He descubierto una conspiración para convertir a la ciudad de Guadalajara en el santuario mundial del caos, y ahora es momento de explicar y exponer las pruebas.
Todo inició de la misma forma en que todas las cosas comienzan, así como crecen las uñas: invisible, lenta, inevitablemente. Permitiendo que el azar haga lo suyo, pero fingiendo buscar cierto orden en el propio desorden. Porque a eso me dedicaba cuando todo comenzó: a sistematizar archivos de escritores y científicos, lo que no representa otra cosa que mover cajas, empolvarse las manos, forzar la vista ante papeles antiguos que no tienen importancia, que nunca la tuvieron, aunque siempre haya alguien —una viuda o un hijo desatendidos y en busca de cualquier tipo de venganza, el ambicioso administrador de una universidad— que albergue la esperanza de encontrar, en los archivos de aquel profesor del que todos decían que era un sabio o del padre que solía encerrarse por semanas en su despacho, un tesoro necesitado de ser exhibido.
Sin posibilidad alguna de anticipar lo que me ocurriría en las siguientes semanas, gastaba mis días revisando los fondos bibliográficos y las colecciones arqueológicas que la Universidad de Guadalajara recibió en obsequio, hace sesenta o setenta años, directamente del zapotlanense José María Arreola, un estudioso del clima y de los volcanes que también trabajó como antropólogo y arqueólogo; lingüista, inventor, un fascinante autodidacta de intereses poliédricos que extrañamente (digo extrañamente para seguir narrando, pero ahora conozco las razones) ha sido olvidado. José María comenzó su educación en el Seminario de Zapotlán a finales del siglo xix, justamente en los años en que la práctica de la ciencia comenzó a formalizarse en la República Mexicana, cuando en una de sus ciudades más importantes, Guadalajara, aparecieron, con peculiar simultaneidad, instituciones como el Instituto de Ciencias, la Escuela Libre de Ingenieros o la Escuela de Artes Mecánicas, que suplían las funciones de una universidad regional.
José María escribió artículos para el Boletín del Observatorio Central de la Ciudad de México y el Boletín Eclesiástico Científico, porque dedicó la totalidad de su vida a comprender el universo. Por esto sorprende (pero yo, ahora que los he descubierto a Ellos, no puedo sorprenderme) el reconocimiento casi nulo de su obra y su figura: ni en los vastos volúmenes que forman la Historia de la Ciencia en México, de Elías Trabulse, ni en el compacto estudio firmado por Ruy Pérez Tamayo, Historia general de la ciencia en México en el siglo xx,se le menciona. ¿Por qué se ha dejado caer una manta de olvido sobre aquel «hombre culto»que estuvo «en comunicación activa, un centro emisor de humanidad, con ideas y actitudes que se ajustan armoniosamente a la realidad inmediata de cada día», como puntualmente lo describió su sobrino, el escritor Juan José Arreola?
(Es claro que si sabemos poco de José María Arreola es porque así lo han decidido Ellos, incluso él mismo, que jugó un papel fundamental para agruparlos).
Yo intentaba clasificar los archivos de José María Arreola cuando un pedazo de papel afinadamente recortado cayó del interior de uno de los libros polvorientos. Se trataba de un fragmento del Aviso de Ocasión del diario El Informador, fechado el jueves 3 de septiembre de 1959. Esto es, dos años antes de la muerte de José María. Pero no fue la fecha lo que más me intrigó, sino el mensaje que ocupaba todo el papel y que alguien había subrayado con tinta verde: «Italiano muy formal edad 36 años desea practicar español con señora de 25 a 30 años. Diríjase carta Juan Manuel 433. Ciudad. Sr. Italo Calvino».
¿Qué hacía Italo Calvino en Guadalajara por 1959? Más aún: ¿por qué han desaparecido los registros de su vida en Guadalajara? Sólo se ha hablado, con poca mesura, de los viajes que hizo Calvino a Oaxaca en los años setenta, nada más. ¿Y por qué mintió sobre su edad? Calvino no cumpliría 36 años sino hasta el 15 de octubre. ¿Trataba de esconderse en una identidad postiza? Y si así fuera, ¿a qué se debe que haya conservado su nombre original en vez de anunciarse con otro?
