Inventor de falanges, mobiliarios estelares, alfabetos pasionales, super-niños, olimpíadas culinarias y muertos transmundanos, Fourier siempre me pareció insuperable. Boris Groys, el autor de Volverse público (Caja Negra, 2014), me sacó de ese error. Al parecer, varios físicos y filósofos, que actuaron y pensaron durante la Revolución Rusa, consiguieron sobrepasar las fantasías de Fourier, exacerbando la quimera en el plano de lo estrictamente político. Me refiero, sobre todo, a Aleksandr Bogdanov y Nikolai Fiodorov.
De Aleksandr Bogdanov sabemos que fue físico y amigo de Lenin, y que fundó y dirigió, en los años veinte del siglo pasado, un Instituto para la Transfusión de Sangre con el que esperaba aminorar el envejecimiento o detenerlo por completo. Su objetivo era crear una solidaridad intergeneracional, esencial para la fundación de una sociedad más justa. El segundo, que formuló por primera vez el derecho a no morir, otorgándole carácter de reivindicación legítima, tenía una confianza ciega en la tecnología y su objetivo era alcanzar la vida eterna para todos. Su lema era clarísimo: No a la discriminación de la muerte. Sólo así, garantizando la perdurabilidad de las generaciones futuras y resucitando artificialmente a los muertos, existiría una real equidad y se eliminarían por completo los privilegios. Fiodorov, quiero decir, veía en la Revolución una falla fundamental. La inmolación de las generaciones actuales, en beneficio de las futuras, representaba para él una indignante injusticia histórica: el socialismo como explotación de los muertos por los vivos.
No fueron los únicos que formularon ideas de este tipo. Aleksandr Svyatogor, líder del grupo anarquista ruso Inmortalistas, también abogaba por los derechos humanos asociados a la existencia (inmortalidad, resurrección y rejuvenecimiento). Coincidía con Fiodorov en que el Estado debía garantizarlos para hacer posible el verdadero socialismo. La muerte, afirmaba, separa a la gente y la propiedad privada no puede ser eliminada mientras cada ser humano detente un fragmento privado de tiempo.
La inventiva, digamos, tenía su lógica, y no faltaron adeptos que llevaron el delirio, si cabe, aún más allá. Hubo quienes promovieron una sociedad de inmortales a escala interplanetaria, otros que dedicaron sus textos a la patrificación de los cielos, es decir, a la conversión de los planetas en lugares habitables para nuestros padres resucitados, y otros que, anticipándose a Benjamin, vieron en el «copiado» el método ideal para la producción artificial de la vida eterna.
El lector recordará que Bram Stoker había publicado, pocos años antes de estos desvaríos, su novela Drácula, que, entre otras cosas, despliega un fabuloso arsenal imaginario para insinuar las ventajas y, sobre todo, los quebrantos de la inmortalidad. Así su personaje, el famoso vampiro de Transilvania, oscila entre la potencia depredatoria y la vulnerabilidad de la orfandad, la soledad y el deseo, revelando que, en resumidas cuentas, la eternidad no alcanza para suprimir o remediar la carencia metafísica que nos constituye. No sólo eso, sino que hace de esa insatisfacción su pesadilla más íntima. Fausto, Frankenstein, El golem y El retrato de Dorian Gray (para citar algunos ejemplos) confirman, si fuera necesario, esa penosa verdad y vuelven a poner de manifiesto la ambivalencia humana frente a la utopía de la perduración sin límites.
Visto así, el vampiro de Bram Stoker sería, simultáneamente, la premonición inglesa de estas quimeras rusas, su signo distópico, y la advertencia de que la desmesura, como nos enseñó Goya, siempre acaba engendrando monstruos. (Cualquier lector de la novela La excavación, de Andrei Platónov, lo comprobará.) Es también un sutil recordatorio de que la literatura y, por extensión, el arte y los sueños, mantienen con la política una relación muchísimo más compleja de lo que parece. El diálogo es siempre oblicuo y tangencial, pero no ineficaz, no indiferente a lo que vuelve a ocurrir en el mundo, una y otra vez, mientras el texto avanza, ilumina zonas en forma retrospectiva y espera lectores que estén listos para comprender.