Antes de desaparecer (fragmento) / Mauro Covacich

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El funcionario me sirve medio vaso de agua. El equipo de sonido de la sala transmite en monoaural los burbujeos de la botella. Alguien del público sonríe. Ocho por ocho 64: son tres bloques de 64 sillas, de las cuales no hay más de una decena vacías. Profesoras, estudiantes de quinto grado (el encuentro tiene un valor de seis puntos), matronas del Rotary y de asociaciones semejantes, un manojo de universitarios salidos de la biblioteca cívica contigua, jubilados y jubiladas que se levantarán a media conferencia para ir a comer sopa, dos o tres personas de más de ochenta años mantenidas en vida por el narcisismo y la curiosidad (sin duda, durante el cierre alguno de ellos exigirá el micrófono), y sí, también, en las primeras filas con mi último libro apoyado sobre sus rodillas, algún lector aficionado. La Sala Aiace está lista para escucharme hablar. Anna también lo está. Hacía mucho tiempo que no me acompañaba. Claro, Udine está a unos cuantos pasos de casa, pero de cualquier modo es significativo que mi esposa haya cerrado el laboratorio a media tarde, se haya puesto lápiz labial, la pulsera de Basaldella, el traje sastre con el que se casó, y que se haya trepado al coche junto conmigo. Quizás es sólo por lo que sucedió esta noche, o quizás no.
    —Buenas tardes, es bonito ver tanta gente a pesar del mal tiempo. Discúlpenme si no estoy lúcido, pero anoche bajé del tren a las cinco. Sé que el encuentro es sobre el placer de la lectura, pero yo quisiera contarles lo que me sucedió esta noche, ténganme paciencia —los muchachos se deslizan un poco sobre las sillas y cierran su cuaderno de apuntes—. Eran las cinco, como les decía, la explanada de la estación estaba completamente blanca como todos los paisajes que he visto desfilar frente a la ventanilla del tren que va de Milán a Pordenone. Es increíble que aquí, en Udine, todo esté seco (¡pero qué frío!). Imagínense mi viaje, digamos mi odisea, dentro de una Siberia llena de cobertizos, viñedos, multisalas, tiendas al por menor de escaleras telescópicas. Todo está blanco e inmóvil, sustraído a la realidad a favor de una dimensión descaradamente literaria; y, como ven, aquí estamos. Literatura. El Intercity1 salió puntual a las 19:10 y debía llegar a las 22:50. Sólo que la nieve cayó inesperadamente como… como un único copo gigante, un meteorito tan grande como Siberia, estrellado sobre la llanura padana, para bloquear los coches, los trenes, los aviones, ocultando los ruidos de la calle y empujando la noche de las personas despiertas, en gran parte viajeros, claro, pero no sólo viajeros, hacia una nueva forma de sueño. En Vicenza el jefe de tren nos dijo que ya no se podía seguir. Hasta ahí habíamos avanzado casi a paso de hombre, con el ayudante del maquinista que bajaba a accionar los cambios manualmente, pero de ahí en adelante no hubo manera de avanzar. «Más de cincuenta centímetros en tres horas», repetía el jefe de tren, sacudiendo su hermosa cabeza de caballo, a aquellos que le pedían información, posibles transbordos, etcétera. Entonces todos tuvimos que bajar a los andenes, con los abrigos todavía desabotonados, los troles levantados como las maletas de antes, detrás de los agentes de la policía ferroviaria que nos guiaban hacia el brillo verdejo de la sala de espera. Bien, pues fue en medio de esa confusión que encontré a Angela. El hermoso título de este encuentro reza Lee y verás, pero si yo me hubiera quedado sentado con mi libro en el compartimiento, no habría visto a Angela.
    El público me mira sin entender. Son pocos los que ya me otorgaron su confianza, la mayoría se esfuerza en adivinar adónde los quiero llevar. Entre ellos está también Anna, a quien solamente he insinuado algunos contratiempos de esta noche mientras me metía debajo de las sábanas. Esta mañana salió cuando yo todavía dormía. En el coche le dije que hablaría de Kafka y Rilke. Después pasamos a mi entrevista al Corriere della Sera y encontré en la masa grasienta del cansancio mis últimos recursos mentales para inventarme una conversación que no tuve y que jamás tendría, en un periódico que, después de la llamada del cazador de cabezas, que se remonta a hace ocho meses, ya había digerido abundantemente mi desaparición. La conversación que tuve en Milán fue con una tal Susanna, quien vestía mi falda preferida pero que, claro, no se arrodilló como Jesús en el jardín de Getsemaní. ¿Anna sabe de Susanna? No, todavía no. Y, de todos modos, ¿quién es esa Angela?
