Hubo un tiempo en que tus párpados se cerraban sobre mis ojos.
Vi a tu pobreza ocultarse en el hígado,
la multitud de los viernes alcohólicos
y las tinieblas maternales.
Tú,
¿ardes aún?
Yo no soy más que ceniza insomne.
Pronto vamos a reunirnos y a ignorarnos. Tú
(son las ventajas de la eternidad vacía)
no vas a pesar en mi corazón.
Ángeles
Sacudí la ceniza de mis párpados.
Busqué el día en el interior de la noche y, sí, se abrió en mí. Era como
[ser y no ser.
Descansé de mí mismo
hasta que mis venas se vaciaron en la luz.
Me acerqué a las materias visitadas por cuchillos, a las que gritan hasta
[despertar el corazón
y aún sentí la pulsación del hierro y la pasión de las máquinas enloquecidas
[en la inmovilidad.
Sucedió una pausa mortal. Inesperadas,
pasaron suavemente sobre mí tus manos.
Mujer desnuda
Tus cabellos descienden en un ala de sombra pero tu cuerpo fulge como
[la luz en el interior de la nieve.
Giras en ti misma como un planeta doloroso.
Mujer desnuda: arde
en ti la belleza y
su negación. Pronuncias
como un arpa discante
el último gemido.
Eres hirviente y fría como el fruto del sándalo, eres indescifrable como
[los alabastros asirios.
Una rosa de fuego surge de tu vientre y
clamorosa se abre
en la sombra inguinal. Después, se adentra
en mis ojos. Allí
se calcinan sus pétalos.
Jardines
Habrá cesado en el interior del lauro la melodía ronca de las tórtolas.
También habrán cesado en su avidez los córvidos amedrentados por
[el estertor del más breve, el que libó el ácido prúsico.
Quizá el lagarto agoniza bajo las violetas y,
abandonado por la lluvia, el jardín arde en un ascua amarilla
y el cemento enloquece bajo la corrupción de las cerezas
negras y ensangrentadas en el espesor del verano.
Aún existen otras posibilidades.
Quizá soy yo quien ha salido de sí mismo y estoy agonizando pero
[desconozco mi agonía
y, aquí, bajo los mantos de la furia volcánica,
sobre el cristal del sílice,
un resto frío de mi pensamiento entra
en el jardín de los desaparecidos.
Le deuil des Névons
Luis Fernández construyó un símbolo mortal para presidir, rodeado
[de saltamontes dormidos,
la melancolía y el otoño del parque de Névons, dorado y húmedo
bajo las miradas que,
en otro tiempo, a través de cristales construidos en la sabiduría de
[la luz,
vertían su belleza y sosegaban la vibración de los árboles.
René
Char escondía sus lágrimas en palabras que fraternizaban con las
[abejas y los pájaros.
Ah, cuánta tristeza y cuánta música prendidas en los rosales tardíos.
Es extraño:
Luis Fernández construyó el cráneo que sonríe con polígonos
[transparentes,
precisamente para que no floreciese demasiado la tristeza
en el espacio vacío del antiguo parque dorado
que decían el parque de Névons.
Un equívoco
Amo mi cuerpo; sus vértebras hendidas
por aceros vivientes, sus cartílagos
abrasados, mi corazón ligeramente húmedo
y mis cabellos enloquecidos
en tus manos. Amo también
mi sangre atravesada por gemidos.
Amo la calcificación y la melancolía
arterial, y la pasión del hígado
hirviendo en el pasado, y las escamas
de mis párpados fríos.
Amo el estambre celular, las heces
blancas al fin, el orificio
de la infelicidad, las médulas
de la tristeza, los anillos
de la vejez y las sustancias
de la tiniebla intestinal. Amo los círculos
grasientos del dolor y las raíces
de los tumores lívidos.
Amo este cuerpo incomprensible
y su miseria clínica.
El olvido
disuelve la materia pensativa
ante los grandes vidrios
de la mentira. Aquí
no van a quedar residuos.
No hay causa en mí. En mí no hay
más que imposibilidad y
un extraño extravío:
ir de la inexistencia
a la inexistencia.
Es
un sueño; un sueño vacío.
Pero sucede. Yo amo
todo cuanto he creído
viviente en mí. Amé las manos
grandes de mi madre y
aquel vértigo antiguo
de sus ojos y aquel
cansancio lleno de luz
y de frío.
Desprecio
la eternidad. He vivido
y no sé por qué. Ahora
he de amar mi propia muerte
y no sé morir. Qué equívoco.
Sucesos
Cuando del corazón surge el grito amarillo
grandes sargas se extienden sobre rostros amados.
Me dicen que ya es tarde y que el pastor de sombras
es ahora obediente a manos invisibles.
En nosotros ha entrado una serpiente ciega.
Ya nadie ama ni sonríe.
Un huracán de signos avanza inútilmente.
Las últimas mentiras se disfrazan de invierno.
Alguien baja a la fosa de los números,
alguien está anudando las cuerdas del olvido.
Los hay que cantan lívidos al borde del suicidio
y los más silenciosos copulan sin esperanza.
Un paso más allá todo es inexistencia;
todo se explica en el no ser.
Ya veo
la turba incandescente. Van a venir muy pronto
los reptiles del llanto.
Alguien gime cercado por la púrpura.
Alguien abre despacio la mirada sabiendo
que en su córnea se esconden las causas terminales
y que su pensamiento no es más que una sustancia que precede a la
[muerte.
Cunden fétidas rosas; sus pétalos cansados
descienden a tus manos. Silenciosas, se acercan
las madres que no olvidan.
Frutos enloquecidos
se unen a los restos desprendidos del fósforo
y a las últimas sílabas, a las incomprensibles.
En la hora imposible despertará el durmiente;
como un cuchillo negro te mirarán sus ojos.
Vas a quedarte solo. Tu cuerpo tendrá frío
desnudo para siempre, desnudo hasta los huesos.
Acepta tu extravío, entrégate a la luz:
la luz es el comienzo de la causa invisible.
Extrañeza en ti
En el fulgor de los equinoccios, cuando descienden las apariciones y
[ciertos pájaros se suicidan al amanecer,
y otros, más tristes y lascivos, piensan, tan sólo piensan en países
[cárdenos y en las hembras nocturnas,
entonces cesa la escritura enferma y en ti se anuncian reinas naturales,
incandescentes, físicas.
En el fulgor de los equinoccios tú eres roja y solar y estás ebria de ti
[misma; estás ebria y la música se desprende de ti.
Eres como el mar que se derrama sobre el corazón del pastor.
Tu desnudez hiende el temblor de los manantiales. Ardes en el extravío
[nupcial de las palomas.
Ámame en tu ceniza y en tus llamas, ámame.
Dame tu vientre, dame tu demencia. Liba
dulcemente en mis llagas.