Disculpe el tono, don Juan, y esta poco comedida manera de dirigirme a usted. Discúlpeme, de veras, pero es que no hallaba otra forma de contarle lo que usted mismo vio desde su altura privilegiada y silenciosa. Sí, se trata de su dizque homenaje en San Gabriel y Sayula.
Desde antes de llegar a San Gabriel, nos acordamos de usted muy vivamente por aquello del bosque en llamas (bueno, esa paráfrasis es de su hijo, el pintor). La cosa es que daba una lástima ver tantas y tantas hectáreas de bosques incendiándose bajo el sol implacable. Y mire usted qué ociosidad la nuestra de querer descubrir en esos paisajes la Media Luna.
El caso es que llegamos a la mera hora, cuando empezaban a servir la barbacoa en una granja a las afueras de San Gabriel. Ya estaban allí las personalidades que intervendrían en el homenaje.
Luego de escuchar el coro de ancianos que vino de Ocotlán —quienes, por cierto, por poco no llegan, pues se quedó sin frenos el camión que los transportaba—, y una décima casi al vuelo que le dedicó Marcial Alejandro, nos fuimos rumbo a la plaza porque ya iban a develar la placa que colocaron en la fachada de la casa donde dicen que usted pasó su infancia. Mientras tanto, una banda tocaba en el quiosco.
Su amigo, Juan José Arreola, charlaba con la candidata a senadora por el pri, María Esther Scherman, quien, al igual que un candidato a diputado, vino a llevar agua a su molino electoral, cosa que no les funcionó del todo por las protestas que se levantaron, aunque tímidamente, en un sector de la gente ahí reunida.
Seguramente usted se dio cuenta de lo desorganizado que estaba aquello. Los oradores no llegaban. Ya habían colocado en la azotea un gallo de barro —mandado a hacer en Tonalá por Raúl Padilla— que se asomaba, inclinado, hacia la calle. Sin duda usted se enteró de que a ese gallo se le rompieron las patas y fue colocado sobre una maceta con tierra y lo apuntalaron con dos ladrillos.
Vinieron luego los discursos y lecturas de textos sobre usted, su casa, su obra, San Gabriel, etcétera, por Raúl Bañuelos y no recuerdo quiénes más.
Su esposa corrió la tela que cubría la placa, pero el viento que soplaba de sur a norte trataba de regresarla. No hubo aparato de sonido, así que no se escuchó nada, y, por si fuera poco, empezaron a repicar las campanas del templo.
De nuevo nos fuimos a la plaza. Desde el quiosco siguieron los discursos, ahora a cargo del profesor Salvador Sandoval y los escritores Juan José Arreola y Eraclio Zepeda. Quién sabe qué impresión le daría a usted el histrionismo de su amigo Arreola. A muchos les pareció excesivo. Vinieron luego las canciones: dos a cargo de Marcial Alejandro, dos de Esther Echeverría, un guitarrista y el grupo Za Zil.
Lo que se esperaba que fuera una fiesta popular se convirtió en un reventón con tequila y cervezas de un puñado de extraños que llegamos con grabadoras y cámaras de video y fotográficas. Y, lo que es peor, con mal disimuladas poses de intelectuales.
Mientras todo ese irigote sucedía, los lugareños no alteraban su rutina. Las señoras enrebozadas pasaban, mirando con curiosidad pero sin detenerse. Los señores sombrerudos observaban desde las esquinas. Los niños comían elotes sentados en los escalones del quiosco.
Quién mejor que usted para narrar estos actos llenos de absurdos y comicidades involuntarias. Recordé su cuento «El día del derrumbe», donde narra cómo se chorrió el ponche por la visita del gobernador. Bueno, algo parecido sucedió acá.
Y ya ni le cuento lo del día siguiente, en Sayula, porque por andar en los bares y cantinas curándonos la cruda ya ni fuimos al otro acto, el de la entrega de premios del concurso de cuento que lleva su nombre y que dicen que estuvo muy aburrido.
A pesar suyo, don Juan, se sigue hablando y escribiendo de usted, y se inventan homenajes y conmemoraciones por lo que hizo y, peor aún, por lo que no hizo. Nomás acuérdese de la pasada Feria Internacional del Libro dedicada a usted. Qué no se dijo. Que si usted escribió tal y cual; que si pensó escribir tal cosa y no lo hizo, o lo hizo y lo destruyó; que si usted y los nórdicos, y muchas más cosas.
¿Ya vio el libro que publicó Proceso con la colaboración de la Universidad de Guadalajara, que se titula Rulfo en llamas? ¿Y el otro libro que escribió Leñero, una obra de teatro con el título ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola?? ¿Descansa usted en paz, don Juan, con tanto ruido?
Disculpe, no es mi intención perturbarle su silencio eterno. Está mal que lo diga, don Juan, pero usted tiene la culpa de todos estos relajos. Se lo digo con todo respeto. Usted es el responsable por haber desatado los murmullos que nos mantienen en constante sobresalto, y ya no sabemos quién es el que habla y para qué.
No hemos aprendido su lección: silenciar la lengua y hablar con el trabajo.