À bientôt, Marcel / Ulises Josué Gómez Covarrubias

Preparatoria 4

Sámara saltaba sin control sobre la sala, ella estaba sola en casa. Ya cansada y con la blusa empapada, se retiró a su recámara a deshacer la cama. Se arrojó sobre ésta, cerró sus ojos y recordó lo sucedido el día anterior. Luego de unos cuantos sollozos, su mente se despejó. Entonces decidió llenar la bañera. Mientras, bajaría a la cocina a prepararse un té para los nervios. De regreso, metió todo el cuerpo en la tina y dejó su té al alcance. Remojó un trapo en la tina y se lo puso sobre su bello rostro. Se sintió rendida en unos cuantos minutos.

Estaba entretenida en la reunión. La gente la pasaba bien escuchando música de Crockers y Filthy Rehab, un sofisticado fidget, y preparando y bebiendo tragos. Empezaba a hacerse de noche. Miré mi reloj. Nueve y treinta. «Queda tiempo», me dije. Llevaba entonces tres whiskys en las rocas y empezaba a sentir los efectos. Conversaba con Karla, una de mis mejores amigas, sobre los ganadores del premio Nobel y sus descubrimientos. De repente sentí una mirada muy pesada que penetraba mi mente desde el lado derecho de la sala. Como por magnetismo, mi cuerpo giró hacia el lugar de donde provenía la mirada. Ahí, sentado, sin llamar la atención y un poco oculto, se encontraba ese curioso joven, con sus ojazos verdes, los causantes de que me sintiera así. Al inspeccionarlo mejor, noté sus rasgos faciales y ¡sí que era guapo el mocoso! Tenía la piel clara, cabello castaño y un cuerpo bien torneado. Interrumpí la charla de Karla y le pregunté si conocía el nombre de aquel muchacho.
    –Marcel, creo. Creo, eh.
    Cuando volví la mirada, él se había puesto de pie y seguía mirándome. Hizo una seña ladeando su cabeza hacia la derecha, como si quisiera que lo siguiera. Volteé a mis espaldas y no había nadie más. ¡Sí!, se había dirigido a mí. Le dije a mi amiga que me disculpara y fui tras del desconocido. Llegamos a la terraza del sitio, un lugar con luz muy tenue y en armonía bajo el brillo de la luna; estaba casi vacía, sólo había unas cuantas parejas besándose.
    Él esperaba de pie al lado de una enorme palmera. Al verme llegar, fue a encontrarme y se presentó:
    –Bonne nuit. Je m’appelle Marcel. Comment tu t’appelles?
    «Vaya, tengo mucho sin hablar francés», pensé, así que me presenté en español.
    –Mucho gusto. Soy Sámara.
    No recuerdo detalladamente la conversación, pero sí que me hizo reír mucho y que concordábamos en varios gustos y actividades. Vaya, era guapo y conocedor. Hablamos de literatura y música. Lo curioso es que mientras hablaba con él me sentí muy cómoda. Después abordamos un poco el tema amoroso. Fue cuando me preguntó:
    –¿Quieres jugar un juego? –accedí y dijo–: Bueno. Acercaré mis labios hasta unos cuantos milímetros de los tuyos para ver algo, pero, si te mueves aunque sea sólo un poco, te beso.
    –Está bien, soy buena para estar quietecita.
    –¿Tú crees? Casi nadie lo logra, pero bueno.
    Lentamente se aproximó a mí y pude ver sus delicados ojos.
    «¡Guau!», pensé. Me examinó el rostro y dijo:
    –Vaya, quelle fille jolie.
    Seguía sin entender, y mientras estaba hipnotizada por sus ojos, me besó y dijo:
    –Te moviste.
    «Qué labios.» Quedé aturdida y sólo pude responder bobamente:
    –¿En serio?
    Noté una sonrisita malvada en su cara. Luego dijo:
    Peux-Je te donner un baiser?
    Mi francés es malo, pero recordé: baiser es beso, sin duda. Yo sólo pude decir:
    –Oui.
    Empezó suave y lentamente, pero subió de tono hasta que metió su lengua en mi boca. ¡Qué sensación! Nos escondimos detrás de la palmera y continuamos. Los besos, las lamidas, las chupadas, las cosas que me decía al oído… Fue cuando noté el movimiento de su mano izquierda y todas las sensaciones que causó cuando empezó a toquetear mis senos. Intenté detenerlo y me preguntó si no me gustaba.
    –Está bien, continúa –le dije.
    Entonces, hábilmente introdujo su mano por debajo de mi blusa y mi brasiere y empezó a presionar mi pezón y a formar pequeños círculos imaginarios en éste con su dedo. Escalofríos y cosquilleos empezaron a recorrer mi cuerpo. No vi cuándo, pero su mano derecha se posó en mi nalga izquierda y la apretaba exquisitamente. «Vaya, qué manos tan suaves», pensaba. Sentí una cálida humedad que empezó a mojar mis calzones. No advertí, por el trance en que me encontraba, cuándo su mano se introdujo adentro de mi pantalón. Descendió, sentía su dedo índice explorando todo lo posible, hasta que dio con mi vagina. Noté que advirtió la humedad, y me dijo:
    –Vaya, sí te está gustando.
    Con su dedo se abrió paso hasta meterlo adentro, después introdujo otro más, que entró sin ninguna dificultad, y lentamente empezó a hacer unos delicados movimientos. Imagínense cómo me sentía, para mí todo eso era nuevo. Él me besaba y succionaba repetidamente mi cuello, con la mano izquierda acariciaba mis pechos y con la derecha penetraba mi alma. Sentí que me derretía como queso amarillo.
    Se detuvo, dijo que lo esperara, pero se marchó y no lo vi más aquella noche.
    Nunca dijo adiós.

