(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Autor de Tabla de restar (uaq, 2017).
Mientras viví en Oaxaca, habitando un departamento en la calle Macedonio Alcalá, provisto de un balcón que me permitía expiar las negras intenciones de la estatua del compositor Álvaro Carillo —dar serenata a mujeres casadas, por ejemplo—, frecuenté los jardines de la llamada Antequera novohispana. Me gustaba caminar, especialmente en horas de insomnio, por el Paseo de «El Llano», donde se cuenta que José María Morelos y Pavón habría plantado un fresno y un higo del valle —todavía sobrevivientes— durante su estancia en 1812. Hombre de luces, el insurgente mexicano estaba enterado de la iniciativa de la Asamblea Nacional, emanada de la Revolución francesa, de levantar un inédito contrato con la naturaleza en correspondencia con los nuevos tiempos de libertad, igualdad y fraternidad entre los hombres. Otro remanso que procuré para mi desconexión del mundanal ruido, imitando al personaje del poema «Domingo en la mañana», de Wallace Stevens, sería el Jardín Etnobotánico del exconvento de Santo Domingo, una obra de rescate del patrimonio histórico y natural capitaneada por Francisco Toledo, Alejandro de Ávila y Luis Zárate; dicha iniciativa, llevada a buen puerto, se propuso reunir en poco más de dos hectáreas la mayor parte de la flora de la región, desde los cactus y las biznagas de la Mixteca a los pochotes y lluvias de oro de los Valles Centrales. Siglos antes, en este mismo espacio, los diligentes dominicos de los siglos xvi y xvii tuvieron un jardín y un huerto, interesados en conocer los saberes alimenticios y medicinales de los antiguos zapotecos y mixtecos.
Convivir y cultivar acaso son dos acciones que han desembocado en equívocos desastrosos e irreversibles para la naturaleza. Calculando costos y beneficios, el hombre de la revolución industrial las tradujo —sin pensar en el legado de las generaciones venideras— como dominar, arrasar y explotar. El espíritu de los verbos conjugados por Morelos, en sintonía con los asambleístas franceses, y claro, con los dominicos oaxaqueños, con el pintor Toledo y sus compañeros de empresa, revela un sentimiento de comunión y de mutua dependencia entre los árboles y las plantas —los seres sedentarios y enraizados—, por una parte, y, por la otra, los animales y el hombre que van y vienen en sus faenas sin alejarse demasiado del ámbito común. Cavilo, en las coordenadas presentes, acerca de que el mito de la expulsión del Paraíso se ha resuelto en un permanente conflicto de culpa y añoranza. El saldo actual de esa batalla es de terror. Un dato macabro puede ser éste: la comunidad científica internacional ha concluido, casi de manera unánime, que tres de las últimas pandemias catastróficas a nivel mundial —la del vih, la del ébola y la de la covid-19— están relacionadas con la devastación de amplios ecosistemas; ante la destrucción o afectación de sus hábitats naturales, múltiples especies han migrado a zonas rurales y urbanas, lo que ha facilitado el salto de enfermedades de animales a los humanos. Pese a tan funestas e imprevisibles consecuencias, los dueños de la producción y de la distribución de la riqueza planetaria —y sus cómplices hipócritas, los gobiernos nacionales— no han cambiado sustantivamente las formas y los sistemas de explotación de tierras, subsuelos y mares.
La naturaleza como espacio sagrado fue una condición sustantiva del movimiento romántico, especialmente en la escuela alemana y en la inglesa. Lamentablemente, aquella causa sería desestimada por sus nietos de comienzos del siglo xx, los insumisos artistas de las vanguardias. Para muchos rebeldes del statu quo cultural, la naturaleza encarnaba el cuerpo y el alma de una muchacha provinciana, bobalicona y mal vestida. La broma de Oscar Wilde respecto de que «la naturaleza debería imitar al arte» sirvió de pretexto para el argumento del Pigmalión de Bernard Shaw: convertir a una vulgar florista en una dama sofisticada. Por lo visto, el llamado del hombre moderno estuvo dado por los silbatos de las fábricas, de los buques y los ferrocarriles, por la metralla y las bombas en los campos bélicos, por el rugir de los motores y las calderas. Las serenas y gozosas reflexiones de Emerson y de Thoreau, surgidas de sus caminatas por el campo civilizado y de sus estancias en el bosque salvaje, parecen, en los oídos del hombre contemporáneo, las aburridas efusiones sentimentales de un abuelo taciturno y delirante. En la siguiente cita del primero de los escritores norteamericanos no puedo dejar de leer una sutil y afable reprimenda: «En presencia de la naturaleza, una amplia alegría embarga a los hombres a despecho de las tristezas reales. La naturaleza dice: Es mi criatura, y a pesar de todas sus impertinentes contrariedades, se alegrará conmigo». Pero no todo el mundo comparte esa sordera generalizada. En el contexto de la actual pandemia, el escepticismo de Byung-Chul Han, a contracorriente de la postura de Slavoj Žižek, vuelve a poner el dedo en la llaga respecto del incesante desastre ecológico sobre el cual el capitalismo salvaje —en su versión china, rusa, norteamericana o europea— no ha movido, ni moverá, su maquinaria política y financiera en aras de revertir la actual situación de tintes apocalípticos.
Entiendo que la realidad demográfica, siete mil millones de seres humanos, no favorece para marcar un cambio de timón o al menos disminuir la velocidad de la vida moderna. Después de la invención de la escritura y de la imprenta, la llegada de internet ha iniciado un tercer movimiento de reconfiguración en todos los órdenes de la actividad humana. Tal vez en la paideia que se está estructurando para esta nueva era —a destiempo y a trompicones—, la visión y el estatus de la naturaleza recobren para las nuevas generaciones su dimensión espiritual, estética y sagrada. La encrucijada de la civilización presente debe plantearse y remontarse bajo principios éticos, desterrando salidas de biología de superhombres, como las noveladas en Un mundo feliz (1932),de Aldous Huxley, o, más recientemente, en Las partículas elementales (1998), de Michel Houellebecq. La pesadilla del botón atómico que pasmó a la humanidad durante la guerra fría se torna —¿quién lo diría?— casi un ensueño respecto a las actuales amenazas que se ciernen sobre el planeta. Bueno, me corrijo, no sólo amenazas sino hechos consumados, calamidades brutales que han provocado hambrunas, enfermedades, migraciones multitudinarias y muertes masivas en numerosas regiones. ¿Tendremos tiempo, como civilización, para retomar el contrato natural propuesto en Francia a finales del siglo xviii? ¿O sólo nos resta esperar, Robert Frost dixit, si el mundo terminará en fuego o en hielo? Ajeno a estos temores y disquisiciones, aumentando un gramo de optimismo, mujeres y hombres de todos los rincones cultivan un pequeño jardín o un huerto, atienden las necesidades de un bonsái plantado en una maceta, podan y abonan un rosal, pintan de cal el tronco de un limonero, combaten la plaga del moscón blanco que ataca la albahaca… La humanidad, ciertamente, puede contar con ellos. ¿Pecaré del idealismo más cursi y deleznable? La emergencia mundial agota su tiempo de prórroga. El leviatán postmoderno —elíjase el mote de la catástrofe— no tardará en derribar las puertas de nuestros búnkeres de confort