Aimé Bonpland personaje literario / Pablo Montoya

Tras las bambalinas de la puesta en escena de una obra cuyo personaje principal es el Barón de Humboldt hay una sombra siempre presente: el médico y botánico Aimé Bonpland, nacido en La Rochelle en 1778. El nosotros con que Humboldt narra sus peripecias por las regiones equinocciales no elimina a su compañero de viaje, pero lo ensombrece. ¿Cuántas veces surge la referencia al «amado buena planta» en la descripción, por ejemplo, que va del Orinoco al Amazonas? No son muchas, en todo caso. Aquí, Bonpland rescatando libros y plantas secas de un naufragio; allá, Bonpland huyendo de los mosquitos y preparando sus herbarios en esos «hogares» ahumados de los indios; más allá, Bonpland sorteando una catarata del Orinoco para atrapar unas vainas fragantes de vainilla; más acá, Bonpland subiendo a un árbol para escapar a una tropa de pecaríes furiosos. Humboldt, que todo lo supo medir en su relato, cada descripción de lo maravilloso que iba encontrando, también ideó muy bien los momentos en que Bonpland debía aparecer en su épica naturalista. Es verdad que las alusiones a su amigo lo sitúan en medio de las dificultades y siempre ensalzan su valor y fortaleza. Pero son contadas las referencias en las más de cuatrocientas páginas de descripciones de árboles y ríos y montañas y costumbres de los habitantes de una Venezuela y una Colombia próximas a la desmesura. No es difícil comprender que a Humboldt le correspondía dar cuenta de los múltiples asombros durante el periplo por las tierras tropicales, mientras que el compañero francés debía sumergirse en las interminables labores de la clasificación de las plantas descubiertas y la disecación de los animales encontrados y, en el momento indicado, aparecer con su toque de resistencia ejemplar para así darle el tinte de aventura prodigiosa al Viaje a las regiones equinocciales. Si fuera por el mismo Humboldt, a Bonpland le tocaría cargar sobre sus hombros el papel ceniciento del eterno colaborador. Aunque un poco menos, claro está, que el cargado por los numerosos indios, negros, mestizos, mulatos y zambos cuya presencia, fundamental para que los recorridos se hicieran y ese nuevo mundo se pudiera nombrar, resulta escurridiza —por no decir fantasmal— en el vasto fresco de la relación humboldtiana. Con todo, parece ser que Aimé Bonpland cumplió este papel sin mayores dificultades, penetrado por un sentimiento de humildad generosa que ha traspasado los años. Tal carácter, signado por el temple y la bondad, es, por lo demás, lo que han celebrado muchos. Ya Simón Bolívar se refería a él como «el mejor de los hombres y el más célebre de los viajeros1 ».Ahora bien, son los escritores, y no precisamente los próceres y los historiadores, quienes abordan las entrelíneas de la historia. Son ellos quienes han intentado penetrar en el segundo plano ocupado por Bonpland y han tratado de equilibrar la balanza en esas jornadas proteicas, ajenas a la extenuación, en que dos personajes se lanzaron a situar en el horizonte del universo estudiado hasta entonces las maltrechas coordenadas de un continente visto con los ojos del imaginario del hombre renacentista europeo.
    Humboldt es, pues, quien se ha llevado todos los honores. Y Bonpland continúa cargando el fardo de un cierto olvido. En la obra de teatro Humboldt y Bonpland, taxidermistas, de Ibsen Martínez (Caracas, 1951), se alude a esta supuesta injusticia. Bonpland, en el último acto de esta tragicomedia con naturalistas, toma la palabra desde su encarcelamiento en el Paraguay del Doctor Francia y dice: «Hay un condado de Humboldt en el Estado de Iowa… una bahía Humboldt en Canadá. Un pueblo de mineros llamado Humboldt en Nebraska y otra bahía Humboldt en Nueva Guinea. También hay una corriente con su nombre… y un pico Humboldt en Venezuela… y un río con ese nombre en el condado de Pershingam, estado de Nevada. Ah… y por supuesto… un Parque Nacional Humboldt en California. El mundo, en cambio, para mí… tiene el lenguaje de la muerte. 