Sin respuesta satisfactoria alguna, salí del almacén de la Preparatoria de Jalisco donde trabajaba, pero conservé en mi mochila el recorte de El Informador. Caminé por la calle de San Felipe hasta donde se ensancha para renacer como Avenida México. Llegado a Américas di vuelta hacia el sur hasta Morelos. Me detuve en el puesto de periódicos de Mario y Fabián, sin pensarlo, como respondiendo a una costumbre o a un mandato. Ése fue el segundo hallazgo definitivo: en la esquina de alguno de los diarios que Mario siempre coloca a la vista de todos se leía: «El aleteo de una mariposa: se cumplen 50 años de haber sido publicada la Teoría de los Sistemas Dinámicos No Lineales por Edward N. Lorenz, el padre del caos». Me enteré de que en 1962 Lorenz era un exmilitar reconvertido en meteorólogo que se ocupaba de una labor insufrible, por rutinaria: probaba modelos matemáticos en una primitiva computadora con la que simulaba el comportamiento del clima. Cada día era prácticamente igual para Lorenz y su juguete de cómputo, hasta que una tarde encontró en la pantalla que la simulación había evolucionado de manera totalmente inesperada, formando una figura que se asemejaba bastante a un par de alas de mariposa. En los primeros días de 1963 (la fecha no es producto de la casualidad, nada lo es) publicó su descubrimiento —el «flujo determinístico no periódico»— en el Journal of the Atmospherie Sciences. Asíse convirtió en el partero del estudio científico del caos, una de las disciplinas de investigación más socorridas en la actualidad; se ha demostrado que el comportamiento del corazón al bombear sangre a todo el organismo es caótico, que las condiciones climatológicas son caóticas, que los mercados financieros son caóticos. El caos fue obteniendo un asombroso reconocimiento unánime luego de que, incontenible, inspirado, Lorenz llegara a afirmar: «El aleteo de una mariposa en Brasil puede provocar un tornado en Texas». Y palabras como equilibrio, complejidad, orden, inestabilidad o desequilibrio se hicieron irresistibles en el lenguaje de todos los días.
El caos se fue apoderando del lenguaje.
Desde entonces han pasado exacta, desenfadadamente, cincuenta años. (Hasta ahora que he logrado adivinar el engaño: ¿por qué el «aleteo de una mariposa»?). Llama la atención que Edward Lorenz haya puesto como ejemplo el anodino movimiento de las alas de una mariposa, cuando podía haber elegido el familiar ladrido de un perro o el majestuoso rugido de un león; hasta pudo haberse referido al pestañeo de una mujer o cualquier otra metáfora mejor lograda. La respuesta no es obvia («Nada en la naturaleza es obvio», le dijo Lorenz a Italo Calvino apenas lo conoció en el París de los años sesenta, y nunca volvió a dirigirle la palabra), pero la localicé en otro libro escrito por el propio Lorenz, que increíblemente se conserva en el acervo que José María Arreola donó a la Universidad de Guadalajara (en esa biblioteca olvidada fui desenmascarando cada una de las pistas que me han permitido, durante treinta y tres días y sus noches, reconstruir esta historia que parecería inverosímil, nombrar lo innombrable, surtir de voz al silencio): una biografía comentada del fabuloso matemático Pierre-Simon Laplace, en cuyo quinto capítulo enuncia —en apenas seis párrafos certeros— las lecturas predilectas del célebre francés. Lorenz nos dice que Laplace era un gran aficionado a la literatura china y menciona, esforzándose en no despertar un interés innecesario o peligroso, que también era un asiduo lector de los estudios de Herbert Allen Giles. No me costó mucho esfuerzo ubicar ese mismo nombre en la Antología de la literatura fantástica que Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo prepararon hacia 1940, en la que se lo incluye como autor de un dardo envenenado: «Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu».
De manera que la mariposa no fue una consecuencia azarosa, entonces, sino una elección consciente, simbólica.
Un mensaje cifrado por Lorenz.
¿A quién, para qué?
