(Ciudad de México, 1984). Autor, entre otros libros, de Nunca más serás tan joven como ahora (gyre, 2016).
Touch a scientist and you touch a child.
Ray Bradbury
El capitán ingresó las coordenadas del sector tres en la computadora del transportador.
Volteó la vista hacia el horizonte y miró asombrado. La estrella de la tarde pintaba el cielo de un naranja pálido que acentuaba el contraste entre el amarillo brillante y el rojo mineral del valle.
Tan intensos eran los colores sobre la superficie de este planeta que Rodríguez había tenido que aplazar la misión hasta pasadas las mil cuatrocientas horas, momento en que la luz se volvía tolerable a los ojos. Ni siquiera el filtro en la superficie del visor matizaba la radiación que quemaba retinas y nervios ópticos. Eso había sido un freno importante, esa maldita luz cegadora. La misión corría riesgo de abortarse si no lograban terminar la exploración.
Pero ahora el teniente Tranströmer parecía haber descubierto algo valioso. Quizá no todo estaba perdido.
Presionó el botón del transportador. Poco a poco, comenzando por las botas, su cuerpo empezó a desmaterializarse. Reapareció segundos después junto al teniente Tranströmer.
—Capitán, es necesario que revise esto —dijo Tranströmer.
—¿Algo bueno?, el planeta ha sido una decepción tras otra.
—Creo que es un descubrimiento importante.
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Un descubrimiento importante.
Lo había anhelado desde su primer curso en el Instituto de Arqueología Espacial.
Todos sus profesores lo habían tenido. Su mentor, maestro capitán Louis Le Stelle, había navegado los mares sulfúricos de Venus. Fue el primero en explorarlos en toda su extensión y había cartografiado sus costas y medido con sonar sus profundidades.
Encontró, sumergido en el lecho del mar de azufre, su gran descubrimiento. Un artefacto extraño con forma tetraédrica, hecho de metal desconocido, una aleación con gran porcentaje de lantanio y algo que no se conocía en Tierra.
Con la expedición de retorno, se había experimentado con el objeto de todas las maneras posibles y simplemente el objeto no había revelado su secreto, ni de composición ni de función. Muchos especularon que podría ser algo para mandar señales a través del espacio profundo, un transmisor de ondas electromagnéticas de nivel Gamma. En el laboratorio de Altas Partículas intentaron ponerlo en marcha por medio de inducción dentro de un toro fusional, pero el objeto no tuvo alteración ni emisión de energía. De tal suerte que, aunque el primer indicio de una inteligencia extraterrestre quedó inconcluso, el descubrimiento le valió a Le Stelle el grado de maestro, la condecoración más alta. Sólo tenía treinta y tres años.
Rodríguez quería seguir esos pasos, lograr escalar en los niveles de la exploración espacial, dejar su nombre para los anales de la historia, grabar en las estrellas su memoria. Lo mejor sería descubrir la prueba contundente de vida distinta a la humana. Algo que resolviera de una vez la gran interrogante.
La última que la ciencia espacial no había logrado responder.
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—Por acá —dijo Tranströmer.
—¿De qué se trata, teniente?
—No estoy seguro, capitán. Parece una construcción. Algo artificial en todo caso.
—Bien, veamos eso.
Bajaron por un montículo pedregoso escarpado. Llegaron a una base de unos diez metros cuadrados, una terraza plana, extrañamente artificial, como si la loma hubiera sido recortada a propósito sobre la gran cordillera que exploraban.
Rodríguez, de súbito, recordó otro tipo de estructuras que semejaban a ésta, la gran planicie de Monte Albán, aquellas ruinas de una antigua civilización de su país de origen. Su curiosidad se avivó y el corazón le dio un vuelco.
—¿Has hecho mediciones en esta base? —preguntó Rodríguez.
—Lo haré apenas, me parece que el plano es artificial.
—Mide el ángulo cada cuarto de punto.