    —«¡Hola, Angela!», le dije. Y ella: «¡Profe!, ¿cómo está?, ¿en serio se acuerda de mí?». Quizás alguien de ustedes ya sabe que también fui profesor durante algunos años. Angela estaba en tercero C durante mi primer año de docente en el Liceo Marchesi de Conegliano. Había sido un año difícil, el director había recibido una carta anónima en donde se decía que me entendía con una de mis alumnas. La alumna era Angela. ¿Podía no acordarme de ella? Estaba en la sala de espera desde hacía ya un par de horas, había sacado de su maleta un suéter y se lo había extendido sobre sus piernas, pero también todos los demás tenían aspecto de refugiados, estaban sentados sobre sus bolsos, estaban tan amontonados que no lograban apoyar sus codos; trabajadores y estudiantes, usuarios de ida y vuelta, algún turista de interrail, una masa de gente arropada inmersa en el vapor de sus alientos. Aquellos que se lo podían permitir se habían ido a dormir en los hoteles cercanos a la estación, los demás estaban resignados a pasar la noche así; a lo mejor la situación mejoraba tan repentinamente como había empeorado y todos aquellos trenes estacionados sobre los rieles se marcharían hacia sus destinos. ¡Ojalá! Angela me acompañó a buscar comida. Ella había logrado conseguir una de las últimas golosinas antes de que el repartidor automático se vaciara por completo, y ahora se lamentaba de mi ayuno. En la gran cafetería iluminada como si fuera de día, a la una de la madrugada, la gente había comido todo lo comible, incluso los dulces, incluso los sobrecitos de dulcificante, incluso las decoraciones de fruta en los estantes de los emparedados, y los empleados estaban allí todavía rompiéndose el lomo para vender las últimas gotas de grapa y Punt e Mes.2 Afuera de las ventanas se veían los coches de los guardias municipales que esperaban los primeros vehículos quitanieve. Entre la cafetería y el atrio central había un vaivén incesante de gente con aire desorientado. Muchos habían tratado de apaciguar su hambre aceptando las grapas del barman, por lo que se emborracharon de inmediato. Causaba una extraña sensación ver a aquellas personas bien vestidas tambalearse engrapadas (sí, engrapadas aquí viene muy al caso) a sus Samsonite con rueditas. Pero todo era extraño ayer en la noche, también Angela y yo que nos poníamos al día sobre nuestras vidas, mirando caer la nieve sobre la explanada de la estación, ambos pensando en aquella carta y en lo que decía. La licenciatura, la maestría, el departamentito en Lambrate, Angela me ofrecía cajas que adentro tenían otros pensamientos, de vez en cuando me observaba desde atrás de su pelo rubio cortado en casa, en una casa sin espejos, como para animarme a hacer lo mismo. Ábreme tu corazón, háblame de ti, prepara unas cajas y ponles dentro algo tuyo. Y en efecto, quizás por la nieve, quizás por la situación, quizás por la voz que ahora me sería fácil definir como angelical de aquella antigua alumna mía, empecé a imitarla. Le dije que hoy tendría que hablar del placer de leer y que tal vez me referiría a esa cafetería donde estábamos sentados, a esa cafetería y al Castillo de Kafka. «Sí, ¡es verdad!, ¡la posada del Castillo!», exclamó Angela. «Sí, ¡ándale!, la escuela. ¡El mismo paisaje, las mismas figuras extranjeras, la misma atmósfera surrealista! Muy bien, ¿te acuerdas de las esperas de K.?». «¡Sííí!», exclamó ella desde abajo de su absurdo fleco rubio. «¿Te acuerdas de los pequeños charcos de cerveza?». «¡Sííí!». «¿Y de Frieda atrás del banco?». «¡Sííí!», exclamó una vez más. No agregué si se acordaba de Frieda y K. abrazados debajo del banco porque no quería que mis cajas contuvieran aquel tipo de efectos personales. Así era más que suficiente. Nunca he alcanzado tal grado de confidencia con una desconocida (porque esto es en el fondo Angela para mí), y sin embargo todavía no nos habíamos contado nada, solamente habíamos intercambiado cajas, las últimas de las cuales contenían literatura.
    El público me escucha, finalmente se animó a escucharme. En las últimas filas algunos muchachos están haciendo comentarios dentro de sus enormes suéteres alternativos, quizás esperan algo escabroso, quisiera decirles que se quedarán desilusionados. También el funcionario parece pensar lo mismo, juguetea con su uña sobre la etiqueta del agua mineral mientras asiente a lo que digo moviendo el torso como un judío ante el Muro de las Lamentaciones. Y tú, Anna, ¿qué piensas? ¿Crees que es ella? ¿Qué me estás diciendo con esos ojos, dentro de tu traje sastre de novia? ¿Por qué viniste? Debería cambiar de tema, no sé a dónde me van a llevar mis palabras, debería hablar de Kafka y de Rilke, como se lo prometí a quien me invitó (300 euros netos más reembolso kilométrico), y en cambio insisto con lo de Angela, con la inercia que tienen las divagaciones más embarazosas, una vez que arrancan.