i. Los iniciadores
El principio de esa cofradía a la que pertenecieron Arreola, Lorenz, Laplace y otros matemáticos y escritores de talante similar (congregación que supo mantenerse incógnita hasta ahora que me he obligado a iluminar su historia) tuvo sus orígenes en el próspero territorio francés de la primera mitad del siglo xviii, luego de que en algún momento del año 1733 un hombre y una mujer se conocieran e inmediatamente iniciaran un romance. No eran jóvenes, pero sí animosos; dos sujetos proclives a contradecir lo ordinario. Ella, Gabrielle-Émilie Le Tonnelier de Breteuil, sentía una pasión inquebrantable por la matemática y la física, al punto de convertirse en dueña de la que posiblemente haya sido la biblioteca más completa sobre esos menesteres; hija de un aristócrata, se casó con otro: el Marqués de Châtelet; aguda, curiosa, organizaba célebres convites a los que acudían las personalidades de la época. Así fue como conoció al hombre en cuestión, el poeta y filósofo François-Marie Arouet, Voltaire. En aquellos días, la Marquesa de Châtelet era madre de tres hijos, el último de los cuales no pasaba de los ocho meses de edad, y era propietaria de unos ojos color jade que llegaron a provocar los versos de improvisados poetas: Ah mon amie que dans tel lit, / Pareille philosophie inspire d’appétit!, o sea que era hermosa pero sobre todo inteligente; a Voltaire se le había calificado como el más inspirado de los pensadores, el ideal del talento europeo. Ambos tenían en común la facilidad para expresarse en inglés, italiano o latín, y no eran ajenos a la ingrata labor de llevar el pensamiento de otras personas de un idioma a otro. Por eso se embarcaron en una travesía compleja: traducir al francés la obra completa de Isaac Newton, afanados en demostrar que la razón está indisolublemente ligada a la naturaleza.
Esto es, unión, orden, desorden… caos.
Su simpatía por las ideas de Newton los llevó a una certeza: era inminente organizar un grupo de colegas —que debería crecer más o menos clandestinamente— que se encargaran de resguardar el caos del orden, y viceversa; sería una cofradía exclusivamente compuesta por escritores y matemáticos, gente distinta cuyo compromiso irrenunciable sería vivir de forma caótica.
En la ciudad de Lyon —tal vez en 1742, quizás en 1743—, una fría mañana de noviembre llegó el matemático Jean D’Alembert al albergue adonde había sido misteriosamente citado: «Monsieur D’Alembert: Je suis l’intersection de toutes mes experiénces», leyó en una hoja asimétrica que llegó sin firma a su domicilio; Yo soy la intersección de todas mis vivencias y, debajo de la inquietante oración, los datos para llegar al albergue localizado en la entrada de Lyon. Allá se develó el misterio: los enigmáticos anfitriones no eran otros que la Marquesa y Voltaire. De la encerrona que se prolongó por tres días surgió un plan detallado y una estrategia concisa, incluso un invento: en recuerdo de la biblioteca de Alejandría invocaron una palabra surgida de la combinación de tres vocablos griegos: En-cyclo-pædia, es decir, el conocimiento reunido y ordenado, circular, un «diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios, para una sociedad de gente de letras».
Elaboraron también un manifiesto que no fue dado a conocer, pero cuya versión manuscrita yo localicé entre los papeles de José María Arreola: «En medio de todos los gobiernos que deciden el destino de los hombres, en el seno de tantos Estados, la mayoría de ellos despóticos, existe un reino que sólo tiene influencia sobre la mente. Es el reino del talento y el pensamiento».
(El texto no admite cavilaciones: desde el inicio se propusieron urdir finamente una conspiración que los llevara a conquistar un pedazo de tierra, sin que en ese momento explicaran dónde o cómo, para la adoración del caos).
La Marquesa du Châtelet murió en 1749, pero los otros dos cofrades continuaron con el plan: D’Alembert convenció al filósofo Denis Diderot de echar a andar la descomunal empresa libresca que comenzaron a publicar en 1751, apoyados en un millar de tipógrafos, impresores y encuadernadores, y que se extendió por varias décadas; la publicación de la —afrancesada— Encyclopédie consumió la vida de muchas decenas de redactores y a no pocos los condujo a terminar en prisión. Ésa fue la primera acción —memorable y contundente— para difundir mundialmente la palabra y la idea, el significado y el significante, del caos.
Pero el plan original exigía la presencia de una pieza más sobre el tablero, y fue otro matemático quien la colocó. En el crispado territorio francés de la segunda mitad del siglo xviii, el cuarto miembro de los fundadores del grupo, Pierre-Simone Laplace, hizo pública una sugerencia provocadora: «Si existiera un demonio cuya inteligencia le permitiera conocer en un instante dado la posición y velocidad de todas las partículas del universo, además de las fuerzas que actuaran sobre ellas, y también fuera capaz de realizar los cálculos necesarios, entonces este sujeto podría conocer todo el presente, el pasado y el futuro».
