Nodos / El apetito es ansiedad / Naief Yehya

No me preocupa en lo más mínimo que mi trayectoria siga siendo tan poco reconocida. No me afecta que algunos de mis más mediocres rivales tengan sueldos millonarios, reciban premios y actúen pomposamente en frívolos programas culinarios televisivos. No quiero compartir la fama demagógica de aquellos que reciben estrellas Michelin por repetir viejas recetas probadas, platillos aletargados y mezcolanzas intrascendentes. Yo siempre he aspirado a que mi cocina sea una experiencia total, que mis platillos no sólo llenen el paladar, el olfato y el tacto, sino más bien la imaginación. Pero eso no funciona en los restaurantes de hoy. Los fariseos hipócritas, engreídos y mojigatos que se hacen pasar por restauranteros tan sólo quieren enriquecerse.

Es por eso que mis relaciones con los dueños y administradores de los restaurantes donde he trabajado siempre son tensas, escabrosas, ríspidas y eventualmente terminan siendo hostiles. De más de un restaurante he salido a golpes. En una ocasión me arrestaron por enviar por correo pescados podridos a uno de mis jefes… bueno, y también por haberlo amenazado de muerte por Facebook. Un error que nunca volveré a cometer. Otra vez me sacaron a patadas de una cocina que me negaba a entregar a una pandilla de ignorantes que despreciaban mi talento, ideas y propuestas, cuestionaban mis platillos y decidieron despedirme un día en que ofrecí de brunch un plato único de criadillas con huevos de paloma y huevos de pato en una cama de sangre, morcilla y horchata. Era una oda a la vida. Un auténtico poema para los sentidos. El cretino a cargo me exigió que cocinara huevos fritos, pancakes, crepas y demás idioteces. Yo me negué y, con un par de asistentes fieles, defendimos la cocina armados con cuchillos, tubos y escobas hasta que llegó la policía y tuvimos que entregarnos. De cualquier manera fue una salida honrosa.
     Después de dos semanas medianamente tormentosas de trabajar en un restaurante, nuevamente me encontraba en una situación tensa. El señor Masahari Ito, el principal socio, me llamó para decirme que teníamos que hablar de un asunto muy serio. Hice un recuento mental de las causas posibles: pensé que estaría disgustado con mis gastos, los cuales seguramente le parecían excesivos. Siempre pasa lo mismo. Quizás el episodio de las anguilas vivas de la cena del jueves anterior le molestó. Algunos comensales salieron gritando y se negaron a pagar la cuenta. Son cosas que pasan. Nadie tiene la culpa de las reacciones de histeria de la gente cuando confronta situaciones inesperadas. Aunque, si por mí fuera, no le daría de comer a nadie que no me demostrara una cierta sensibilidad, buen gusto, espíritu de aventura y tolerancia. Lamentablemente esa idea no le sienta bien a los mercenarios que financian restaurantes. Pensé también que a lo mejor se había enojado porque ataqué a un garrotero por incompetente, aunque difícilmente podría ser eso un motivo para una junta especial, en concreto porque yo tenía razón. Además, al idiota del garrotero no tuvieron que darle más de cinco puntos en la frente.
     Cuando llegué, Ito ya me estaba esperando en el restaurante. Me senté en una de las mesas. Ito caminó hacia mí con pasos cortos, como de perro faldero nervioso.      Su rostro parecía hecho un nudo, los músculos apretados como un esfínter. Se dejó caer pesadamente en la silla y exhaló. Me dijo que ya le habían advertido acerca de mí, pero había tomado el riesgo de contratarme porque quería a un chef atrevido. Quise decirle que él no sabía lo que era el atrevimiento, pero no me dio oportunidad.
     —Me costaba trabajo creer lo que mis colegas decían de ti y tu temperamento —dijo jadeando—. Tu necedad. Tu fanatismo. Pero ya veo que tenían razón.
     Pensé quedarme callado. No tenía caso responder. Lo mejor era recoger mis cuchillos y largarme de ahí. Aunque seguía sin explicarme cuál era la causa de su inconformidad. Pero entonces me dijo:
     —¿No entiendes que la empresa depende de ti? ¿Que el público depende de ti?
     —El comensal no es mi responsabilidad ni es mi amigo. Es un crítico en potencia, es alguien a quien debo dejar azorado. ¿La empresa? Eso no existe, sólo es un montón de dinero invertido en mesas y una cocina con la esperanza de multiplicarse. La comida es una expresión de lo que queremos ser. El elemento alimentario es cada vez más irrelevante.
     El cuello pareció inflársele como si lo hubieran envenenado o como si se transformara en un gigantesco batracio.
     —¿Qué dices? Todo lo que hacemos es por el público, para complacerlo, para que salga satisfecho, para que regrese, no para crearle una identidad.
     —Si dependemos de la opinión de los cretinos que ocupan las mesas, entonces no valemos nada. Detrás de cada boca abierta hay un blogger en potencia, juzgando cada bocado, cada ingrediente y proceso, sin entender lo que representa cada plato y muy probablemente sin tener la menor idea de cómo preparar ni siquiera una mugrosa salsa bechamel. Esa gente no viene a comer, vienen a masticarme a mí.
     —Eso es lo de menos. No te pagamos por intimidar a los críticos. Nada se puede hacer contra los bloggers aparte de preparar comida maravillosa que los sorprenda y deje satisfechos. Ésa es la tradición de este establecimiento.
     —La comida tradicional está muerta. Quien aún la busque lo hace simplemente por necrofilia y necrofagia. Cocinar es un juego de poder. A mí no me importa que al comensal le guste o no le guste mi comida. Mucho menos me preocupa que quede satisfecho o con hambre. Ése no es mi problema. Lo que me importa es ser fiel a mi propuesta. Si el comensal se queda con hambre, que salga a comprarse un hot-dog o una bolsa de papas fritas, o mejor que se vaya a comer a casa de su madre si es que aún la tiene. Yo no me dedico a llenar panzas. La comida es identidad y ansiedad. Es más, mi menú de la cena de hoy consistirá únicamente de tres aromas y una espuma.
     —No, nada de eso. Vas a presentar un menú con platillos comestibles, todos con porciones suficientemente amplias e ingredientes ecológicamente autosostenibles, como se ha hecho desde que fundé este restaurante —dijo subiendo la voz y golpeando la mesa.
     —Eso lo puedes hacer tú o cualquiera de los sous-chefs. Es más, puedes poner hasta al garrotero idiota al que le partí la cabeza a hervir papas. ¿Autosostenible?      Debería darte vergüenza. Estamos a un parpadeo de la hecatombe que provocará el cambio climático, en un tiempo en que miles de millones dependen de la gran agroindustria para sobrevivir. ¿Qué va a cambiar porque uses zanahorias y frutas de estación cultivadas en una finca local?
     —Yo cambiaré, mis clientes cambiarán. Eso es suficiente.
     —Cambiarán más tú y tus clientes si su comida es una experiencia existencial.
     —Recoge tus cosas y no quiero volverte a ver en mi restaurante. El lunes puedes pasar por tu liquidación.
     —Primero tendrás que sacarme a la fuerza de mi cocina —dije mientras me ponía de pie.
     —Eres un egoísta y un psicópata.
     —Sería egoísmo si estuviéramos en una zona devastada por la guerra y la hambruna como Siria, El Congo o Liberia. Aquí, donde todo es exceso, obesidad y bulimia, los parámetros son otros. Lo mío es una expresión artística. Y definitivamente me voy a portar como un psicópata si tratas de detenerme.
     —No me obligues a llamar a la policía.
     —No te voy a obligar a nada. Pero tengo que preparar una cena y no me iré hasta haber terminado el servicio de hoy.
     —¡Éste es mi restaurante! ¡Aquí mando yo! —gritó, mientras sacudía su teléfono en una mano amenazante.
     —Esta discusión ha terminado, tengo mucho que hacer —dije con calma. Ito siguió gritando del otro lado de la puerta de la cocina, la cual atranqué con una de las mesas.

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