    —Y bien, la noche continuó así. De vez en cuando alguien iba a tocar a la puerta de la oficina de control y luego les refería a los otros refugiados el contenido de los boletines acerca del tránsito y de la nieve. De vez en cuando venían a la sala de espera los voluntarios de la Cruz Roja trayendo sus termos con té. Angela me contó que dejó a su novio por otro después de tres años de convivencia y que sufrió tanto por él que deseaba que se invirtieran los papeles, quería ser ella la dejada y que su ex fuera feliz con otra. Yo le dije que era algo comprensible, sobre todo con las personas a las que se había querido mucho, que quizás esto era lo que contaba el mito de Admeto y Alcesti, ése donde Alcesti ama a tal grado a su marido que les pide a los dioses que sea ella quien muera en lugar de él. Más que de muerte, ¿ese mito no habla de abandono? En el fondo, ¿no sienten que se mueren las personas que uno abandona? «Pero él rompió la corteza del dolor / en pedazos y extendió altas sus manos / como para detener al dios fugitivo. / Pedía años, sólo un año más / de juventud, meses, pocos días, pero noches sólo una, / sólo una noche, esta noche: ésta». «¿Ves? Basta con sustituir la palabra juventud con la palabra amor», le dije a Angela. «Según yo, en estos versos no hay nadie que se esté muriendo, solamente hay un hombre abandonado. Conozco pocos poemas de memoria, pero el Alcesti de Rilke lo llevo conmigo desde la primera vez que lo leí», le dije como para justificarme. Y después continué recitando en voz baja, sentado en el piso, al lado de Angela, sin mirarla. «Pero una vez / más él miró su rostro, volteando / atrás, en una sonrisa como / una esperanza, una promesa: regresar / a él adulta desde la sombría muerte / a él viviente… Entonces él las manos / apretó sobre su frente, arrodillado / para no ver más que aquella sonrisa». Angela lloraba pero yo fingí no darme cuenta. Había algo en ese encuentro nuestro, quizás algo más todavía, en el marco en que se estaba celebrando, que me obligaba a continuar. No éramos náufragos, sólo estábamos esperando que nuestro tren se marchara, acurrucados en una sala llena de prendas húmedas y aliento vaporizado. ¿Qué me empujaba tan cerca de Angela? Pero también podría decir: ¿qué me permitía ser tan descarado, tan desprovisto de escrúpulos y pudor? —pausa—. El libro que estaba leyendo.
    Es un capicúa. La gente estaba trasladándose hacia el final a velocidad de crucero y de repente se encuentra con el cofre orientado en dirección hacia donde vino. Las señoras del Rotary se pelean los brazos para ponerse derechas sobre las sillas, una de ellas arquea teatralmente las cejas: ¿el libro que estaba leyendo? Los viejos renunciaron desde hace rato a escucharme con atención y están construyendo en su cabeza la intervención del todo ajena y apriorística que harán en cuanto deje el micrófono. Pero los muchachos con suéteres alternativos han dejado de comentar. Dos de ellos (él, lentes con
armazón fantasma como de estudiante de informática; ella, cabello rizado, crespo, cara bonita de comadreja) han vuelto a abrir el cuaderno de apuntes. Al centro de este sistema receptivo pluridiferenciado (no puedo dejar de pensar en qué tan lejos está de la consonancia de las plateas de Rensich) está el corazón de mi esposa, que se estrecha y se expande dentro de su tórax de muchachito. Anna me mira sin bajar los párpados, como si en aquellas distracciones infinitesimales pudiese perder contacto y yo me
convirtiese en una señal definitivamente lejana e incomprensible. ¿Qué
me estás diciendo? Cada vez que me cruzo con su mirada, me detiene y me interroga. Ahora debería explicar por qué, si hubiera continuado leyendo aquel libro, no me habría encontrado con Angela, o la habría encontrado si no lo hubiera leído. El funcionario reducía a bolitas los pedacitos de etiqueta girándolos con la yema sobre la seda verde de la mesa. Las contradicciones se deben explicar.