Los años siguientes no fueron sencillos: los allegados a la Encyclopédie fueron perseguidos; en 1778 murió Voltaire y seis años después D’Alembert. El orden social fue trastocado en Francia y hacia 1789 detonó la Revolución; apenas pasado un lustro era decapitado Antoine de Lavoisier. El caos —que aún no había sido volcado en gráficas, axiomas, novelas o poemas— había sido desatado, y con furia. El único sobreviviente del grupo fundador era Laplace. Sin saber muy bien de qué patrimonio era legatario, se dedicó, rozando la locura, a encontrar a alguien con quien pudiera mantener vivo el espíritu de la cofradía. No hay detalles que nos ilustren cómo dio con Sophie Germain, descendiente de una familia de orfebres con cierto abolengo burgués. Su padre, Ambroise-François Germain, era un fervoroso admirador de Arquímedes. Seguramente el encuentro entre Laplace y la más pequeña de los doce hermanos Germain sucedió en 1795, cuando Sophie tenía diecinueve años de edad y había leído ya, con inusitada profundidad, los tratados de Euclides y la versión francesa de la obra de Newton; por consejo de Laplace, Sophie Germain se inscribió en la universidad, usurpando el nombre de un viejo alumno que años atrás había desertado, y asistió a los cursos de la École Polytechnique disfrazada de varón. Le bastaron unos meses para dilucidar por cuenta propia el sendero que habría de seguir en el campo de la matemática; segura y autodidacta (este rasgo no es casual, nada se deriva de la casualidad) desarrolló una tarea rabiosamente original en el ámbito de las matemáticas aplicadas.
Sobre todo, destacó (pero hasta ahora nadie estaba enterado) por encargarse personalmente de elegir a quienes habrían de perpetuar los anhelos de los fundadores (la Marquesa, Voltaire, D’Alembert y Laplace) y hacer crecer el grupo, ponerle un nombre, mudar de geografía; dirigir sus pasos hacia su verdadero destino.
ii. Los seguidores
En 1825, Inglaterra no era el mejor sitio para nacer. Pero, ajenos a esa verdad, el profesor de matemáticas George Huxley y su mujer, Rachel Withers, se decidieron a fundar una dinastía; el segundo de sus hijos fue llamado Thomas Henry Huxley y nació el cuarto día del cuarto mes de aquel año. Y el día exacto en que llegó a la edad de cinco años, Thomas Huxley conoció a Sophie Germain, que había viajado a Ealing para visitar al patriarca Huxley. El pequeño Thomas y la señora Germain hablaron por varias horas. No hay registro de la conversación, pero sabemos que, antes de marcharse, la mujer le entregó al niño un baúl de dimensiones medianas con las notas que tomó D’Alembert de aquella reunión fundacional en Lyon, el primer plan de la obra de la Encyclopédie y una descripción muy precisa, escrita por la propia Sophie, de lo que Huxley debía hacer con todos esos papeles y hasta con su propia vida: reorganizar el grupo, unir, ordenar, desordenar… Al año siguiente, cuando la virtuosa Sophie Germain murió víctima de un tumor cancerígeno en el seno, Huxley comenzó a tomar en serio lo que le había escuchado decir. Abrió el baúl y dedicó varias semanas a estudiar cada detalle de su contenido hasta descifrar todos los mensajes ocultos. Sabemos que fue Huxley quien descubrió ese acróstico en el cual estaban —intercaladas en la tercera y séptima letra de cada línea manuscrita por Voltaire— las letras que formaban la palabra g-u-a-d-a-l-a-j-a-r-a. Huxley sintió (y efectivamente así había sido dispuesto: yo lo puedo asegurar) que cada palabra, cada número, toda ecuación, había sido pensada y escrita sólo para sus ojos y su entendimiento.
Entre los diez y los veinte años de edad, Thomas Henry Huxley leyó todos los libros y se convirtió en un autodidacta (no tenía otra opción) ejemplar. Luego estuvo a punto de pasar los rigurosos exámenes de la Universidad de Londres para obtener un título como médico pero, invenciblemente aburrido, no se presentó al último examen. En lugar de eso ocupó su tiempo en criar hijos, y después, con felicidad superlativa, nietos. Pero antes de depositar sus esperanzas en su nieto favorito, Huxley se ocupó de buscar nuevos cómplices para consolidar el anhelo de los fundadores de la cofradía. La primera que entró en escena fue Sofía Vasilévna Kryukovskaya, una de las dos hijas de un oficial de artillería ruso, nieta de un matemático y astrónomo de origen polaco, a quien no le habían permitido ingresar a la universidad, sencillamente porque las mujeres no debían hacerlo. En un derroche de autodidactismo, Kryukovskaya desarrolló la solución completa para el movimiento de un cuerpo rígido alrededor de un punto fijo considerando que el centro de gravedad del cuerpo gira en torno a su eje de simetría; esto es, desarrolló la descripción matemática del —caótico— baile de un trompo. El siguiente cofrade fue otro francés, Henri Poincaré, a quien le fue encomendado expresar la primera declaración pública a favor del caos: «¿Por qué les cuesta tanto a los meteorólogos predecir el tiempo con certidumbre? ¿Por qué los chubascos y las tormentas parecen llegar por casualidad, de modo que mucha gente considera natural rezar para que llueva o para que haga buen tiempo? Observamos que, en general, las grandes perturbaciones se producen en las regiones donde la atmósfera está en equilibrio inestable. Los meteorólogos ven claramente que el equilibrio es inestable, que un ciclón se va a formar en algún lugar, pero no están en condiciones de decir exactamente dónde».