Antes de medir, Tranströmer condujo al capitán hacia una esquina. Ahí, la cordillera retomaba perpendicularmente su forma como una pared de contención. En el centro, a la altura de la cintura, una extraña saliente de forma octagonal relucía con los últimos rayos de la estrella central de la galaxia. Su brillo era perlado.
—Parece ópalo —mencionó Rodríguez.
—Es impresionante, ¿no? Lo vi y supe que era algo importante.
Rodríguez siguió el contorno de la saliente con el dedo índice. El borde era liso, de una suavidad increíble incluso a pesar de los gruesos guantes. La superficie era una joya pulida, sin mácula alguna.
El dedo encontró un reborde. Rodríguez sacó de su cartuchera de herramientas una pequeña brocha de gas. Barrió la superficie con cuidado. El reborde se hundió y un diseño intrincado, tallado sobre la saliente, fue revelado. Tranströmer tomó su grabador holográfico y comenzó a documentar el hallazgo. El capitán siguió barriendo la superficie.
El diseño continuaba a lo largo de toda la saliente. Círculos y rectas, espirales, diseños simétricos. Un dibujo ornamental de una belleza inédita, simetría extraña que formaba un lenguaje silente y desconocido. Todas las líneas y curvas emanaban del centro y se extendían radialmente.
—Bellísimo —dijo Rodríguez.
Tranströmer asintió con la cabeza.
—Llama a Rioko, creo que debe venir a ver esto.
—Enseguida, capitán.
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En sus recuerdos, Rodríguez visualizó el día en que su abuelo lo llevó a conocer las ruinas de Monte Albán, esa ciudad sobre la cordillera que rodeaba la villa de Oaxaca.
Su abuelo era un ferviente admirador de los pueblos antiguos del mundo, estudioso de su cosmovisión y su mitología, pero sobre todo de sus orígenes y finales.
Subieron a pie la montaña por el camino antiguo que desembocaba detrás de la plataforma sur, por donde se llegaba al palacio central y al edificio del observatorio. Habían ascendido con la oscuridad matinal para alcanzar el amanecer desde el edificio denominado J,
tornado a cuarenta y cinco grados del eje principal en dirección del noroeste, que servía para la medición de los solsticios.
Lo más impresionante del recuerdo, que no tenía que ver con el recorrido solar, era la terraza extensa sobre la montaña verde donde se asentaba la ciudad ceremonial, esa planicie casi perfecta, labrada por manos zapotecas sobre el monte a lo largo de años. En esa mañana de su ascensión, con las primeras luces del día y la frescura del rocío todavía en su sitio, el calor del sol apenas era una promesa próxima con la trayectoria del astro magno hacia su cénit, con la ausencia de visitantes, Rodríguez había podido disfrutar de ese valle de pasto verde rodeado por pirámides hechas como montañas minúsculas, palpar y explorar las edificaciones sin molestia alguna, había podido imaginar a los zapotecos erigir los monumentos, erguir escaleras hacia el cielo, subir las piedras por la cuesta inclinada y tallar la cantera para hacer frisos con figuras hermosas, recibir a los teotihuacanos para corregir los ejes astronómicos y rendir en conjunto el ritual a Quetzalcóatl, dios de transformación eterna.
Rodríguez se adentró más en su memoria y reconoció las figuras policromadas de otras ruinas, las cámaras mortuorias de Pakal, su sarcófago misterioso, la selva densa con su frescor de clorofila y el almizcle penetrante de la jungla viva, los chillidos de los monos, el pachuli embriagante de los sacrificios a los dioses, la purificación de los espíritus tristes.
Recordó con precisión las palabras del abuelo: «Los dioses bajan desde las estrellas y exigen tributo de sangre, la única manera de que el humano sea libre del yugo divino es volverse un dios a su vez, ir a las estrellas, renacer en las supernovas del cosmos, ser energía infinita».
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Rioko y el capitán rodearon la loma.
Rioko trabajaría el sonar, el capitán un medidor de Geiger.
Dos equipos trabajaban también, uno sobre la loma, haciendo excavaciones, otro alrededor de la saliente.