2»La obra de Ibsen Martínez se estrenó en Caracas en 1981, y su propósito se enmarca en las nuevas tendencias de la literatura histórica latinoamericana. Situando en un plano de igualdad la acción de los dos científicos, Martínez parodia el discurso oficial de la historia que cubre de grandeza a los dos viajeros, grandeza que, como bien se sabe, se encargaron de edificar los mismos criollos independentistas como una forma de perenne agradecimiento. De hecho, lo que nunca se han cansado de agradecer las repúblicas latinoamericanas al Barón de Humboldt y a Aimé Bonpland, desde la adquisición de su libertad política hasta nuestros días, ha sido el haber acercado la América bárbara y atrasada a la Europa civilizada y próspera, introduciendo, con cartas de presentación bien ilustradas, los países ignorados en el horizonte en la pujante modernidad capitalista. En la obra de Martínez, para lograr esta parodia, se acude a la carnavalización y a la caricatura, al anacronismo y al exceso, a la burla y al destronamiento. Lo que pretende el autor es desacralizar, a través de un humor fustigante, la proeza de Humboldt y Bonpland; de ahí que a los dos sabios se les muestre en el primer acto, con un decorado de «palmeras borrachas de sol», hastiados de la infaltable humedad del ambiente orinoqueño y muy cercanos al extravío que van a padecer después, una perdición producida por la selva y una perdición igualmente cognoscitiva: Bonpland tiene terror a las culebras y el propio Humboldt, entre haragán y disoluto, se burla del riguroso ajetreo de su amigo. ¿Pero qué rigor puede haber en un higrómetro, se pregunta Humboldt, si su precisión reside en un deleznable cabello de mujer? El instrumento para medir la humedad ambiente se ha dañado, y Bonpland reemplaza el cabello de una mujer suiza con el cabello de una india maquiritare. La pregunta que se hace entonces el lector de la comedia es: ¿qué tipo de medición daría semejante instrumento? Este Bonpland, en todo caso, quiere seguir con el máximo objetivo del viaje. Mide la velocidad media del viento, atrapa mariposas en redes, anota las temperaturas, organiza los herbarios, toma muestras geológicas, en tanto que Humboldt se queja del destino que poseen los dos: «Después de todo, ¿qué somos?», le dice a Bonpland, «cazadores de inconsistencias… buscadores de irregularidades… 3».Precisamente, ante esta irregularidad geográfica hay un leitmotiv que atraviesa toda la obra y que define muy bien el propósito sarcástico de Martínez frente a la ambición de la Europa ilustrada de someter la naturaleza selvática al orden y la razón: los dos viajeros nunca se pondrán de acuerdo, ni cuando están en Venezuela ni cuando están en París, ya de regreso de su travesía, sobre la dirección que toma el río Casiquiare en las dos estaciones anuales. El Casiquiare es la arteria fluvial que marca la bifurcación del Orinoco. Lo que intentan Humboldt y Bonpland es estudiar el curso del Casiquiare y determinar en dónde se unen el Orinoco y el Amazonas 4.Éste es, quizás, uno de los apartes más atractivos, en términos geográficos, de la relación del Barón y, sin duda, uno de los más sugestivos para el escritor venezolano. En realidad, este tramo del viaje es el más arduo de todos. La espesura de la selva se torna aplastante. Los insectos y la humedad adquieren una intensidad pavorosa. Incluso los indios desconocen el lugar. «Esta región es salvaje y tan despoblada», escribe Humboldt, «que, excepto dos o tres ríos, los indios no supieron dar nombre a ninguno
de los puntos cuya situación geográfica establecí por medio de la brújula» 5.Durante la noche del 10 al 11 de mayo de 1801, los viajeros determinan unas latitudes y unas longitudes cronométricas, y con estas observaciones queda establecida la situación del río Casiquiare. Martínez se apoya en este pasaje para burlarse de la rigurosidad científica enarbolada por los dos hombres. «Corre hacia el Amazonas en verano», opina Humboldt. «Hacia el Orinoco en la estación seca», le corrige Bonpland. «¿Cuál estación seca? Y hacia el Orinoco en la estación lluviosa…», señala el prusiano. «No, no… es al revés», responde el francés. El malentendido se prolonga hasta que Humboldt, exasperado, pone al río en su sitio: «Corre para allá la mitad del tiempo y para acá el resto del año». Bonpland se calla, no sin antes considerar que tal argumento no es muy preciso 6. El rasgo hilarante de este asunto, paradigma de las irregularidades equinocciales que miden los dos científicos, llega a su máximo punto cuando Bonpland no cree, como lo hace Humboldt, que el Casiquiare sea tan sólo «una laguna, un bache auspiciado por el terreno y la lluvia» 7, y apostrofa al río. «Pero yo sé que te mueves, hijo de puta. Yo sé que corres de noche rumbo al Amazonas. ¡No puedes ocultar esa franja de agua negra, orinoqueña, que divide tu cauce…!» 