Pero lo más urgente —de acuerdo con el plan original— era contactar a alguien en Guadalajara, la tierra prometida para el caos, según el acróstico descubierto por Thomas Huxley entre los papeles que recibió de Sophie Germain. La solución llegó de parte de Poincaré: confesó que había hablado con la polaca Marie Curie, quien le había asegurado que mantenía una amistad epistolar con cierto personaje de Guadalajara dotado de cualidades invaluables: José María Arreola. A la muerte de Huxley en 1895 el grupo ya estaba conformado por varias decenas de miembros repartidos entre Francia, Inglaterra, México, Argentina, Uruguay, Italia, Polonia, y se reconocían varios liderazgos; incluso, ya se había elegido un nombre para el grupo. Hay sospechas (José María Arreola suscribía esta hipótesis) de que fue Jorge Luis Borges quien aventuró la urgencia de tener un nombre para identificarse, y que fue él mismo quien bautizó al grupo como Adoradores del caos. Y los Adoradores (esto parece tener una nitidez irrebatible) se decantaron por la lengua española gracias a la cantidad de sinónimos que admite para la palabra caos y que supera, aunque sea por poco, al francés, que había sido la primera y obvia opción. Además, en lengua española es posible construir frases casi mágicas repitiendo las mismas letras, pero cambiando levemente su ordenamiento: cosas del caos, por ejemplo.
A partir de ese momento los eventos se sucedieron con pasmoso vértigo, como la caída de un castillo de naipes: antes de que el caos los dominara a Ellos mismos era inminente arrancar la siguiente etapa del plan, así que se organizaron acciones mayúsculas. En ese ambiente llegó Jorge Cuesta a Francia en los años treinta del siglo xx. Cuesta formaba parte de uno de los grupos más ilustres de la vanguardia literaria en México, los Contemporáneos, y era uno de sus miembros más huidizos; le llamaban El Alquimista, no sólo porque se había formado como químico en la Universidad Nacional, sino también a causa de esa peculiar manera de mezclar en una sola conversación ideas tan disímiles como inéditas —un estilo «caótico», llegaron a decir algunos de sus colegas poetas. Además, Cuesta sobresalía por esa costumbre de fijar la mirada en objetos que nadie más percibía, como si estuviera siempre mirando lo etéreo (un rasgo que sus biógrafos han pasado por alto, pero que a mí se me reveló como una prueba clara de que Cuesta estuvo involucrado con los Adoradores), y su función para apuntalar la cofradía no fue menor: jugó un papel determinante como enlace entre Francia y México. En el caluroso verano de 1928, El Alquimista visitó en París, inesperadamente, a André Breton: «uno de esos sucesos que no se pueden olvidar. La leyenda que flota en torno a la escuela literaria gobernada por él, no es sino el reflejo del misterioso brillo que emana de su personalidad extraordinaria», confesó en un artículo publicado en el diario El Universal hasta 1935. ¿Por qué esperó siete años para hablar de una experiencia que lo había intranquilizado tanto? Porque detrás de todo estaba un plan concebido con la precisión de un relojero, desde luego. Las gestiones de Cuesta fueron acertadas y en abril de 1938 Breton desembarcó en suelo mexicano a bordo del Orinoco. Venía de haber entregado a la imprenta su Diccionario del surrealismo. Y más relevante aún para el enlace mexicano de los Adoradores: Breton dejaba una Europa en la que se fraguaba la Segunda Guerra Mundial, eran los días en que Johan Huizinga publicaba su célebre Homo ludens —enorme ensayo acerca del papel fundamental, caótico desde luego, del juego en el devenir de la humanidad— y Jean-Paul Sartre hizo lo propio con La náusea, todo un aparato filosófico que situó el existencialismo a partir de una novela con una influencia inconmensurable.
Los Adoradores hacían sus movimientos con fidelidad y sincronía: caos por todas partes.
