consabida salsa coctelera del Golfo: salsa cátsup, un brebaje compuesto con refresco de naranja y agua, licor —en este caso del caracol—, y salsas al gusto: de guajillo, inglesa, jugo de limón, trozos de aguacate, mucho limón y un chorro de aceite de oliva para atestiguar que, aunque bárbaro, el combinado tiene un toque mediterráneo.
Al día siguiente volví al mercado y descubrí la fonda Lupita, cuya propietaria es una señora en sus setenta años llamada Guadalupe Lázaro, oriunda de las inmediaciones de Capoacán, la isla enfrente de Mina. Fue un privilegio conocer a una de las últimas exponentes de la cocina regional, cuya sazón juzgo exquisita. A la nostalgia y al agridulce placer de tocar la tierra que durante mis primeros dieciocho años fue toda mi vida se sumó la exultación de recuperar sabores antiguos, de tan conocidos aún vivos en la memoria. Como uno de esos tubérculos secos enterrados que renacen con el cruel abril, que diría Eliot.
En otro ensayo he descrito cómo mi bautismo gastronómico ocurrió con el caldo de gallina que cocinaba mi abuela: la huevera, ese racimo con reminiscencias frutales, pámpano de oculares yemas, donde esferas de distintas formas y tamaños nadaban en medio de ambarinos, dorados círculos de grasa, poblados por oscuras islas de hojas de hierbabuena, fue mi primer amor culinario.
En esa fonda volví a descubrir esa mezcla de barbarie y cultura que es el caldo de gallina con su huevera. Idéntica la fragancia de la hierbabuena, combatiendo con la acidez de la cebolla y la pungencia del ajo. Volví a saborear también el mole verde, en su receta sotaventina, la cual incluye masa diluida, varias capas de acuyo y el picor del chile pico de pájaro; el pipián; el mondongo —cuya preparación difiere de norte a sur del estado—; y sobre todo el caldo de robalo.
Una de las mejores recetas de caldo de pescado y una delicia en su sencillez:
En suficiente agua sazonada con pimienta gorda o de Tabasco, rodajas de cebolla y sal, se echa una buena rebanada o posta de robalo o huachinango con todo y piel, cuidando que sea al hervir el agua, pues de lo contrario se desharía la tierna y dulce carne. Mientras, se elabora una salsa de tomate con cebolla y agua en la licuadora. Se liga con un poco de masa diluida y se vierte al caldo —la consistencia no es espesa, señalo—, con una rama de epazote de árbol, ya que esta variedad es más fragante. Se sirve acompañado con cebolla, chile serrano —o piquín sería mejor—, picado y un chorrito de limón. La sencillez podría indicarnos que no hay nada en especial en este caldo que lo distinga de otros veracruzanos. El detalle está en esa ligera consistencia que añade la masa y en la fragancia anisada del epazote. A diferencia del chilpachole, el recaudo no se fríe; y con respecto al caldo que preparan en Rinconada, no hay cebolla ni rodajas de chile previamente fritos. Otra versión, que preparaban mi abuela y mi madre, añade elote en trozos al caldo, lo cual lo espesa más, acercándolo a una suerte de chilatole.
iii
Siete son las regiones culturales de Veracruz. Por su aportación culinaria, destaco la Huasteca, el Totonacapan, Los Tuxtlas, los llanos de Sotavento y la región del Istmo. Si omito mencionar la gastronomía del puerto de Veracruz y localidades cercanas al Golfo de México —Rinconada, La Antigua, ribera de Actopan, Alvarado, Tlacotalpan— es porque representa el aspecto más popular y emblemático de la cocina veracruzana, cuyos guisos consigna todo recetario, tratado o diccionario de cocina. Las que listo son cocinas regionales, con poco refinamiento, apenas conocidas fuera de los círculos antropológicos, pero que, considero, por su calidad, dignas de rescate y aprecio gastronómico.
