(Carlos Casares, Argentina, 1939). Acaba de aparecer su nuevo libro, Relecturas (Alción Editora, 2022).
«Dejemos que el cuerpo respire»: es uno de los consejos esenciales que da el maestro de la práctica de yoga al iniciar la relajación. Para que el aire vaya abriendo articulaciones, purificando órganos, energizando interiores, despejando caminos, sanando penas. Porque todo cuerpo necesita, desde el instante primordial, aspirar para poder existir: el primer acto al nacer es el de la inspiración febril, la búsqueda de oxígeno y su atesoramiento. Desde entonces, el de perderlo es un temor que suele acompañar toda existencia. O, como en el caso de muchas creaciones humanas, acompasarla.
Ese aire, su modo de entrar, su escansión al ingresar y al salir, imanta el cuerpo y sin duda le transmite una personal manera de mover los miembros y el torso y la cabeza; le comunica una energía glandular, sanguínea, motora… De allí nacen el ritmo sonoro y el espacial, la música, la voz, el canto, la danza, la curva y la recta arquitectónicas, y hasta es posible que el color. Todo ello parece provenir de un comportamiento simple, absolutamente individual, único e intransferible al absorber y al expeler el aire de los pulmones, al retenerlo, conservarlo, aprovecharlo y, aun, gastarlo.
Esto pasa desde que el hombre es, en lo más irreductiblemente personal de la vida de cada ser. ¿Cómo no habría de manifestarse en la vida colectiva? Por eso también la comparación con el cuerpo social es inevitable. Al respecto, recuerdo unas palabras premonitorias y estremecedoras de Elias Canetti dedicadas al «tema del aire» en Hermann Broch (el autor de ese monumento narrativo del siglo xx que se llamó La muerte de Virgilio), y a su necesidad de liberarse de la asfixia nazi, nada menos que en Viena y en noviembre de 1936. «El vicio de Broch», escribía Canetti, «es de un género absolutamente cotidiano, más común que el tabaco, el alcohol y los naipes, pues es más viejo: el vicio de Broch es el de respirar. Él respira con pasión, y jamás respira lo suficiente. Haciéndolo así, tiene una manera sin parangón de estar sentado donde sea; en apariencia ausente, puesto que reacciona rara vez y sólo obligado por los medios corrientes de la lengua; en realidad, presente como ningún otro, puesto que lo que siempre lo ocupa es la totalidad del espacio en el que se encuentra: una especie de unidad atmosférica. […] La obra de Hermann Broch se erige entre una guerra y una guerra; guerra de gas y guerra de gas. Sería posible que él sintiese todavía, ahora, en algún lado, la partícula tóxica de la última guerra. Sin embargo, es improbable. Lo que de todos modos es seguro es que él, que se las arregla mejor que nosotros para respirar, se sofoque ya hoy con el gas que, un día todavía indeterminado, nos cortará el aliento».
Por algo ciertas palabras que evocan el elemento o su sustancia, tales como inspiración, suspiro, hálito, espíritu (que en latín corresponde a aliento o viento), tienen tanto que ver con la creación divina o humana; por algo las metáforas aéreas se ligan de tal modo con la actitud del arte y la literatura frente a la opresión, sea ésta política, social, racial, circundante, familiar, doméstica. Ahí están, entre los grandes libros de la literatura en lengua alemana anterior y posterior al nazismo, La montaña mágica (Thomas Mann), ambientada en un sanatorio para tuberculosos en Suiza, cerca de la ahora tan conocida Davos, y El aliento (Thomas Bernhard); ahí está la novela de Gesualdo Bufalino, Perorata del apestado, agónico cortejo posfascista en otro sanatorio para tuberculosos de Sicilia; allí están Viento del pueblo y El labrador de más aire (Miguel Hernández), en tiempos de la lucha contra el levantamiento franquista, y aquella canción, símbolo de la resistencia, que hacia el declive del régimen tanto nos estremeciera, «Al vent», del valenciano Raimon; aquí, Respiración artificial (Ricardo Piglia), la novela más representativa, desde el título, del clima bajo el que se vivía durante la última dictadura militar.
Por otra parte, el aire, dicho así, es una incierta generalidad. Está compuesto por numerosos gases, algunos fundamentales y los demás secundarios, a los que los científicos llaman «nobles», a veces «inertes» y en otras épocas «raros». Por encima de la singularidad de estos apelativos, el propio nombre de alguno de ellos es bien especial: el inoperante (argón), el oculto (kriptón), el extraño (xenón)… Como lo explica Primo Levi (quien, se sabe, fue químico de profesión durante toda su vida), en uno de sus libros menos conocidos, pero sabiamente exquisito, El sistema periódico, «son a tal punto inertes, a tal punto pagados de su propia condición, que no interfieren en ninguna reacción química, no se combinan con ningún otro elemento, y es justamente por este motivo que pasaron sin ser observados durante siglos: sólo en 1962 un químico de buena voluntad consiguió obligar al Extraño (el xenón) a combinarse fugazmente con el avidísimo, supervivaz flúor, y la empresa se reveló tan extraordinaria que le confirieron el Premio Nobel».
Todo esto hace pensar que no es difícil que el aire se perturbe, que algunas partes nocivas y hasta venenosas que lo invaden tomen fuerza cada tanto o en algunos momentos históricos y, como se dice, enrarezcan la atmósfera, ni qué hablar en verano, y que en el viejo y cálido Mar Dulce, donde ahora éste impera largamente desde noviembre hasta abril, se vuelva, en ocasiones, realmente irrespirable.
Tal vez, atacados ferozmente desde diestra y siniestra, bombardeados cada día con un nuevo gas, debiéramos implorar: «dejemos que el cuerpo social respire». O proveernos, para sobrevivir, aparte de la vocación, del sistema pulmonar de la ballena: eso nos permitiría absorber aire y, durante cinco o más horas, movernos por tierra o agua sin sentir el sufrimiento de la acechante expiración. Pero no sé si bastaría, puesto que hasta Moby Dick tuvo que defenderse…