(Teocaltiche, Jalisco, 1959). En 2013 publicó el libro de poemas Aquí no hay un bosque (Quimera / Universidad de Guadalajara).
La sencillez de sus poemas, entendida como el uso del lenguaje coloquial y de los formatos de la cultura popular como materia poética, era seductora y engañosa. Nos hacía creer que cualquiera podía lograrlo, y con ello, que podíamos ceder, con su permiso, a la tentación de imitar su voz. A mí me sucedió, al menos.
Confieso que tuve que contenerme muchas veces, deslumbrado y sonámbulo, para no unirme a ese armónico coro de seguidores falaces. Los recursos estaban ahí para todos, al alcance de la mano o de un clic, en un meme, un flyer, un anuncio, una cita encontrada, o una frase hecha extraída de un refrán, de un libro de autoayuda, de la Biblia. Sin embargo…
Como lector, yo actuaba más en el papel de fan que en el de un observador perspicaz, crítico y sensato; eso sí, de todos modos, terminaba esta travesía imaginaria que supone la lectura de un solo modo: divertido y gozoso.
Tal poder fascinante estaba en el centro de su arte. Mezcla de humor y estoicismo, inteligencia y compasión, autenticidad y simulacro, nihilismo y solidaria esperanza, esta combinación extraña, por única, le permitió construir un personaje poético que se asemejó casi perfectamente a su persona a través de la ironía, la irreverencia y la impostura, nunca de la simulación.
En algún momento, que vendrá pronto, a la lectura gustosa de su obra se añadirá el estudio de los recursos que empleó para convertir materiales comunes o inesperados en inédita sustancia poética: el discurso publicitario, las guías prácticas, las noticias chuscas, el falso testimonio confesional, el original uso de los títulos como procedimiento retórico…
Por alguna razón, leer algunas de las entrevistas que concedió me recordaba el tono y las respuestas con que un Borges socarrón y marrullero eludía las preguntas comprometedoras o bobas. En su conocido prólogo a La invención de Morel, el poeta argentino llamó a la novela de Bioy Casares una obra de «imaginación razonada» que «traslada a nuestra tierra y a nuestro idioma un género nuevo».
Mutatis mutandis, algo semejante se podría decir del múltiple, diverso, fragmentario y disonante cuerpo de obra de Ortuño (uso este término propio de las artes visuales a propósito). Ángel quizá no inventó todas las formas poéticas de que echó mano, pero sí las cultivó de una manera coherente, consistente y unitaria, orgánica. La sensación general de que nos tocó coincidir en las calles o en las charlas de café con un poeta mayor, para usar las palabras de su hermano Antonio, no es exagerada. Por ello, también podría suscribir el último párrafo del prólogo en relación con su legado literario. No lo hago por amistoso pudor, porque nunca discutimos los pormenores de un poema y porque, al fin y al cabo, a Ángel le importaría un bledo.