La terraza era absolutamente plana, un ángulo de cero grados, ni un segundo de desviación en toda la superficie.
La inspección detallada revelaba una superficie sin muestras de labrado mecánico.
—Tenemos las medidas, capitán, son impresionantes —dijo Clarke, del equipo de medición.
—¿De qué estamos hablando?
—Bueno, cada lado de la loma mide exactamente un arco de 333.333 metros.
—¿Un arco?
—Un arco.
Rioko miró al capitán.
—La loma es una pirámide convexa perfecta —dijo Clarke.
—¿Una pirámide?
El intercomunicador de Rioko dio tres pitidos cortos. Era Tranströmer.
—Adelante, teniente —dijo Rioko.
—Es urgente que usted y el capitán vengan a la terraza, creo que encontramos algo más.
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Habían descargado de la nave la perforadora axial.
La saliente reveló ser parte de un complejo mecanismo ligado a la pared noroeste de la pirámide. La capa superficial había sido barrida con cuidado. El diseño original se replicaba en toda la pared, un fractal de tipo Mandelbrot.
Nunca sus ojos se habían posado sobre algo tan majestuoso como ese mosaico que reflejaba los últimos rayos de luz, una policromía perfecta del espectro visible.
—Capitán, la pared de la pirámide está recubierta por una capa de mineral raro, Itrio para ser exactos. La computadora realizó un cálculo con error infinitesimal. Concluyó que la pirámide lleva enterrada siete mil años.
El capitán permaneció callado. Su mente calculaba fechas que le permitían entender el tiempo.
Recordó las pirámides de la Tierra. La civilización egipcia, en sus más antiguos desarrollos, databa de seis mil años antes del presente. La maya, de unos cinco mil.
Esta pirámide superaba en un milenio a ambas civilizaciones.
—Hicimos una prueba —dijo Tranströmer—. La pared parece ser una aleación de tungsteno y oro.
—¿Han examinado la saliente? —preguntó Rioko.
Tranströmer extendió el brazo. Un pequeño cubo, del mismo material de la pirámide, con un fractal tallado en cada lado, descansaba sobre la palma de su guante.
—Quizás esto ayude —dijo Tranströmer al tiempo de entregarle el cubo al capitán.
El cubo era un objeto magnífico, lleno de un poder indescriptible.
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La faz occidental del planeta había entrado en la oscuridad de la noche. El cielo carecía de estrella central y la negrura tenía un tinte morado que asemejaba al terciopelo, absorbiendo cualquier destello de luz, absorbiendo los ruidos del planeta.
La sensación era extraña, ominosa y pesada.
Habían instalado proyectores de halógeno para iluminar la pirámide.
Con los haces cruzados, la saliente brillaba con la intensidad de un diamante recién cortado, sus caras facetadas reflejando la luz como luciérnagas en los bosques negros.
La tripulación miraba con asombro. Tranströmer documentaba todo con la grabadora holográfica.
Rioko tomó de la mano al capitán.
A pesar del grueso guante, Rodríguez sintió el pulso de Rioko. Apretó suavemente y ella apretó también. Sentía el pulso batiente de su sangre. Se soltaron lentamente, el momento cumbre había llegado.
Los protocolos corrían su ciclo y todos sabían qué hacer, el equipo confiaba en cada uno, funcionaban como una maquinaria preciosa, no habría lugar para el error.
Rodríguez miró a su tripulación, las ansias se podían leer en sus movimientos escuetos ocultos tras el grueso traje, pero sentía el devenir del tiempo fluirle por las arterias y venas, todo sucedería ahora justo como siempre había deseado.
Con el haz proyectándose sobre su espalda, Rodríguez avanzó. Su silueta brillantísima, sus bordes delineados difuminándose con cada paso.
Al llegar junto al octágono, el capitán extendió la mano.