    –¡Marcel! ¡Levántate, cabrón!
    –Oui, ya te escuché, mère.
    –Deja de flojear, de veras. Ya vente a comer.
    –Un momento –dije, para que cesaran los gritos de mi madre.
    Como era de esperarse, traía una cruda tremenda, no soportaba el dolor de cabeza. Intenté levantarme de la cama para ir al baño, pero abandoné la idea cuando al ponerme de pie sentí vértigos y ganas de guacarear.
    –¡A la chingada los riñones!, mejor me regreso a la cama –traté de calmar los calambres estomacales recostándome boca arriba, y lo primero que me vino a la mente fue el puto vodka y el puto jager.
    Cerré mis mareados ojos y recordé la imagen de la bella joven.
    –Sam… ¿cómo se llamaba? Samanta, no… Susana, no… Sámara, ése es. Vaya, cómo besaba, y qué carnes tan firmes tenía. Aún recuerdo todo lo que hicimos detrás de esa palmera, y la erección tan dura que tuve. De tanta presión sentía que me reventaría la cabeza. Pero lo que no comprendo es por qué se fue. Me dijo que la esperara y nunca volvió. Ni siquiera dijo au revoir. Recuerdo el gran dolor con el que me dejó.     Creo que aún tengo inflamados los huevos; pero en fin, qué hermosa chava. Tengo que buscarla, saber dónde vive, conocer a sus padres, sus pasiones, quiero que sea mía; esos ojos, esa boquita…
    ¿Dónde está el pinche celular? Qué desmadre de cuarto, la neta. Necesito hacer la menage. ¡Ah, aquí está! Pero, ¿por dónde empezar? A ver si Juan la conoce. ¿Cómo pude ser tan pendejo de no pedirle su número?
    –¿Bueno?
    –Bonjour, Juanebrio. ¿Cómo amaneciste, putito?
    –¿Qué pedo, pinche francesito? Pos ¿cómo crees? Crudo, wey.
    –Ah, qué coincidencia. Oye, cabrón, aguanta. No creas que te llamo para ligarte.
    –¿Ah, no? Entonces ¿qué quieres, wey?
    –No, wey. Es que, mira, así está la cosa: en tu reunión de ayer le pegué una pasteleadota a una femme llamada Sámara.
    –¡Ah, no mames! ¿Neta, a la Sámara? ¡Te cuajaste!
    –Sí. ¿Sabes su cel?
    –No, pero se ve que aguanta.
    –¿No? Entonces ya valió madre. Yo quería pedirte su número.
    –Pero tengo el de Karla, dizque su mejor amiga. A ella sí la ubico bien, ¿te sirve?
    –Oui.
    –Pinche francesito. A ver, es 3312665795.
    –Merci beaucoup, Juanebrio.
    –En español, wey. Me debes una.
    –Que chingues a tu madre. No te creas. Gracias, Juanebrio; de rato.
    Ya chingué. A ver, tranquilo, tranquilo, ¿eh? Tres, tres, uno, dos, seis, seis, cinco, siete, nueve, cinco…
    –¿Bueno… sí?
    –¿Karla?
    –Eh, ¿quién habla?
    –Eh, buenas tardes, habla Marcel. No nos conocemos pero yo a tu amiga Sámara sí. Conversé con ella en la reunión que hizo ayer Juan, pero, ¿sabes?, nunca le pedí su número y pues quería ver si tú podrías facilitármelo, para invitarla a salir.
    – ¿Que no lo sabes? –Karla se quedó callada, su voz era extraña. Dudó un momento y me dijo–: Sámara tuvo un accidente.
    –¿Un accidente? No juegues. Yo platiqué con ella anoche –me ganó la duda, pues la voz de Karla se escuchaba fatal. Luego comenzó a sollozar.
    –Fue esta mañana, en su casa. Sus padres la encontraron en el baño. Se ahogó en la bañera. Parece que se quedó dormida.
    Enmudecí. No supe cómo reaccionar. No supe cuánto tiempo pasó. Seguía escuchando a Karla llorar. Lo único que pude decir fue un melancólico y seco:
    –Lo siento…
    

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