—Si yo me hubiera quedado sentado con mi libro en el compartimiento del tren, no habría visto a Angela; sin embargo, si no hubiese tenido aquel libro entre mis manos, no me habría asaltado tal… tal frenesí comunicativo, digamos. Para mí era urgente hablar de ese libro, o mejor dicho, no hablar sino compartir, vivir junto con alguien la experiencia de ese libro, quizás incluso sin citar el título, vivir con alguien lo que ese libro me estaba provocando. Obviamente nunca me habría comportado así en una situación normal, créanme, generalmente no soy así, generalmente el tren, aunque vaya retrasado, me regresa a mi casa sin percances y yo me quedo inmerso en la lectura, o escucho música, no importuno a mis compañeros de viaje. Pero esta noche la urgencia de compartir ese libro se encontró con la urgencia, o mejor dicho, la emergencia de lo que acontecía fuera de mí. El libro me estaba mostrando la vida y la vida me estaba empujando a mostrar el libro. Pero ya basta de rodeos… —Y casi como un vendedor ambulante, saco de mi bolsillo el pequeño libro de Milo De Angelis titulado Tema del adiós.
    »Aquí está, es éste. Aquí adentro hay dos poetas que se aman. La mujer muere de cáncer y el hombre intenta cincuenta y siete veces congelar su amor en un poema, intenta recoger en una imagen su vida juntos, entregarla a la nada y al mismo tiempo construirla. Cincuenta y siete intentos. “Te despides de mí, te vuelves a poner el sostén, sientes / que puedes extraviar el código terrestre, demoler / el núcleo, caer en la oscuridad. Vas hacia la ducha. / Recuerdas un nueve y ochenta en cuerpo libre, / una primavera de la piel, una diagonal perfecta. / De la pesadilla extraes una horquilla, te arreglas / los cabellos, te pones la cofia, pides solamente / ser perdonada”. Éste es un intento. ¿Me entienden? Yo leía en aquel tren lentísimo y pensaba en qué tanto puede estar desesperado un hombre que perdió a la mujer que ama. Y sí, también pensaba en qué tan hermoso debe de ser desesperarse así, en qué tan afortunado es este hombre desesperado. Pensaba en la institución, en la fundación, en la perfección del amor por su esposa. Cincuenta y siete variaciones sobre el tema del adiós. Pensaba en que es mucho más bella la muerte que el abandono».
    No es suficiente; en realidad falta una pieza, la explicación está incompleta. Ahora debería decir que ayer en la noche, gracias a este libro, experimenté solidaridad con los vivos y busqué a Angela, una como Angela, a quién decirle que amaría para siempre a mi esposa, que la amaría y que nunca la abandonaría. Ésa será la pieza faltante, sólo que el calor del llanto sube desde el esternón con toda la intención de humillarme. Me concentro en las manos peludas del funcionario, en sus bolitas de la etiqueta de agua mineral. Tomo aliento lo menos teatralmente posible. La gente me mira con expresión rígida, parece un músculo en tensión. Trato de huir de los ojos de Anna, debajo del escote de su traje sastre aparecen las primeras manchas rojas. Me aprieto el índice y el pulgar un poco por arriba del tabique de la nariz, como si pudiera cauterizar los conductos lacrimales. Un viejo cronista televisivo que se conmueve por sus mismas palabras, en eso me he convertido. Antier frente a Doctor Insólito, hoy en la Sala Aiace. Estoy llorando en la Sala Aiace.
    —Discúlpenme, quizás no tendría que haber venido —logro decir después de que bebí todo el vaso de agua que me sirvió el funcionario—. Se lo dije, pasé una noche verdaderamente extraña y el cansancio a veces puede hacer malas jugadas —la muchacha de cara bonita de comadreja es la única que me observa con simpatía—. Pues ni yo sé qué quería decir. Quizás la lectura satisface nuestra hambre de vida, pero la satisface sólo si ya estamos hambrientos. No lo sé —y no lo sé de verdad, quizás el funcionario no me dará ni siquiera los 300 euros que me prometió—. Angela y yo nos despedimos a las cinco y diez de esta mañana, mientras nuestro Intercity llegaba a su Conegliano. Más de cuatro horas intercambiándonos cajas. «Yo fui», me dijo cuando bajó y el tren estaba todavía allí con las puertas abiertas enseñándome a una antigua alumna sobre la banqueta blanqueada de la estación. «Yo fui, aquella carta la escribí yo». Así me dijo, y después el tren se fue. He aquí —pausa—, lee y verás. Gracias.
    El silencio acumula electricidad estática, por alguna décima de segundo parece que puede erizar los vellos de las manos y las pelusas de los suéteres, después se desploma. Mientras que el público se deshace en aplausos inesperadamente generosos, me pregunto si también el funcionario notó a la mujer con las manos en su regazo. Viste un traje sastre gris, tiene los ojos húmedos, las manchas en el cuello. Vaya a saber si él también entendió que espera sólo el momento de volver a subir al coche.

TRADUCCIÓN DE BRENDA MORA
 
 

1. Tren de alta velocidad que recorre las principales ciudades de Italia.
2. Punt e Mes, marca de vermut.

 

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