Miércoles, 19 de septiembre de 1962
La temporada de las dedaleras terminó. Desde que Gustave les acaricia los pétalos, aun con esa suavidad que lo caracteriza, las flores se marchitan o se desprenden: papel de seda, papel para cigarrillo. En la granja de su infancia, se les llamaba guantes de Nuestra Señora; ya no sabe en qué momento empezó a llamarlas dedaleras. El suelo del patio está cubierto de ellas, como después de una tormenta. Habrá que barrer. Pero antes, levantar un inventario con toda urgencia.
Cruza la reja y, con su libreta en la mano, avanza por el jardín, que exuda olores metálicos; a menos que sea él, su aliento, el cabello peinado hacia atrás, efluvios atrapados en el cuello de su camisa o en los pliegues impecables de su pantalón, quién sabe. A partir de que celebró sus sesenta años (y no fue hace poco), ya no está seguro de nada. Endereza su gran cuerpo encorvado.
Ordenado de acuerdo con las exigencias de las variedades y la textura de la tierra, el jardín obedece a una arquitectura precisa: las verduras alternan con los lirios, el cedrón y la amapola, las plantas trepadoras dan sombra a las frágiles plantas medicinales, el perfume de las caléndulas espanta a las alimañas. Pero su apariencia de selva a veces hace que sea complicado contemplarlo. La mirada duda frente a la profusión —largas calabazas se extienden hasta la reseda silvestre y las anémonas de Japón— y esta mañana hay una cosa más que hace que, durante algunos segundos, Gustave se deje descorazonar por la amplitud de la tarea. Sin tormenta, la noche estuvo calmada; sólo, al alba, el rocío se depositó delicadamente sobre toda la superficie para cristalizar en una helada blanca. Esto no parece gran cosa y sin embargo, tres días antes del equinoccio de septiembre, todo ya está condenado.
Para darse ánimos, Gustave observa la presencia del alto macizo de zinnias. Estaría sorprendido, sin duda, si se enterara de que esta especie sería la primera en florecer en órbita, en enero de 2016, a bordo de la Estación Espacial Internacional: los pétalos apretados desplegándose en la claridad violeta de diodos electroluminiscentes que estimulan la fotosíntesis. Sorprendido, maravillado o incrédulo, pero nunca lo sabrá, habrá muerto desde hace mucho: al aceptar que estamos en septiembre de 1962, en el momento en que anota en su libreta la palabra zinnias, le quedan justo catorce años de vida.
Unos árboles crecen como espaldera contra la ancha fachada de la casa. Son tal vez las ocho de la mañana, la luz es lívida. Bajo la ventana de mamá, el nogal se ha deshojado. Gustave anota: reinas margarita, seto de polemonios, cactus, amarilis de verano. No tiene necesidad de describirlos, ni tampoco de hacer un croquis; distingue en la forma de los nombres la rigidez de los tallos, los tonos de blanco, el dentado de las hojas: lobuladas, arqueadas, ribeteadas, ovaladas, dísticas, lanceoladas. No escribe nada sobre los olores. Tampoco menciona las verduras, mezcladas con las flores: ni una palabra sobre las lechugas muy crecidas ni sobre las cebollas antiguas cuyo primer bulbo fue trasplantado hace más de medio siglo desde el jardín de la granja de su infancia.
Barnizada de rocío, la tierra cruje bajo sus suelas. Mira bien dónde pone los pies, pasa cerca de la caseta y rodea el macizo central de dalias color salmón y chabacano que enmarcan los cempasúchiles de un anaranjado sobrenatural: sus flores mexicanas, como él dice. Las mismas que vio en algunos cuadros del Aduanero Rousseau en París hace mucho; y él sería la encantadora de serpientes, esa alta silueta negra que toca la flauta a la orilla del río, en el lindero de una selva exuberante donde crecen plantas en forma de corazón, de campanilla, de cuchilla, de abanico. Una jungla, sí. Remonta el arriate que bordea la casa y su libreta contiene ahora las palabras claveles y rudbeckias. Los zorzales corren a lo largo del muro del recinto, la bola escarlata de un geranio se ilumina, él toma nota. Pero no, la encantadora de serpientes sería Madeleine, claro, él sería cuando mucho ese pájaro rosa y gris, en la esquina inferior del cuadro, con sus aires de especie amenazada. Aplasta lentamente las flores heladas, unos pétalos quedan pegados a sus suelas.
La escarcha no dio tregua. El lirio atigrado se oxidó, las robustas gladiolas del verano anterior se marchitaron brutalmente. Incluso la descomposición que remataba algunas hojas está suspendida, detenida en seco por la helada. Habrá que meter el naranjo, tieso en su caja de madera, rogando que no sea demasiado tarde. Las primeras peras maduran, pero también tienen el tiempo contado, Gustave lo sabe. Con toda urgencia, consigna el nombre de las cosas que llegan a su final.
Al salir del jardín, vuelve a pasar frente a las dedaleras del patio. Al verlas en ese estado, montoncitos púrpuras en el suelo, no se pensaría que son tóxicas. Su tía se lo había advertido un día hace mucho tiempo: si te las comes, tu corazón se detiene.
Este es tal vez su primer recuerdo, que se remonta a los últimos años del siglo xix. Las gallinas se acomodan a sus anchas en la vieja cocina de la granja de su infancia; una sopera medio llena se balancea en la ancha repisa de la chimenea. Tiene dos o tres años y observa a su tía en cuclillas, con las faldas aristocráticamente vastas como corola alrededor de su cuerpo recogido. La tía ha puesto a hervir ramos enteros de guantes de Nuestra Señora: las flores se tuercen, se derriten, se precipitan y se deshacen. Una cocción con las propiedades de magia blanca, con la que ella embadurnará los intersticios de las baldosas para impedir que los muertos y las muertas debajo de ellas ejerzan su influencia. Si te las comes, tu corazón se detiene. ¿Dónde está Madeleine? Sentado en el suelo, Gustave juega con una flor que salvó de la marmita. Si es un guante, debería poderse poner: sus deditos buscan la manera de hundirse en el racimo.
Hoy, 19 de septiembre, Gustave está de pie frente a la casa, bajo la viña de Canadá que se ha puesto roja, las dedaleras a sus pies, su libreta en la mano; y yo lo veo, niño, con los dedos vestidos de flores.
[Fragmento]
Là-bas, août est un mois d’automne (Zoé, 2018)
Traducción del francés de Mónica Mansour