A la sombra de una faceta / Roberto Ulises

Taller Luvinaria-CUCEA

Ya no existían matices en su vida, todo se había cubierto con un manto gris, las acciones que realizaba semana tras semana carecían de sentido, todo estaba vacío, desde su casa, su billetera, su corazón y, por si fuera poco, el refrigerador.
     Se sentía flotar lentamente por cada lugar sin que nadie lo advirtiera. Había pasado mucho tiempo antes de darse cuenta de tal situación, pero no le importó.
     Gustaba de la naturaleza, aunque sólo en estado putrefacto, así no lo despertaba la incomodidad de la mañana; y el amor en el aire le impedía respirar, lo sofocaba.      Intentó desviar su atención para comprobar que había desgracia en algún lugar, y no hizo más que llorar. No se podía permitir ningún sentimiento, menos por algo que no fuera seguir respirando, daba igual sentir o dejar de sentir. Utilizaba un mecanismo aparentemente sencillo: sólo dejaba de querer y así perdía el interés; la soledad era su mejor carta y sabía jugarla.
     El sonido de la tetera en la lumbre robó sin previo aviso las cavilaciones que lo mantenían abstraído, dejó de lado todo y por impulso mecanizado se dirigió hacia el destino de sus pasos. Cada mañana prepara té o café, ya no se acuerda bien; pero lo que no puede olvidar es la cantidad de azúcar que le daba paz en la glorieta sincronizada de su caótica razón.
     Había perdido todo lo que apreciaba en la vida y que lo mantenía en pie, con la presencia ausente de esos elementos se sentía a la deriva. Su jardín, que tiempos atrás estaba lleno de cactus espinosos de noche, belladonas floreadas de día, hachís para la siesta del mediodía y geranio para la tos, ahora sólo dejaba ver una promesa de muerte. Él se mecía indiferente.
     Tenía impresa en la mirada los sinsabores de la vida y lo agrio que deja el tiempo sobre la lengua. Sentía desprecio por la vida y la vida estaba asqueada de él, según el esquema cósmico. No podía salir de casa pues el mundo exterior aún tenía mucho color. Dormía horas, a veces días completos, sin importar el horario. Cuando estaba despierto, prefería mantener su mente ocupada en literatura que releía una y otra vez, pues cada que la leía parecía encontrar nuevos detalles que quizá había dejado atrás.
     Su casa era particularmente singular en comparación con las que se encontraban alrededor. Todas lucían color, vida, atenciones… pero la suya no compartía ninguna de esas cualidades. Las paredes, que antiguamente estuvieron en perfecto estado, hoy, al igual que su vida, estaban cubiertas de moho y salitre; además prevalecía un olor… no cualquier olor, sino el que se percibe cuando uno entra en un sitio cerrado y que por mucho tiempo ha dejado de estar habitado. En aquel lugar, salvo él, nada más tenía vida.
     Cierto día, sin más ni más, no pudo despegar su cuerpo atrapado entre las sábanas amarillentas y manchadas de la cama, era como si sólo su mente pudiera moverse… Un cuerpo hinchado, amoratado y hediondo, que antes contrastaba con las sombras difuminadas por la habitación, pasaba a completar el cuadro, ahora todo estaba en su sitio, lo que había muerto en vida, ya no latía.

 

 

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