Capítulo 34
Oslo Court, la víspera de mi partida hacia el Salaam Hotel. Lizzie había lavado y secado la ropa de nuestra hija. La vieja Ruby estaba con ella. La ayudaba a vaciar la máquina. Le decía, aquí estoy, puedes contar conmigo.
Entré al cuarto de lavado. Le pregunté a Lizzie por qué metía la ropa de Allegra en esas bolsas del Ejército de Salvación. ¡Estás loca! ¡A ver, dame eso, la ropa no está demasiado chica, todavía le queda a Allegra! Intenté arrancarle una bolsa de las manos. Se rompió. La ropa se esparció por el suelo. Lizzie se agachó para recogerla. Intenté detenerla. Empezó a gritar. ¡Allegra está muerta, Abel! ¡Está muerta por tu culpa! Se me pasó la mano. Lizzie cayó. Ruby se me fue encima. Recogí tanta ropa como pude y me fui del cuarto de lavado. Lizzie se quedó horas abajo. La escuchaba gritar a través del piso. Me senté en el sofá. Abrí una botella. Me la tomé. Lizzie no subió. Me quedé dormido. Nada había cambiado. Seguía ahí, inconsciente por el alcohol, en ese maldito sofá. Seguía ahí, incapaz de entender lo que nos estaba pasando, como en la noche que salí a la búsqueda de una farmacia.
Lizzie entró en pánico al no verme regresar, al no poder contactarme. El estado de Allegra empeoraba. Empezó a arder en fiebre; después perdió el conocimiento. Lizzie llamó a Firouz. Irrumpió en la casa mientras yo tomaba en un estacionamiento. Firouz llamó a los servicios de emergencia. Era demasiado tarde. Los doctores no lograron reanimar a Allegra. Hablaron de una meningitis fulminante; unas horas antes hubieran podido salvar a nuestra bebé.
No había nadie en la casa cuando llegué. Creí que Lizzie y la pequeña se habían dormido. No quise despertarlas. Me tumbé en el sofá. Al día siguiente por la mañana, cuando abrí los ojos, Lizzie estaba apoyada con los codos en la mesa frente a mí. Firouz, de pie a su lado. «Allegra se murió anoche. No estabas aquí. No me dejaste llamar a una ambulancia. Mataste a nuestra hija.» Pero estaba muy borracho para entender lo que decía.
Antes de volverse loco, Nietzsche abrazó un caballo recalcitrante. Yo no tenía a nadie a quien aferrarme. Salió el sol. Dejé la bolsa de la farmacia sobre la mesa. Lizzie no se inmutó. Firouz nos dejó solos. Seguí con la mirada su automóvil hasta el final de la calle, después fui a tomar una ducha. Cuando regresé, tenía de nuevo las ideas claras. Le dije a Lizzie que iba a preparar el biberón.
23:30 h
La ceremonia de apertura terminó. Me fui a pie del estadio por el tráfico. Recogeré el Mustang mañana. Una tormenta se avecina. Unos grupos de jazz retienen a los curiosos en las orillas. Los enamorados se toman fotos. Los vagabundos acarician a sus perros. Londres está lleno de pequeñas alegrías. Me acerco al borde del muelle. Me quito mi mochila. Con el pie, la dejo caer en el río. Un torbellino se forma, un poco de espuma. El Támesis se devora mi bomba.
Por Saint-Paul me compro un helado. La vendedora tiene una cicatriz en el labio idéntica a la de Eva. Esa coincidencia no tiene ninguna relevancia, pero me toca el corazón. Cada rostro reformula la trivialidad de la vida. Lo que nos pasa le pasa a todo el mundo. Sólo soy un padre intentando superar la muerte de su hija.
El dolor me abandona, la risa me salva, un ataque de risa con sollozos, como el granizo sobre la lámina ondulada. El paseo que me regresa a mi casa, al Salaam Hotel, me libera de las tinieblas. Mi risa es la de Lázaro levantándose de la tumba, atravesando las calles, cegado por la luz, los pulmones desgarrados por los olores, las orejas invadidas por el canto de los pájaros; no fue realmente un paseo, más bien una manera de titubear y de deslizarme hacia el mañana, una manera de reinventar el movimiento, de imprimir la imagen petrificada de mi muerte, de la muerte de mi hija, de las profundidades heladas, y de elevarla hasta la sensación. Mi locura se quiebra. Londres la dispersa a los cuatro vientos. Unos grandes árboles se mecen sobre el bulevar. Coloco mi paso sobre esas masas ondulantes; un paso, luego otro, para rezurcir mi historia, para invocar al más atroz de los sufrimientos, para afrontarlo cara a cara.
El Salaam Hotel, rodeado de luces de neón, despliega sus pétalos al borde de la avenida. El vestíbulo está cubierto de cajas de cartón. Norlay se ocupa en desempaquetar nuevos catres para los dormitorios. La máquina de escribir de Luther crepita. Subo. La puerta de mi habitación está abierta. Alguien rompió mi sobre, esparció su contenido sobre la colcha. No hay carta sino una foto Polaroid de Allegra en los brazos de su madre el día que nació, y algunas margaritas secas. También está un recorte de periódico que anuncia el funeral de nuestra bebé. Fue un viernes. Vuelvo a colocar el sobre rasgado en el borde de la ventana. Abro la persiana tipo guillotina. Aquí estoy, rendido ante la banalidad de los días.
[Fragmento]
Allegra (Éd. de la table ronde, 2016)
Traducción del francés de Salua Aramoni (Praxis, 2018)