8.Basado en este pasaje dedicado al afluente Casiquiare, Martínez parece transmitir a Aimé Bonpland la perdición que sufren incluso los guías indígenas. Una luz cenital cae sobre Bonpland y éste pronuncia un corto monólogo en el que se presenta como naturalista y masón y como el verdadero protagonista del viaje que hace con un cierto teutón, un poco tozudo y ampuloso, pero fiel y bienintencionado colaborador. El efecto, por supuesto, es impactante, ya que quien se declara estar extraviado es un «ancal del espíritu» 9. En una de las cartas que Humboldt envió a su hermano Wilhelm desde Cumaná, dice: «Hasta ese momento discurrimos como enloquecidos: en los tres primeros días no hemos podido determinar nada, pues desechamos siempre un objeto para apoderarnos de otro. Bonpland asegura que perderá la cabeza si no cesan pronto las maravillas»10 .Este perfil caricaturesco del extravío, producido por tantas maravillas, es exagerado, por supuesto. Sin embargo, no hay que desdeñar que hubo una serie de viajeros posteriores que pusieron en entredicho datos que Humboldt, en su afán de «científico vanguardista», creía absolutos. Dos de esos viajeros, Alphons Stübel y Wilhelm Reiss, vulcanólogos que viajan por Colombia y Ecuador en la segunda mitad del siglo xix, educados bajo el rigor de la precisión positivista de entonces, continuamente rebaten las formulaciones de Humboldt. Humboldt se equivoca cuando habla de los volcanes. Sus medidas son inexactas al referirse a los volcanes del Corazón, del Chimborazo y del Pichincha, así como al cerro Altar. Pero, sobre todo, está el estilo de la escritura de Humboldt. Las cartas de Stübel pondrán en guardia frente a los peligros que esta mezcla de fervor romántico y ciencia ilustrada encierra para la ciencia, un estilo que pareció resultado de haber escrito pensando más en los futuros exponentes del realismo mágico y maravilloso que en los científicos mismos de después 11: un estilo que, como lo dijera Alfonso Reyes en su momento, es bastante propicio a una «poesía de hamaca y abanico».
    El propósito de Humboldt y Bonpland fue el de nombrar el mundo americano para insertarlo en el plan cósmico, y hacerlo de tal modo que se pusiera en tela de juicio las teorías eurocentristas de corte buffoniano. Con todo, el muchas veces eurocentrismo que se le endilga a Humboldt podría agrietarse un poco cuando se reconoce que el propósito americanista se logró de manera encomiable. Éste consistió en otorgarle una presencia preeminente a la naturaleza americana en el concierto de la ciencia europea. Antes de Humboldt y Bonpland, América era vista en Europa, y sobre todo en París, como un lugar aberrante y marginal. Buffon había justificado esta concepción al hablar de los pequeños mamíferos y los gigantescos insectos de los cuales es pródiga América. Sin embargo, las teorías de Buffon, las que se referían a la subdesarrollada naturaleza americana, se estremecieron cuando irrumpió el discurso científico de Humboldt. Hoy aquellas elucubraciones buffonianas se interpretan como las célebres consideraciones deterministas que Hegel pergeñó en su Historia de la filosofía sobre las malas condiciones de que América disponía para que allí pudiera surgir un mínimo conato de pensamiento sistematizado. El discurso de Humboldt, de todas maneras, es completamente racional, y obedece al plan de someter al conocimiento europeo la indómita naturaleza americana. Y este sometimiento va de la mano de una intención estética. En realidad, lo que se propusieron Humboldt y Bonpland fue captar sentimentalmente un entorno, combinando un cierto valor estético y una muy discutible precisión documental 12.Pero no hay que desconocer que todo esto estaba basado en el vasto proyecto capitalista que la burguesía europea comenzaba a trazar para construir sobre él su hegemonía. Es en este punto donde la obra de Martínez sitúa uno de los núcleos fundamentales del texto humboldtiano. Bonpland, que a lo largo de la obra actúa como una conciencia crítica, le aclara a su amigo (desde el calabozo adonde lo ha confinado el Doctor Francia) lo que significó nombrar ese mundo original y paradisíaco: «Y nombrabas… como si al nombrar los árboles, al paso, los talaras.. 