Todos los periodistas querían coger conmigo. Era bonita, blanca, pequeña; tenía buena relación con los migrantes, hablaba un español confiable y era impaciente con los nuevos. Que yo hable duro atrae mucho a los periodistas, principalmente americanos, tipos de botas finas de piel y laptops rápidas, fuera de su zona de confort. Se ponían muy amistosos con los hombres migrantes, fumaban y jugaban futbol, comían chiles serranos a mordidas en el comedor. Por la noche, en la palapa de voluntarios, querían fumar conmigo, compartir un mezcal y meterse a mi hamaca. Un hombre callado de tipo literario, con ojos dostoyevskianos y estilo Old Navy, me invitó una tlayuda en el centro. Era caballeroso, hacía preguntas mordaces, insistió en pagar y me miraba insistentemente a los ojos. Por supuesto, quería coger conmigo, y por supuesto, no lo intentaría. Metí un dedo a su bolsillo en el camino de vuelta al refugio. Noté su aliento acelerarse, su verga abultarse. Esa noche se fue en el último autobús a la Ciudad de México. Con su mochila amarrada, se despidió de mí en la puerta de abordaje. Meses después, recibí de él un largo e-mail que hablaba de cosas muy serias.
Todos los periodistas querían coger conmigo. Era bonita, blanca, pequeña; tenía buena relación con los migrantes, hablaba un español confiable y era impaciente con los nuevos. Que yo hable duro atrae mucho a los periodistas, principalmente americanos, tipos de botas finas de piel y laptops rápidas, fuera de su zona de confort. Se ponían muy amistosos con los hombres migrantes, fumaban y jugaban futbol, comían chiles serranos a mordidas en el comedor. Por la noche, en la palapa de voluntarios, querían fumar conmigo, compartir un mezcal y meterse a mi hamaca. Un hombre callado de tipo literario, con ojos dostoyevskianos y estilo Old Navy, me invitó una tlayuda en el centro. Era caballeroso, hacía preguntas mordaces, insistió en pagar y me miraba insistentemente a los ojos. Por supuesto, quería coger conmigo, y por supuesto, no lo intentaría. Metí un dedo a su bolsillo en el camino de vuelta al refugio. Noté su aliento acelerarse, su verga abultarse. Esa noche se fue en el último autobús a la Ciudad de México. Con su mochila amarrada, se despidió de mí en la puerta de abordaje. Meses después, recibí de él un largo e-mail que hablaba de cosas muy serias.
Otro, un guapo videógrafo de El Salvador con un tatuaje de una enredadera que subía por su brazo, bajaba por su pecho y llegaba hasta su cintura, era más directo. Estaba mojada hasta los codos en el agua jabonosa de los frijoles, limpiando lo del desayuno antes de empezar con el almuerzo; me preguntó si podía dejar su vaso para que lo lavara. Me encogí de hombros. Me dijo «chula», y puso su mano seca al lado de mi cintura. Me quejé de él en nuestra junta en círculo esa tarde (él también asistió), sin mirarlo a los ojos, y la madre le dijo que lo expulsaría del refugio si volvía a tocarme. Lo miré entonces, justo a tiempo para leer sus labios: Puta. Se fue para quedarse en un hotelito en el pueblo, y —no fue del todo su culpa, sino un incremento acumulativo de tensión, deseo, miedo— comenzaron mis pesadillas desde esa noche. Soñé con hombres que me inspeccionaban la boca, metían sus manos hasta el codo y me ahogaban.
Hablan de violación, muerte, los tamales de mamá, machetazos, caminatas en el pantano, desapariciones, deliciosos camarones. Hablan del presidente de Estados Unidos, amputaciones, noches gélidas, ataques de abejas, los Zetas, hambre. Hablan de Comayagua, Xela, la Capital, el Caribe, y hablan de Houston, Atlanta, Carolina del Norte, Chicago. Hablan de violación. Garrotazos en la cabeza. El rak-rak y el riin-riiiin de los rieles. El calor. El gobernador en fuga. Los oficiales de policía que practican tiro con los migrantes de La Bestia. Descarrilamientos. Sofocamientos en túneles. Aglomeraciones en hoyos. Escapar brincando por la ventana. Un hombre nació con un machete en la mano. Un muchacho nunca había oído la palabra Hitler. Una adolescente nunca hacía ningún ruido.
Yo sé que se ve mal. Me cogí a los periodistas, a los voluntarios, a los migrantes.
Parece que para eso estaba ahí —para ligar—, en vez de cualquier otra cosa a la que hubiera venido.
Uno de los hombres con músculos en el abdomen que se veían a través de su camisa describió lo que quería hacer conmigo —o quizá sólo hacerme—, y no lo entendí todo. Dijo que deberíamos casarnos y le dije que no creía en el matrimonio. Cuando cogimos en una choza abandonada, pensé que iba a matarme. Le dije, después, que consideraría su oferta. Pero se fue. Al norte. Desapareció. Con una tarjeta sim entre sus dientes y su mejilla, una cuerda en el pecho, y sus músculos abdominales flexionándose debajo de su camisa. Dejó una nota en mi hamaca: «hermosa, te spero si me kieres. te kiero».
Y luego empecé a salir con otro. Su nombre era Edilberto. Comimos plátanos congelados en el puente. Bailamos cumbia en la capilla. Nos besamos detrás del alambre de púas. Trató de cogerme junto al río, y lo dejé hacerlo.