Una de sus cualidades es aprovechar los ingredientes propios y confeccionarlos con técnicas ancestrales, que van desde el recaudo con base en tomate —que es siempre el sápido tomatillo, el tomate aborigen y fundamental (xitomatl o tomate de ombligo), cebolla y chile, así sea que la variedad cambie, pues unos prefieren el chile serrano, otros el piquín o pico de pájaro— hasta los diversos métodos de cocción y de preparación del maíz, necesario para elaborar tortillas y atoles y para espesar caldos.
En esta época en que las tendencias de la gastronomía se construyen sobre el mandamiento de la cocina de estación y de mercado y recuperando técnicas ancestrales, debemos conocer los platillos con base en ingredientes autóctonos de las cocinas nahuas, sean del norte, el centro o el sur de Veracruz. La variedad de guisos y la riqueza de ingredientes, muchos de los cuales son desconocidos, exóticos o escasos, bastarían para presentarlos en las cartas de los restoranes más selectos.
Si hubo un sitio que atendiera por vez primera el mandato de cocina de temporada fue México. Cocina de supervivencia y de ecología estricta, en la que los pobladores aprovechan cada ingrediente y, de éstos, cada elemento. Bastaría recordar al jinicuil (inga edulis). El árbol produce unas vainas con semillas de color blanco, gusto astringente y tacto aterciopelado, dilectas como golosinas, pues son dulces y su suavidad recuerda a la nieve. Ya despojadas de su jubón, las semillas, de un verde rutilante que recuerda a las esmeraldas, se hierven con sal y se consumen como botana, sea saladas o con limón y chile en polvo.
Bernal Díaz del Castillo nos legó una célebre descripción de la opípara mesa de Moctezuma. La variedad de carnes, guisos y frutos debió de asombrar a los famélicos españoles. Mucho de esa exuberancia pervive en la cocina autóctona de Xochimilco, pero también en las riberas del Sotavento veracruzano, en especial en las inmediaciones del Coatzacoalcos. Hoy en día, la dieta ha quedado limitada a las variedades típicas de carne: res, cerdo, pollo, pescados y mariscos, pero en las rancherías aún es posible consumir armadillo, chivo, tepezcuintle, venado, cuachochoco —especie de gacela—, iguana, pixixe —patito de pantano—, pajaritos y perdices, jabalíes, tejón. ¿Y qué decir de la pochitoca, el bobo, el pejelagarto, el tismiche —las crías del bobo—, las pepescas —especie de charales—, la guabina, los acociles —parecidos al camarón de río (cambarellus montezumae), delicia de la mesa del tlatoani—, los burritos —camarón reculador (penaeus)—, el mayacaste —langostino—, el tegogolo? No casualmente, el paraíso mesoamericano, el Tlalocan, se ubicaba en las inmediaciones de Los Tuxtlas, justamente en los límites del Sotavento.
Si el maíz es el cimiento de la cocina veracruzana, la columna sobre la que se sustenta es el reino de vegetalia, que aporta hojas, raíces, tallos y flores, convirtiendo tal columna en auténtica y barroca estípite. Al florilegio tradicional de la cocina mexicana —flor de calabaza, gasparitos o flor de colorín, flor de izote— debemos añadir la flor cocuite, la flor de ortiga —sí, la flor tierna de la irritante ortiga—, de encino, de maíz, de plátano, los pemuches, nombre náhuatl de los gasparitos… Y el chochogo sotaventino —una suerte de platanillo, no confundir con el chochogo caribeño, el cual se consume en caldo, aunque en Los Tuxtlas lo preparan en agua fresca.
La cocina mexicana hierve en hierbas y condimentos, del epazote a la hierbasanta, del clavo al achiote, pero Veracruz se adereza con especies y especias peculiares. Basta agregar el xonequi para que los terrosos frijoles negros refritos adquieran un matiz único (Xico y altas montañas) o recurrir al chipile o chipilín, para dar a la salsa otro gusto, por no mentar el afamado tamal, registrado por la cocina tabasqueña pero acaso nativo de la región del Sotavento —Acayucan y las riberas del Soteapan fueron asientos olmecas, de ahí la vecindad.