13. Mirabas al mundo, aniquilándolo con tus nombres; bautizando los árboles como si de paso plantaras carga de dinamita. Querías un mundo y lo clasificabas… como un castigo minucioso. Pero el orden en tus palabras era una injuria intolerable» 14.De hecho, talando y dinamitando la naturaleza con palabras portentosas, dueñas de una carga poética inolvidable, ayudado por pintores e ilustradores, y conceptualizando en el marco de la ciencia europea, Humboldt insertará a América en el plano del mercado internacional forjado por los liberales de Europa. Y al hacerlo, dentro de los parámetros independentistas de la clase gobernante emergente, suscitará los mayores elogios de los nuevos exponentes del nacionalismo latinoamericano 15.
    La desmitificación de Humboldt por parte de Bonpland, en la obra de Ibsen Martínez, es única en la literatura latinoamericana. Porque lo usual es que estos dos personajes, que en la obra de Martínez actúan como un reflejo irrisorio de los caricaturescos Bouvard y Pécuchet, aparezcan en las obras de nuestros autores abastecidos de un lenguaje propio de los ditirambos. Desde Alejo Carpentier hasta Gabriel García Márquez, para hablar de los representantes de la tendencia maravillosa y mágica que habría de fortalecer el Barón de Humboldt, hay poco espacio para la crítica demoledora. Más bien las obras de estos escritores beben de las páginas del siempre admirado prusiano. Los pasos perdidos, en cierta medida, no es más que una recreación, con fuertes ingredientes etnomusicológicos, del Viaje a las regiones equinocciales. Los que comen tierra, en la saga de los Buendía del escritor colombiano, vienen de aquellos otomacos que habitaban las inmediaciones del Río Negro. Y recuérdese que cuando Humboldt dice, durante la travesía por la selva, que «todo recuerda aquí el estado original del mundo», está edificando un estilo literario que Carpentier y García Márquez sabrán modelar a su modo. Carpentier habla de un Adán prístino cuyo deber será nombrar las cosas por primera vez. García Márquez comienza Cien años de soledad diciendo que «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo» 16. En fin, Bonpland y Humboldt brotarán aquí y allá ahítos de perplejidad frente a ese mundo pletórico de maravillas. Así, por ejemplo, los recrea la Memoria del fuego de Eduardo Galeano. Los cortos textos que el escritor uruguayo les dedica están sumergidos en el esplendor americano de las estampas locales. Allí se les homenajea siguiendo los esquemas que el mismo Humboldt utilizó. Pero la verdad es que Humboldt resulta bastante mesurado al lado de un Galeano excesivamente perplejo con los exotismos. En «Un par de sabios a lomo de mula» hay troncos acolchados de lianas, hay cangrejos celestes, cocodrilos —y, curiosamente, no caimanes— que hacen siestas eternas; hay lluvia de meteoros, terremotos, indios desnudos que dormitan en arenas calientes, mulatas trajeadas de muselina que levitan en vez de caminar. Y, para completar esta estampa típicamente americana, aparece uno de esos especímenes humanos por los que un contador de historias mágicas daría un Potosí para entrevistarlo. Se trata de un indio llamado Francisco Loyano, y su increíble proeza es haber alimentado a su hijo durante cinco meses con unas tetas que eran tan suyas como lo eran, de ella, las tetas secas de su mujer 17.
    El impacto del viaje a América es demasiado fuerte para Aimé Bonpland. A su regreso a Francia, el personaje histórico trabaja en el jardín botánico de la Malmaison napoleónica, y en 1816 decide volver. Es él y no Humboldt quien abraza con intensidad la causa americana y la lleva hasta los últimos extremos. Es Bonpland y no Humboldt quien demuestra que quiere jugarse su destino a favor del progreso y la libertad en América. Humboldt se quedará en Alemania añorando hasta su muerte un posible regreso, mientras que el botánico francés se instala en Argentina. En realidad, entre 1805 y 1814 Bonpland no dejó de mantener relaciones con el grupo revolucionario de los patriotas americanos. Es notoria y vasta la correspondencia que establece con sabios y políticos de América, desde Fray Servando en México y Pedro Serrano en Argentina hasta Francisco Antonio Zea en Colombia y Simón Bolívar en Venezuela. Sus viajes a Londres, cuartel de la independencia contra el dominio español, le permiten a Bonpland afianzar relaciones