El cubo resplandecía. Su metal era suave, sus aristas curvas. El fractal se iluminó de pronto, una llama interna cobró vida por primera vez en siete mil años. Rodríguez sintió una ligera vibración en su interior. El cubo cobraba vida y buscaba su origen, buscaba reintegrarse nuevamente a la pirámide de donde había manado.
Rodríguez dio otro paso y con cuidado tocó la punta de la saliente con la arista del cubo. El dibujo en la pirámide se incendió surcado por un río de lava rojiza, incandescente, un fulgor que iluminó del color de la sangre la oscuridad total.
El cubo vibró con fuerza, recorrido por una energía milenaria. La mano de Rodríguez no pudo evitar que el cubo se condujera solo, guiado por una moción propia, programada en su interior por una inteligencia extraterrestre. El fractal se alineó y se ancló a la saliente. Otra luz intensa se encendió desde el interior de la pirámide. Su intensidad estalló en la oscuridad y todo fue el color del sol en aquella noche.
Rodríguez alzó la mano para cubrirse del brillo. Cerró los ojos. La luz lo inundaba todo. Lo arropaba como un abrazo cálido de alguien que espera desde el principio de la eternidad.
La grabadora holográfica, antes de perder la imagen, logró registrar el momento exacto en que la silueta de Rodríguez se desvaneció dentro del halo de luz blanquísima, una burbuja que lo absorbió en un solo movimiento. Su figura apareció por un segundo en la retina del grabador y tras de sí se desdibujó como un halo invisible.
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Pasado el incendio de luz en la mirada, la oscuridad reinaba ahora. Los ojos del capitán tardaron en adaptarse a ella. Sintió un calor tremendo al interior del traje. En la superficie del planeta tenían menos diez grados centígrados, pero ahora su piel ardía como si estuviera dentro de un horno de pan. Comenzó a sudar.
Rodríguez extrajo una pequeña luz. Los diodos electroluminiscentes arrojaron un delgado rayo. La luz recorrió la oscuridad a tientas, mostrando parches de una superficie vieja y amusgada.
La apuntó hacia el suelo. Un corredor plano. Avanzó. El haz dio con la pared interna. Rodríguez se acercó y observó con detenimiento. Un color rojizo cubría la superficie. En algunos puntos se tornaba verde, y en otros, la luz reflejaba un brillante azul, un azul hecho de añil, suave y acuoso.
El haz no iluminaba toda la pared, así que Rodríguez sacó la antorcha de halógeno. La encendió. La luz se expandió por el lugar. El espectáculo fue impresionante. La pared recubierta por un fresco ilustrado hecho de los colores de la tierra.
Rodríguez barrió con la mirada la superficie. Formas humanoides, vegetación extraña, fauna desconocida. Creyó haber visto antes semejante dibujo, el diseño le era familiar. Su mente exploró su memoria para saber dónde había visto algo así. Cada punto de observación le daba una coordenada en esa búsqueda neuronal, sumaba al rompecabezas de los recuerdos vagos y pintaban una visión cada vez más nítida.
Un ligero temor creció en su interior, los recuerdos afloraban desde su infancia con los relatos del abuelo. Los dioses requerían su tributo de carne y hueso. Sometían a los seres mortales con su fortaleza divina, su increíble poder inconmensurable, su misterio eterno.
Con la antorcha en lo alto recorrió un pasillo. Las paredes repetían los patrones en rojo, azul y verde. En algunos puntos, el amarillo resplandecía con el paso de la luz, reflejos casi adiamantados, destellos de oro que guiñaban por un segundo y se apagaban otra vez para siempre.
El pasillo serpenteaba y doblaba en una esquina. Una cámara se abría ante él, grande, un tetraedro interior donde tronaba en su centro un dispositivo extraño, un armatoste para posarse y descansar, un lugar de control, los comandos de una nave espacial.
Rodríguez le dio vuelta para observarlo con detenimiento. Se detuvo a su costado. Pensó qué cuerpo cabría perfectamente en el receptáculo y que sus manos alcanzarían con facilidad las palancas y poleas y el tablero empolvado por los años, hecho de un material brillante.