Si las hierbas son fundamentales para la preparación del platillo, sea envolviendo la carne o la masa —en los asados o en los tamales en su amplia variedad, por ejemplo el pilte—, como añadidura a la salsa —en mole verde o en salsas de tomatillo—, no hay que soslayar la importancia de las semillas, las cuales reclaman también su toque. Por ejemplo el atole de semillas de amaranto, de girasol o de alegría.
iv
La memoria más fidedigna está en la piel. Con cierta brisa, recupera el airecillo de la infancia tropical, la fragancia eléctrica que restalla en el aire anunciando la tormenta. Volver es degustar en las escaleras del exterior del mercado Hidalgo un tamal de masa colada, esa preparación menos popular que convierte a la masa en manjar semejante a la mantequilla. El relleno es carne de res o cerdo bañada en un mole preparado con chile ancho y guajillo, con su hoja de epazote como acompañante, pero la cremosa suavidad de la masa —la cual no se nixtamaliza, sólo se sancocha— le da un sabor único. La hoja de plátano que lo arrulla añade aún más perfume a este guiso que es todo sinestesia.
Los tamales de esta zona compendian lo mejor del sureste. Uno de los más añorados, por sabrosos, es el chanchamito, pequeño tamal elaborado con carne de cerdo y una salsa espesa y condimentada con achiote, cuyo origen se remonta a la península de Yucatán, aunque se consume igualmente en Tabasco. Su nombre deriva de la voz maya chan, pequeño, cuya duplicación señala «pequeñísimo». Santamaría, en su Diccionario de mejicanismos, lo describe de esta forma: «Tamalito regional del sureste del país, ovoideo o casi esférico, hecho con masa de maíz de consistencia dura, con carne guisada y achiote adentro; envuelto en hoja de mazorca de maíz».
Otros tamales que atestiguan el crisol de culturas que es la ribera minatitleca son el tamal de frijol nuevo, de camarón, el tamal ya citado de chipil, el de pejelagarto y el de mole negro, sin faltar los tradicionales de elote, chiapanecos.
¿Qué decir de las diversas tortillas que se preparan en esta zona? Totopos, totopos de coyol, de frijol, comescalitos —especie de sopes convertidos en totopos—, todos fruto de la presencia zapoteca.
Sería injusto omitir una de las delicias del lugar. La carne de Chinameca se prepara con tajadas de carne de cerdo. Se macera con un adobo crudo de achiote —natural, no industrial—, chile guajillo, ajo, sal y vinagre —de piña, que es el usado en la cocina popular. Debe reposar días, o muchas horas. Al cabo, se orea mientras se enciende una fogata, de preferencia con leña de encino. La carne se dispone sobre un asador o, antiguamente, en un tapanco de madera. El ahumado, en combinación con la marinada, le confiere ese sabor, aroma y color únicos. Actualmente, aun cuando hay profusión de vendedores, mucha de la carne que se vende en Mina —en el callejón de Agustín Lara— no recibe el tratamiento adecuado, sólo está, por decirlo así, pintada con colorante. Se sirve con salsa mexicana cruda —pico de gallo, frijoles refritos y arroz rojo. El sabor único de este platillo, que nada le debe a un buen jamón curado, ameritaría fama universal.
Una manera de honrar al niño que una vez fuimos es recuperar la cocina del hogar. Todos heredamos una culinaria y está en nuestra mente y en nuestra lengua recrearla, así sea a través de la escritura. La desaparición de un platillo disminuye la memoria de la especie. Manuel Vázquez Montalbán señaló los pasadizos que conducen de las bodegas del paladar al acervo de la escritura: «El paladar y el sentido del gusto», escribió en el libro de firmas del restaurante Toñi Vicente, de Santiago de Compostela, «guardan una estrecha relación con la memoria. Por eso los gastrónomos, al referirse a un banquete de envergadura, afirman que ha sido memorable». No sólo somos lo que comemos, sino que al comer sumamos a nuestros ancestros. Toda comida es una ceremonia colectiva en la que confluyen, como en ese río por el que continúan circulando cayucos y lanchones cargados de flores, totoles, elotes y pescados, pasado y presente en flujo incesante.