con Belgrano, Sarratea y Rivadavia. Este último lo invita para que vaya a Buenos Aires y se vincule a las labores de la ciencia en esta joven república y se encargue del jardín botánico que se piensa fundar allí 18. El paso por este país es inestable debido a la permanente crisis política. Ibsen Martínez, en el segundo acto de su obra —que transcurre entre Argentina y Paraguay y que está dedicado en gran parte a Bonpland—, ubica al científico en situaciones difíciles. Entre proteccionistas, librecambistas, iluministas, eurocéntricos y telúricos, Bonpland intenta sobrevivir en un medio enardecido y caótico durante cuatro años. «Mercader de su propio instrumental, médico y científico en cualquier cambalache, cirujano de pendencias de taberna en los muelles del puerto, destilador clandestino de linimentos y brebajes», escribe Martínez. 19 Y es que, durante esta segunda estancia en América, la vida de Bonpland adquiere los matices de un personaje novelesco. Desesperado, el viajero francés dirige sus pasos a Uruguay, donde emprende la vida de empresario agrícola. Su origen de burgués provinciano —Bonpland no fue un aristócrata de ideas científicas altamente racistas como lo fue su compañero alemán— lo favorece y le otorga un perfil idóneo para asumir este nuevo papel. Se dedica a la producción de legumbres y de lácteos, cría cerdos y ovejas, produce cueros a partir del curupay (madera rica en taninos que se da en esas regiones y que es muy utilizada por los indígenas)20 . Apoyado por un numeroso grupo de nativos, Bonpland, que para sus colaboradores es una suerte de patrón benevolente, empieza a construir su emporio. No demora en convertirse en un próspero estanciero de Uruguay. Es entonces que, empujado por el ansia de obtener una situación económica en ascenso, monta el negocio de la explotación de la yerba mate. No es blasfemia decir que este negocio adquirió los brumosos visos del contrabando (hoy todavía lo sigue siendo, pero bajo otros nombres): el contrabando era una de las mejores fuentes de ingresos en América. En Santa Ana de las Misiones, Bonpland organiza con socios y personal indígena una pequeña empresa de yerba mate que despierta rápidamente las sospechas del dictador vecino, el paraguayo Gaspar Rodríguez de Francia 21. Lo que sigue en la vida de Aimé Bonpland, como personaje literario, lo recrea Augusto Roa Bastos en su obra mayor Yo el Supremo. Esta novela de la dictadura latinoamericana, publicada en 1974, es un conjunto de voces polifónicas que a lo largo de sus más de seiscientas páginas cuenta los momentos más importantes no sólo de la vida del Doctor Francia —primer dictador latinoamericano, acosado de latinajos y de una paranoia de rasgos chauvinistas—, sino también de la vida cultural y política del Paraguay, desde la Colonia hasta nuestros días. Y Bonpland, según esta voz dictatorial que recorre la casi totalidad de la novela, forma parte del patrimonio histórico paraguayo. El científico, que permaneció detenido en Paraguay durante diez años, entre 1821 y 1831, es un personaje que se mitifica de la misma manera en que el Supremo lo hace consigo mismo: la mitificación del francés, en la novela de Roa Bastos, la edifican, por un lado, algunas voces del pueblo, y por el otro la voz del dictador, y consiste en considerarlo como el verdadero sanador de hombres. Hay una sugestiva metamorfosis del Bonpland médico en la novela de Roa Bastos: puesto que cura, con pócimas y cataplasmas milagrosas —es decir, con yerbajos y menjurjes—, a todo tipo de personas, desde campesinos anónimos hasta el mismo Doctor Francia, a quien alivia con una mezcolanza de bulbos gomosos y polvo fosfórico de Corvisart 22, Bonpland se convierte en una suerte de chamán que el pueblo y su memoria veneran. De este modo, el americanismo que alcanza el botánico francés —o, al menos, así lo insinúa Yo el Supremo— se despoja de todo el discurrir eurocéntrico de la ciencia burguesa representado por el Barón de Humboldt, y se funde con las tradiciones más antiguas del saber popular de los indios americanos. En este sentido recuerda a José Celestino Mutis, que en sus últimos años acepta, después de un largo rechazo impuesto por su formación de colonizador hispánico, el importante conocimiento de la farmacopea indígena manifiesto por los curadores indígenas de la Nueva Granada. Visto desde esta perspectiva, Bonpland