Así que André Breton desembarcó en un México convulso, sustancialmente caótico, luego de que el presidente Lázaro Cárdenas aplicara la Ley de Expropiación en contra de las empresas extranjeras que sustraían petróleo del subsuelo. La visita de Breton a México era un paso ineludible en el ajedrez de los Adoradores. Ya en aquel momento los surrealistas habían sabido defender la celebración pública del caos disfrazado de azar o automatismo en contra del razonamiento y el pensamiento sistematizado, seguidos por científicos desde cuyos laboratorios socavaron el pensamiento lineal y las reflexiones garantizadas por los esquemas efecto-causa que podrían ser verificados a través de los sentidos. En cuanto llegó a Guadalajara —incapaz de disimular su emoción—, pidió que le indicaran dónde intersectan las calles Hidalgo y Liceo. Allá Breton encontró un palacio en ruinas, un edificio barroco cuyo esplendor original había sido deteriorado por la fricción de los años, cuyos «ángulos del patio, semicubiertos y resguardados por medios improvisados, servían de refugio a familias enteras de pordioseros que se entregaban, tan a sus anchas como los gitanos en sus campamentos, a sus ocupaciones y a sus juegos». Rápida, instintivamente, Breton lo reconoció: era el Palacio de la Fatalidad, esa «conquista hecha por la imaginación en el reino de la realidad», una especie de trinchera en la cual se verificó el primer encuentro de los Adoradores en la mismísima ciudad en donde se sentían llamados a erigir su santuario. No se trató de una visita fortuita o el paso inexacto por un lugar para turistas. Estuvo ahí por algo y para algo: en el Palacio de la Fatalidad, por primera y única ocasión, André Breton se reunió con el sabio José María Arreola y con Aldous Huxley, el nieto favorito de Thomas Henry Huxley y autor de ese elogio al caos que es Un mundo feliz.
Fue José María quien desgajó el silencio luego de haber cruzado el último umbral que conducía al cuarto patio del Palacio de la Fatalidad, al divisar unas sombras inasibles: «Hoy no pienso pensar»; «¡Qué fácil es ver un árbol caído y qué difícil verlo caer!», escuchó como primera respuesta cómplice; «La más sorprendente de las coincidencias imaginables sería la ausencia completa de coincidencias», fue la segunda. Y vinieron sesiones interminables en las que se mezclaba, caóticamente, el francés con el español, dado que Breton no hablaba inglés.
Y el futuro siguió al pie de la letra lo que ahí se decidió.
iii. Practicantes
Mientras André Breton organizaba, más allá del océano, la mítica reunión de Guadalajara con Aldous Huxley y José María Arreola —a través de cartas que no me ha sido dado recuperar—, en esa misma ciudad, en el año de 1935, un hombre de contagioso entusiasmo, hijo de un contador público, nieto de un especialista en construcciones hidráulicas y amigo de la familia Arreola, recibió su título como ingeniero civil. Deslumbrado por la química desde su infancia, Jorge Matute Remus combinó la estética con las matemáticas para forjarse una carrera original y prestigiosa en el ámbito de la ingeniería; pocas personas en el mundo podían presumir de su capacidad para construir estructuras que desafiaran al caos. No es posible inferir quién inició a Matute Remus entre los Adoradores, pero lo cierto es que se convirtió en un practicante elemental; para el antepenúltimo mes del año 1950, Matute Remus había logrado escalar hasta una posición estratégica: era el rector de la Universidad de Guadalajara. Desde ahí su única misión consistió en realizar un acto espectacular que sintetizara la fortaleza que los Adoradores habían alcanzado, y que al mismo tiempo sirviera como experimento para anticipar las reacciones de la gente ante hechos demostrativos de caos puro. Matute Remus no lo dudó: era necesario recurrir a aquel sueño que tuvo en su adolescencia, cuando imaginó que el edifico de departamentos frente a su casa había sido movido repentinamente hasta ser colocado dos cuadras más adelante, entre la tienda y el parque. «Era el acto perfecto. No había afrenta mayor contra la predictibilidad que mover un edificio de su lugar original», anotó en su diario. Acto seguido elaboró un extraordinario sistema constructivo de desplazamiento como nunca, en ningún lugar del mundo, se había visto. Y se dispuso a aplicarlo en el emblemático inmueble que la compañía de Teléfonos Mexicanos poseía en la esquina de las calles Juárez y Donato Guerra: en unos cuantos días del mes de octubre, Matute Remus desplazó ese edificio de cerca de dos mil toneladas a lo largo de doce metros, sin que ninguno de los empleados de la empresa telefónica percibiera ni el más mínimo cambio en su rutina, sin que se interrumpiera el sistema de telefonía en Guadalajara ni un solo minuto; solamente se registró el reporte de cuatro personas que mientras hablaban por teléfono oyeron algo de interferencia, un ruido «difícil de describir» pero que ellos calificaron de «caótico».