Yo sé que se ve mal: nos casamos, Edil y yo, ahí mismo en la capilla. Vivimos juntos en el refugio. Todo mundo creía que yo me había aprovechado de él o que él se había aprovechado de mí. Yo sé que no debería llamarles unos, pero sería estúpido no reconocer la línea entre voluntarios, en especial voluntarios europeos y americanos, y migrantes. Para cada uno somos el otro. Somos unos para ellos, y ellos son unos para nosotros.
Edilberto, su cuello limpio y fuerte. Su quijada sin pelo. Sus manos fuertes. Las cicatrices del pavimento en sus brazos. Tiene un tic nervioso antes de responder preguntas. Tiene el mismo tic cuando se viene. Íbamos al río, donde las pandillas violaban mujeres, mujeres migrantes, aunque empezaron a llevarlas a otros lugares, no sé a dónde. Pedazos de basura y montones de papel higiénico detrás de los arbustos, pero el río aún limpio y fresco durante el día cuando los mosquitos no salían. Edilberto y yo caminábamos directo al río y a la segunda vuelta nos abrazábamos. Nos reíamos, gemíamos, llorábamos, en una cobija entre las hierbas. Me decía de las comidas que cocinaría para mí —camarones en salsa cremosa, tamales de puerco—, la cama que construiría con sus propias manos, los libros que leeríamos cuando envejeciéramos. Dormido, gritaba: «¡Agáchate! ¡Corre!». En las noches en que no podíamos dormir por el calor, nos acostábamos en el techo y me susurraba canciones.
«¿Crees que tú y Edil seguirán juntos?»,me preguntó un periodista una noche. Era americano. Un freelancer. Me había dado una tarjeta y me había pedido mi número, y me había dicho que viera su trabajo.
«Ésa es la idea del matrimonio»,dije.
«¿Sientes que», enrollaba un cigarro, «la dinámica de poder esté desbalanceada?».
Supongo que el periodista fue a un posgrado —donde aprendió de dinámicas de poder, cómo enrollar cigarros y cómo seducir mujeres con preguntas de ensayo. Edilberto y yo teníamos nuestro propio rincón en la palapa, bloqueado con una sábana, que era por lo que íbamos tan seguido al río. Edil estaba en la cocina. El periodista estaba sentado con las piernas cruzadas en el catre. Yo estaba barriendo.
«Hm», dije. Puse la escoba en la esquina y me fui detrás de mi sábana. Tenía que salir de vuelta al cuarto principal a cepillarme los dientes. El periodista podía ver a través del simbolismo de la sábana. Siguió hablando.
«¿Planean irse juntos a Estados Unidos?».
Fingí que no lo escuchaba. Carraspeó. Cualquier respuesta, excepto escupirle en la cara, sentía, habría sido inapropiada.
«Quizá»,dije.
Lo oí moverse y ajustar su postura en el catre.
«Supongo que la tensión realmente se acumula aquí»,dijo.
«Supongo que sí».
Me acosté en mi hamaca, me quité las sandalias, ni siquiera me cambié de ropa. No me cepillé los dientes.
La mañana siguiente le dije a la madre que el periodista había manoseado a una de las mujeres y la mujer no quería identificarse. La madre, sin dudarlo, fue con un guardia de seguridad a expulsarlo.
El periodista hizo un escándalo, trató de involucrarme y ponerme de su lado. Ambos éramos gringos, así que supongo que creía que yo entendería. Y entendía.
Tamales, serpientes en las palmeras, camarones tan gordos como mi muñeca. Ron junto al río. Violación a la vuelta de la esquina. Cantan, gritan, ríen. Enrollan cigarros. Se balancean en los rieles. Ven a Jesús en la jungla. El poder de aguante de la tensión, el deseo, el miedo, el acero.
Amo a Edilberto con rencor, y con amor. Lo amo porque su voz al cantar suena como su voz al susurrar, porque cuando coge pone los ojos en blanco, porque está orgulloso de su barriga, porque quiere muchos hijos pero respeta que yo no quiera ninguno. Lo amo con rencor porque la gente duda que lo amo.
Su hermana fue desaparecida. Su hermano, mutilado. Conoce el tronido del aire de una bala cercana, el tacto de la carretera en sus brazos. Es albañil, granjero, electricista. Cogíamos en la hamaca detrás de la sábana, a la vuelta del río, y, cuando mi madre nos visitaba y pagaba un cuarto junto al suyo, no hacíamos nada de ruido. Edil insistía en invitarle la cena, aunque ella pagara todo lo demás.
Edilberto y yo nos mudamos a Miami. A veces todavía me despierto por las pesadillas y pienso en serpientes tatuadas en torsos, enredaderas que atrapan los cuerpos de hombres. Oigo sus torsos golpearse unos a otros. El rin-riiin de los rieles. Los campos de pasto y acero, donde violan a las mujeres y a los niños.
Edil. Edilito. Me siento en su cara. Quiero aplastarle el cráneo entre mis piernas. Me taclea al suelo, me posee por detrás, me sacude hasta que me pongo morada. Cogimos hasta que el otro se le salió a cada uno y me embaracé de nuestro primero. Edilbertit.
Traducción del inglés de Héctor Ortiz Partida