como personaje adquiere una trascendencia insoslayable en el atropellado encuentro entre el conocimiento europeísta y el americanista. Y la ambigüedad expresada por el Doctor Francia ante esta circunstancia es ostensible. Por un lado siente que en todo su reino sólo hay un hombre que puede curarlo porque su profilaxis está fundada en la medicina ancestral, pero por otro sabe que ese francés es un alto representante de las causas libertarias que luchan contra los tiranos de toda índole, y que su presencia en las fronteras paraguayas es sinónimo de espionaje. Bonpland, a pesar de su encierro, disfruta a lo largo de estos años de una muy atractiva libertad. Eduardo Galeano, en su semblanza dedicada a este último Bonpland, dice cuáles eran los menesteres que ocupaban las horas del secuestrado: «Bonpland no había estado preso en celda. Trabajaba tierras que le daban algodón, cañas y naranjas, y había creado una destilería de aguardiente, un taller de carpintería y un hospital; atendía los partos de las mujeres y las vacas de toda la comarca y regalaba jarabes infalibles contra el reuma y la fiebre» 23.
    Las fuentes históricas que hablan sobre los últimos años de Bonplad están irrigadas por las corrientes siempre desbordadas de la imaginación. Argumentan que, luego de múltiples presiones por parte de los emisarios de los gobiernos de Europa y América —la supuesta carta en que Bolívar amenaza a Rodríguez de Francia con una invasión nunca fue respondida, y las misiones de Pedro Saguier, Richard Grandsire y Woodbine Parish no tuvieron mayor éxito—, el Doctor Francia decidió expulsarlo de sus dominios. El Bonpland de la obra de teatro de Ibsen Martínez termina en un calabozo «bajo el nivel del río Paraguay», dialogando con un Humboldt fantasmal. «Así que eso es América… La Región Equinoccial… Apuesto lo que quieras a que fríen iguanas en las plazas…», murmura el Barón. A lo que responde Bonpland: «No te prometí nada mejor… es un país a la intemperie…». El personaje de Roa Bastos se siente, en cambio, pleno en su encierro. Bonpland le responde al Supremo: «La tierra del Paraguay, Excelencia, es el cielo de las plantas; las tiene en mayor número aún que estrellas el firmamento y granos de arena los desiertos» 24. Por esta razón, y por saberse venerado por el pueblo que cura, Bonpland pide que no se le expulse. «Yo he recogido cerca de cien mil plantas y doce mil seiscientas especies, absolutamente ignoradas, de los reinos que en esta República son en extremo prolíficos y variados. Quisiera quedarme aquí, Monsieur le Dictateur, hasta el fin de mis días, si S. E. me da licencia». «Por mí, don Amadeo, puede quedarse todo el tiempo que quiera. Aquí, la perpetuidad es nuestro negocio. Yo en lo mío. Usted en lo suyo» 25.  Bonpland es expulsado a pesar suyo porque es sospechoso de conspiraciones, acechanzas y astutas emboscadas. Entre 1831 y 1858 el francés se la pasa en varias partes de Uruguay. Su rastro es difícil de seguir, porque unos lo ven en medio de las tropas de Rosas y Rivera, en la batalla de Pago Largo; otros lo ven en San Borja, en las costas del río Uruguay; otros, en Santa Ana de las Misiones, y otros, finalmente, en la isla de los leprosos, cerca de Yapeyú. «Don Amadeo fue siempre hombre de estar en varios sitios a la vez», dice la voz del Supremo, que en este caso asume los contornos de una voz colectiva. «Lo que es una manera de tener varias vidas. Unos lo ven por Levante; otros por Poniente. Alguien asegura haberlo visto en el Norte; alguien en el Sur. Parecen muchos, distintos y distantes, pero uno solo y único hombre son» 26. El historiador Alfredo Boccia asegura, en fin, que Bonpland murió navegando el río Uruguay 27.  Una de las notas del compilador de Yo el Supremo dice que, a su muerte, era director e institutor del Museo de Ciencias Naturales de Corrientes. Se quiso embalsamar el cadáver de Bonpland siguiendo las anotaciones que sobre esa práctica había dejado el sabio: nada más apropiado, para un embalsamador consumado, que su propio cuerpo siguiera esa suerte. Pero cuentan que, mientras el envejecido cuerpo de andariego de Bonpland asimilaba las esencias de ciertas ramas, un borracho de pueblo lo apuñaló porque el viejo amigo no le respondía el saludo. Jumeras, frenesí popular y plantas medicinales. Un decorado típico para señalar el final de un viajero legendario.