Una hendidura cuadrada, con un cima triangular, por donde se filtraba una luz clara, se hallaba en la parte superior.
Todo resultaba muy extraño. Alumbró otra pared.
El dibujo ahí le inquietaba, las figuras diluidas, los tonos rojizos, un baño de sangre salpicado sobre la pared.
Rodríguez se acercó lentamente.
Tocó la pared y ésta pareció moverse, sentir el tacto y despertar de una ensoñación de siete mil años de duración.
Las formas del mural se activaron con movimientos vibratorios, iluminadas por la antorcha y por una luz interna que emitía un resplandor tenue.
La pared era ahora una pantalla recorrida por las geometrías infinitas del fractal, evolventes y nunca repetidas.
Una flecha surcó la pared y apuntó a un nicho iluminado intensamente.
Rodríguez fue hacia él. Introdujo la mano y todo el muro se desvaneció al instante.
La luz del exterior penetró de inmediato. El fresco se iluminó y sus personajes relucieron, despertados de su sueño eterno.
Un mural impresionante, que abarcaba toda la habitación interior de la pirámide.
El capitán los observó: figuras antropomórficas de cuerpos esbeltos y piel morena. Un tocado de plumajes finos en la cabeza, otros a la usanza del taparrabo. Pieles de leopardo, plumajes de colores, narigueras de concha nácar, los collares de hueso pulido.
Narices alargadas a propósito.
Una figura antropomórfica ataviada de ricas plumas de colores, un rostro hecho como serpiente, su lengua viperina partida en dos, los colmillos acerados y los ojos con su pupila reticular.
Cada detalle resultaba aun más increíble.
Y en su memoria, una verdad cada vez más evidente.
Había visto esa imagen, antes, en la Tierra, en su país de origen, en los libros del abuelo, en sus investigaciones personales sobre los dioses estelares.
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El capitán avanzó por una apertura hacia el exterior.
Afuera estaría su equipo, afuera Tranströmer, afuera Rioko, afuera los compañeros de este viaje incansable para descubrir el gran descubrimiento. Ya harían las mediciones y las pruebas necesarias. Ya llegarían a conclusiones sorprendentes. Ya sería la gloria después, la clara conciencia del momento que se le escurría ahora entre los latidos frenéticos del corazón.
La fugacidad del mareo apaciguada, el final de la incertidumbre en esta cámara de pinturas irreales. Aquí, finalmente, su consagración, su gran descubrimiento, honrar a sus maestros y seguirles los pasos, la prueba contundente de la grandiosa pregunta.
Protegiéndose de la luz del exterior con la mano como visera, Rodríguez salió de la pirámide. Avanzó sobre la plataforma, donde no había ni proyectores de halógeno ni su equipo de trabajo. No estaba Rioko ni Tranströmer ni nadie.
El traje espacial se le holgó en su cuerpo. Se palpó el tórax empequeñecido y sintió las costillas de su infancia. El casco le bailaba en los hombros y sus pies pisaban las rodilleras del traje.
En el horizonte miró con asombro las copas verdes de árboles hermosos. Un bosque tropical que se extendía hasta los confines de la vista. El cielo en lo alto de un azul pálido, las nubes grandes cúmulos de algodón resplandecientes de blanco.
El capitán no lo supo de inmediato, pero comenzó a intuirlo. Un escalofrío le recorrió la columna.
Sin saber cómo, había retornado a la Tierra.
Sus ojos eran otra vez los ojos de un niño.
Y miraban el lento bajar de la serpiente emplumada del solsticio desde la cima del castillo, y el río rojo de sangre, cascada abundante goteando por los peldaños de piedra.
Abajo, a los pies de los escalones empinados, la fervorosa adoración del pueblo encarnado del maíz le tributaba vírgenes sacrificiales a ese dios de las estrellas, Kukulcán.
Y él, ser estelar, dios de las transformaciones, el aroma pujante del copal tibio penetrando, por fin, su rendija del visor.