Los Adoradores estaban alcanzado el más depurado nivel de práctica.
Cuatro años antes de la hazaña de Matute Remus, el uruguayo Felisberto Hernández había sido enviado a París, donde fue recibido por Jules Supervielle y Roger Caillois, a quienes saludó en la Gare d’Austerlitz: «No sólo me gusta viajar por distintas ciudades, sino por artes y ciencias». Culminado su entrenamiento intensivo entre los Adoradores, volvió a Montevideo en 1948 para hacer de su vida un despilfarro de caos: se unió en matrimonio con una mujer a la que conoció con el nombre de María Luisa de las Heras, pero que resultó ser una espía soviética, sin que él nunca supiera su verdadera identidad; dedicó sus noches a escribir cuentos perfectos, protagonizados por retorcidos encubrimientos y falsos mensajes sin fin, pero transcribió gran parte de su obra en un sistema taquigráfico que concibió durante sus largos años como taquígrafo de la Imprenta Nacional y hasta la fecha nadie aún ha sabido cómo traducir aquellos garabatos de fina estética.
Por si fuera poco, Felisberto Hernández llevó a cabo los preparativos para que Italo Calvino realizara esa primera y secreta estancia en Guadalajara; él mismo hizo posible el encuentro entre el patriarca Calvino, el fabulador Juan José Arreola —en el tiempo en que Italo Calvino vivió oculto en Guadalajara visitó todos los martes al cuentista Juan José Arreola, a quien le escuchó decir: «Cada hombre es una bomba a punto de estallar», profunda enseñanza, que Calvino reinterpretó, tal vez para camuflarla, en El barón rampante: «Todos llevamos un caos interno»; no debemos pasar por alto que, en su adolescencia, Juan José Arreola fungió como profesor de matemáticas, allá en su natal Zapotlán; tal vez ése haya sido su primer acercamiento con el caos, pero lo cierto es que quien lo inició entre los Adoradores fue su tío José María—, el dramaturgo Tennessee Williams —quien fue elegido para postular el lema de los Adoradores, trago amargo que libró velozmente y al primer intento: «Siempre estoy en crisis, eso para mí es la normalidad»— y el cancionero Pepe Guízar, quien a falta de contactos con el resto de la cofradía debido a su desinterés —mala decisión que nunca se cansaría de lamentar— por las matemáticas y la literatura, hizo un esfuerzo inhumano hasta colarse en la segunda y definitoria reunión en Guadalajara; inclusive, Guízar llegó todavía más lejos y, sin que mediara solicitud alguna por parte de los Adoradores, en 1954 se aventuró por cuenta propia a escribir una oda al caos —y al lugar que siempre han querido conquistar para Ellos—, que adquirió una letal popularidad y en cuyo coro se adivina una forma iterativa que puede ser intachablemente representada por la geometría de los fractales: «Guadalajara, Guadalajara / Guadalajara, Guadalajara…». Aquella reunión (la última) fue en La Bombilla, la churrería que don Juan González Arreola abrió en la calle Penitenciaría, luego de haber aprendido de tres madrileños emigrados a Guadalajara hacia 1952 la técnica tradicional para hacer churros. La Bombilla fue (sigue siendo) un genuino laboratorio en el que González Arreola consiguió depurar el método para desafiar al caos y elaborar los churros perfectos, aplicando diversos aspectos de termodinámica, recreando condiciones eminentemente caóticas sobre el ardoroso aceite al contacto con la masa.