1 Simón Bolívar, Cartas con Gaspar Rodríguez de Francia et al. sobre Aimé Bonpland, en www.analitica.com/bitblioteca/bolivar/bonpland.asp (consulta hecha el 13 de mayo de 2007). En la misma carta, Bolívar habla de Bonpland como un sabio virtuoso, como un hombre cuyo saber ha hecho más por América que lo que hicieron todos los conquistadores.

2 Ibsen Martínez, Humboldt & Bonpland, taxidermistas, Fondo Editorial Fundarte, Alcaldía de Caracas, 1998. Igualmente en La medición del mundo, novela de Daniel Kehlmann (Diana, México, 2007) que recrea el viaje a América de los dos naturalistas, se hace alusión a esta especie de injusticia con Bonpland: «¿Por qué el viaje del señor Von Humboldt?, preguntó Bonpland. ¿Por qué nunca el viaje de Humboldt y Bonpland? ¿O el viaje Bonpland-Humboldt? ¿O la expedición Bonpland? ¿Se lo podría explicar alguien algún día?» (p. 154).

3 Ibid.,p. 18.

4 Alexander von Humboldt, Del Orinoco al Amazonas. Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, Planeta, Caracas, 2005, pp. 340-351.

5 Ibid.,p. 347

6 Ibsen Martínez, op.cit., p. 18.

7 Ibid.,p. 33.

8 Ibid.,p. 34.

 

 

9 Ibid.,p. 31.

10 Citado por Patricia Londoño Vega, «Tras Humboldt», en Revista Universidad de Antioquia núm. 274, octubre-diciembre, Medellín, 2003, p. 31.

11 A propósito de una valoración de Humboldt por parte de estos dos viajeros, véase Juan Guillermo Gómez, «Stübel y Reiss: dos viajeros alemanes en la Colombia del siglo xix», Colombia es una cosa impenetrable. Raíces de la intolerancia y otros ensayos sobre la historia política y vida intelectual, Diente de León, Bogotá, 2006, pp. 263-280.

12 Patricia Londoño Vega, op.cit., p. 36.

13 Ibsen Martínez, op.cit., p. 48.

14 Ibid.,p. 58.

15 Ángela Pérez, La geografía de los tiempos difíciles: escritura de viajes a Sur América durante los procesos de independencia 1780-1849, Universidad de Antioquia, Medellín, 2002, p. 70. Bolívar, recuérdese, expresa este sentimiento de gratitud así: «El barón de Humboldt ha hecho más por América que todos los conquistadores juntos». Ibid., p. 75.

16 Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Real Academia Española, Madrid, 2007, p. 9.

17 Eduardo Galeano, Memoria del fuego ii, las caras y las máscaras, Siglo xxi Editores, Bogotá, 1984, pp. 104-105.

18 Alfredo Boccia Romañach, El polifacético Aimé Bonpland, Fundación de Historia Natural Félix de Azara, Buenos Aires, 2001, p. 3.

19 Ibsen Martínez, op.cit.,p. 43.

20 Alfredo Boccia Romañach, op.cit

21 Ibid., p. 3.

22 Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1986, p. 231.

23 Eduardo Galeano, op..cit., p. 167.

24 Augusto Roa Bastos, op..cit., p. 232.

25 Ibid., pp. 232-233.

26 Ibid.,p. 236.

27 Alfredo Boccia Romañach, op. cit., p. 7.

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