De Hölderlin y el arribo de los dioses al miedo y la guerra / Silvia Eugenia Castillero

Desde que apareció sobre la tierra, el hombre recorre superficies para seguir cruzando fronteras —esos trazos imaginarios—, en pos de alojamiento. Huésped eterno, quiere siempre una conquista más. Y una vez que se detiene, se entretiene, se queda, permanece, se apropia de la zona, funda su reino. El mundo, entonces, es el entramado de una presencia, de los acontecimientos y del entrecruzamiento de sus formas. Presencia en permanente expansión. Y la guerra comienza. La primera batalla que se ha de librar es al interior de la psique y del alma, en la representación del propio cosmos (ese laberinto): nudo enigmático que pide ser desatado y traducido —según Karl Kerényi—, desatamiento que se traduce en un enfrentar la muerte, por un lado, y por el otro, el conocimiento. En ese lugar de la contradicción misma, de divergencias y matices interpretativos, se forma una red de sentido, sólida y coherente: la literatura. Que sigue lindando con el misterio. Tenemos a Teseo que viaja al fondo del laberinto para dar muerte al Minotauro. A Ulises que logra volver después de años de errancia. A Don Quijote, vencedor de molinos y rebaños. Los héroes mitológicos descienden hasta los abismos, sometidos a la cruda ley del tiempo (Kerényi). En realidad la búsqueda es hacia la sede de lo inefable, o como lo expresa Paul Valéry, hacia «la fuente de las lágrimas, ya que nuestras lágrimas son la expresión de nuestra impotencia para expresar» (Dialogue de l’arbre).

El placer de abandonar la seguridad de la casa, de la tierra, de la familia —a decir del periodista polaco RyszardKapuściński, «y salir a lo desconocido en busca del Otro. Ésa es la esencia de todo viaje y de cualquier viajero: el Otro entendido como una oportunidad, una aventura, un regalo, una fiesta» (Viajes con Herodoto). Por eso Kapuściński no elabora reportajes sino relatos, no describe personajes sino que crea héroes, en una escritura que revela la imagen auténtica del mundo. El siglo actual es el siglo de la velocidad, la tecnología y las guerras. Un mundo de vínculos mediáticos más que estéticos. Vivimos una civilización sin alma, como bien la anunció Nietzsche, sin una sana y creativa fuerza de naturaleza, «sólo un horizonte delimitado por los mitos puede encerrar en una unidad todo un movimiento de civilización». Desde la Revolución Francesa hasta el siglo xix, el reducto todavía posible era el mundo de la ficción, donde pueden acontecer las transacciones y los pactos entre hombres y dioses. Y el regreso de aquellos seres impostergables en la memoria humana, como Dioniso, el dios del advenimiento, el último en llegar al Olimpo: extranjero, oriental, disolvente, dios de los misterios y del delirio divino.

En Los himnos de Tubinga, Hölderlin logra hacer descender a los dioses griegos y sentarlos a la mesa con los hombres: «Libres, como dioses en el banquete, / cantamos alrededor de las copas / en las que bulle la noble bebida; / llenos de emoción, solemnidad y calma, / bajo el velo sagrado de la oscuridad, / entonamos la canción de la amistad» (Canción de la amistad). Hiperión, ser mitológico que encarna todos esos ideales cantados en el primer libro del poeta, escudriña hasta lo más hondo de la esencia humana: «¿Qué es el hombre? […] ¿Cómo es posible que exista algo así que, como un caos, hierve y se agita?». Hölderlin construye la reconciliación del hombre con su historia, una militancia de la libertad creadora, o como lo definen Carlos Durán y Daniel Innerarity en el prólogo a Los himnos, «ser autor de libros y ser autor de la propia vida se convirtió en un callado grito de guerra».Como en la Ilíada —la primera gran guerra imaginaria del mundo occidental—, el campo de batalla es el orbe entero. Se trata de una revolución ética. Y la Revolución Francesa fue la señal concreta del arribo de la redención del género humano: su canción de gesta verdadera. Trajo de nuevo a los dioses al campo de la historia y desterró el miedo como un estigma de la clase baja. Ese miedo que desde los tiempos postmedievales —cuando la sociedad feudal se resquebrajaba— se convirtió en distintivo de clase: los pobres lo sufren, los nobles —ayudados por la Iglesia y sus prácticas antisatánicas y protegidos por el monarca— lo combaten y son caballeros que luchan y vencen. Dentro de una sociedad todavía cercada por el poder ciego de los nobles y de la Iglesia —el famoso «despotismo ilustrado»—, la época de Hölderlin no tiene salida para los intelectuales y las clases media y baja. La Revolución Francesa conquistó para los humildes el derecho al valor. De los cuentos de Maupassant a Zola, la literatura volvió a otorgar progresivamente el miedo a su verdadero sitio. Es la irrupción de la Revolución Francesa lo que va a consolidar el sentido de libertad y armonía de la humanidad en un grupo de jóvenes artistas, entre los que destacaban Schiller, Hegel, Fichte y el propio Hölderlin, que por primera vez tienen la posibilidad de ser héroes, por el simple hecho de unir sus ideales alrededor de una copa de vino en común. En Werke, Hegel condensa este espíritu: «Una emoción sublime reinaba en aquel tiempo, un entusiasmo del espíritu estremeció al mundo, como si sólo entonces se hubiera llegado a la reconciliación real de lo divino con el mundo».

De esa época a la nuestra, de la lucha por la humanización del hombre a la guerra deshumanizada del narcotráfico, guerra no imaginaria sino inventada y dirigida por el poder, nada queda del ideal, de la emoción por liberar el espíritu. La estrategia es saturarnos de miedo, matar sin saber si hay o no culpables, matar para mostrar cifras y aterrorizar al ciudadano.

El miedo es múltiple, cambiante, ambiguo: todo aquel que está dominado por el miedo corre el riesgo de disgregarse. El ser se vuelve separado, otro, extraño. Si es colectivo puede llevar a comportamientos aberrantes y suicidas, como los que cotidianamente miramos en el televisor, en esta guerra mediática sin héroes ni dioses, cuyo objetivo es desaparecer de la mirada del ciudadano común la apreciación correcta de la realidad. ¿Tendremos que esperar a que regrese un Shakespeare?: «Qué necesidad tengo de ir… antes de que ella [la muerte] se dirija a mí? ¿Puede acaso el honor reponer una pierna? No. ¿Un brazo? No. ¿Quitar el dolor de una herida? No. ¿El honor entiende algo de cirugía? No. ¿Qué es el honor? Una palabra… Por eso no quiero. El honor es un simple escudo, y así termina mi catecismo» (Enrique IV). ¿O un Lautréamont que irónico, convulso, animaliza su escritura para violentar, como un grito, y poner al descubierto los resortes de un mundo ridículo y frívolo? ¿Un Maldoror, asesino en serie? ¿Se necesitará una literatura en la que la metáfora sea monstruo, para recuperar el rostro verdadero de la guerra, una guerra que indague en lo humano y conquiste la armonía perdida, lejos del cliché y de la práctica ciega y sanguinaria?

 

 

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