¿Debemos a la casualidad que el trabajo original de Edward Lorenz sobre el caos y el batir de las alas de una mariposa haya sido publicado en 1963? No, evidentemente. Todo había sido diseñado entre churros en La Bombilla: Carlos Fuentes publicó en 1962 Aura,en donde pretende hacer ficción con una vivencia real del propio Calvino: la idea de que el aviso de ocasión clasificado es un sitio inequívoco para tentar al destino; fue entonces que Lorenz se topó en la pantalla de su computadora con una mariposa que él no había convocado. Así fueron alistando los preparativos para el año de 1963 (hace medio siglo, exactamente: esto no lo debemos olvidar), cuando se escribieron los episodios más gloriosos de los Adoradores: la mariposa de Lorenz —metáfora digna del ingenio más elevado, como de los tiempos de la Marquesa y Voltaire— fue apuntalada por dos novelas (ése fue el plan desde un principio): Rayuela,de Julio Cortázar: «…no había querido fingir como los bohemios al uso que ese caos de bolsillo era un orden superior del espíritu o cualquier otra etiqueta igualmente podrida» (caos de bolsillo, un burdo intento de distraer a quien sabe leer entre líneas) y los 288 trozos que integran el mosaico de La feria,de Juan José Arreola: «Yo creo, en mi humilde opinión, que ha llegado el momento de tomar muy serias e inmediatas providencias. Por lo pronto, gestionar ante el señor Arzobispo que se nombre un párroco auxiliar, de preferencia joven y enérgico, que ponga orden en el caos». Este par indisoluble de novelas (hay diálogos completos que se repiten, historias que nacen en uno de los libros y continúan en el otro; Seymour Menton estuvo a punto de darlo a conocer, pero fue silenciado, quién sabe cómo) representa un festejo del caos: son fragmentarias, y por lo tanto impredecibles, zurcidas a base de capítulos sueltos, casi independientes, que admiten lecturas no lineales, múltiples, inclusive contradictorias.
Así, Lorenz, Cortázar y el más joven Arreola —cabales practicantes del caos— fueron los elegidos para revelar a la gente la magnitud del caos en la naturaleza, bajo el amparo de Italo Calvino: «El conflicto entre el caos del mundo y la obsesión humana de encontrar un sentido a las cosas es un patrón recurrente en todo lo que yo he escrito». Las secuelas, las implicaciones, las estrategias complementarias cayeron como un relámpago: apenas iniciado el año 1964, Benito Castañeda cumplió la comisión de colocar en un punto neurálgico de Guadalajara, en el mismísimo frontispicio del Teatro Degollado (cuya puesta en escena inaugural —que nadie lo pase por alto— fue otro guiño de los Adoradores: La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón) una oda al caos, definitoria, lapidaria, el símbolo axiomático de que Ellos habían conquistado Guadalajara: Que nunca llegue el rumor de la discordia.
Luego, ante la inesperada incertidumbre, se impuso un silencio (¿obligado, pactado?). Muerto José María Arreola la cofradía se dispersó (o tal vez reunieron fuerzas, mejoraron sus códigos de seguridad para despistar a los extraños). Lo cierto es que la semilla del caos había sido implantada con éxito (de acuerdo con el plan, quiero decir); los 740 mil 396 habitantes de Guadalajara en 1960 se transmutaron en un millón exactamente el 8 de junio de 1964 (¿quién puede, a estas alturas, apelar a una supuesta «casualidad» para explicarlo?).
Ha transcurrido exactamente medio siglo desde la publicación de la gran obra de Edward Lorenz; en unas semanas sucederá lo mismo con la de Julio Cortázar y en unos meses será el turno de Juan José Arreola. Algo inminente está por ocurrir aquí mismo, en Guadalajara (¿quizás el acto magistral que siempre prometió Thomas Henry Huxley?). Sería ridículo apelar a las coincidencias para entender que en 2013 haya sido yo quien colectara las pruebas para explicar esta antigua conspiración para convertir a la ciudad de Guadalajara en el santuario mundial del caos (¿seré yo mismo parte del plan?). Porque, ¿cuáles son las condiciones para que ocurra un descubrimiento? Demasiada tinta se ha malgastado buscando palabras que describan con veracidad la sensación que experimenta un científico en el momento de hacer un descubrimiento; la hondura de pensamiento que presumía uno de los padres de la metodología científica de trabajo, el caótico Francis Bacon, se resume en una reflexión tan feliz como atrevida: «Los descubrimientos se deben más al azar y a la experiencia cotidiana que a la ciencia». Pero al pasar de los años, Voltaire, maliciosamente, supo imponer una idea contraria: «El azar es una palabra vacía de sentido; nada puede existir sin una causa». Aquel falso optimismo triunfó por largos años hasta transformarse en terquedad a principios del siglo xx, cuando Albert Einstein se jactaba de que «El azar no existe; Dios no juega a los dados», seguramente recordando que el Nietzsche de Así habló Zaratustra quiere ver en el cielo «una mesa de dados para jugadores divinos». El asunto lo trató de zanjar un venerado miembro de los Adoradores, Ilya Prigogine: «No hay que creer que las teorías científicas son las leyes ocultas del universo, y que son simplemente reveladas por los investigadores al azar de sus descubrimientos».
Descubrimiento, juego, azar, caos…