Retrato de joven con migraña

Luis Vicente de Aguinaga

(Guadalajara, 1971). Entre sus publicaciones más recientes está De otra cosa (Cataria, 2022).

…tal vez las canas del seso

honran años juveniles.

Sor Juana

Es razonable ordenar las obras de Antonio Alatorre separándolas en tres distintos módulos cronológicos. En primer lugar están los artículos, prólogos y traducciones (de Bataillon, Highet, Sarrailh, Sapir, Curtius y tantos más) que publicó desde mediados de los años cuarenta. En segundo lugar, los libros que fue dando a la imprenta —primero con lentitud, al final más rápidamente— a partir de Los 1,001 años de la lengua española, desde 1979, cuando estaba por cumplir cincuenta y siete años, hasta 2010, año de su muerte. Por último, los libros de publicación póstuma, todos de gran interés, como El heliocentrismo en el mundo de habla española (2011), La migraña (2012) o Estampas (2012).

Más interesante, sin embargo, sería ordenar esas mismas obras en razón de algún principio interno. Al escribir estos párrafos pienso que la juventud —la fascinación de Alatorre por la experiencia de ser joven o de tener interlocutores jóvenes— bien podría ser ese principio. Reléase, por ejemplo, el ensayo titulado «Alfonso Reyes: pequeña crónica desmitificante», que no fue recogido en libro sino hasta que apareció en Estampas. En ese texto, muy elocuentemente, Alatorre no sólo habla como un joven, sino que se ve a sí mismo como tal: «Yo no le deseo a Alfonso Reyes la suerte de José Enrique Rodó, ese otro preclaro estilista que tuvo una vida muy melancólica y cuyos libros hemos dejado de leer los jóvenes». Alatorre publicó ese texto en 1974, cuando tenía cincuenta y dos años. Me simpatiza descubrirlo en el momento en que, aun habiendo alcanzado lo que otros llamarían cierta edad, sigue percibiéndose como un joven.

En otro texto (me refiero a la conferencia titulada «¿Qué es la crítica literaria?», recogida en su libro Ensayos sobre crítica literaria) dice: «Una y otra vez, cuando un grupo de jóvenes lee conmigo el cuento de Rulfo [“Diles que no me maten”], nos encontramos, ellos y yo, con que su experiencia y la mía tienen mucho en común. Y si nuestra experiencia es análoga, es que también son análogos nuestros ideales humanos, o sea nuestros ideales críticos». Es notorio que Alatorre, al hacer esta observación, se compara y termina confundiéndose con ese grupo de jóvenes que no son sino sus alumnos, con quienes estudia y comenta el cuento de Rulfo.

En este contexto, vale la pena enfatizar que la única novela que Alatorre haya escrito, aunque no concluido —me refiero a La migraña, editada en 2012 con un final sugerido por los hijos del autor—, es justamente un libro a propósito de la juventud, y más aún: del descubrimiento de la juventud.[1] En una especie de revelación o secuencia de revelaciones (que, como se verá más adelante, colindan con la visión mística), el protagonista de la novela, un hombre maduro, se identifica con el joven que fue, con ese joven al que le fueron deparadas las experiencias que, siendo adulto, evalúa como las más esclarecedoras de su vida.

Más que resumir la trama de La migraña, me importa destacar sus principales temas. Así, por ejemplo, el tema de la memoria y su relación con el tiempo presente. Profesor de literatura y aspirante a escritor, el protagonista de la novela, de nombre Guillermo, admite ser, en lo que dura una revelación experimentada en pleno día de descanso, quien es y quien ha sido: «Y así, con los ojos abiertos, en el jardín de mi casa, soy el Guillermo de 1937 y el Guillermo de hoy, soy una trabazón de pasado y presente». Lo anterior, que pudiera no ser sino una obviedad, puesto que todo individuo adulto se reconoce a la larga como la persona que fue, conduce a una exploración alucinatoria
del pasado.

A decir verdad, el tema de las alucinaciones es uno de los motores de la novela. Lo es también la reflexión a propósito de la realidad y de la conciencia que se tiene de la realidad, que acaso en la memoria de Alatorre haya estado relacionada con su lectura de Locke y los empiristas ingleses. Guillermo, el protagonista de La migraña, entiende la escritura como una forma de aceptar la irrealidad: «Mi escritura es como un retrato de mi conciencia. Escribir es aceptar mi irrealidad, mi muerte, pero también mi realidad, mi única verdadera realidad». El papel de las alucinaciones y del sentimiento de irrealidad en la conformación de la conciencia es, por así decirlo, el detonador de las rememoraciones que hacen de La migraña un libro significativo, aunque peculiar, en el plano de las obras conocidas del autor de Cuatro estudios sobre arte poética.

Esta especie de tensión entre realidad e irrealidad hace posible, a medida que Guillermo escribe, que tome forma en su relato el tema de la disociación de la personalidad: «A veces me desligo en efecto de mí mismo, me veo a distancia, me mido, me puedo percibir minuciosamente», dirá, por ejemplo, muy al principio de la novela. De la misma forma, cuando llora, dirá que llora «lágrimas […] de un desconocido», o bien, más adelante, a medio relato, afirmará: «dentro de mí hay otro Guillermo distinto».

No he mencionado esos temas al azar. En realidad, me parece que todos ellos preparan la llegada, en la novela, de algunos de los incidentes más relevantes de todo el texto, y por ello mismo de los atributos más expresivos en la composición del protagonista. Estoy hablando de los trances extáticos, los raptos místicos y las experiencias de silencio y vacío que aparecen en puntos decisivos del relato. Así, por ejemplo, Alatorre dedica cuatro páginas a describir una suerte de viaje astral, una experiencia infantil de iluminación, incluso un éxtasis: literalmente, un estar-fuera-de-sí. En esa descripción, el Guillermo adulto dice, hablando por el Guillermo niño: «No estoy conmigo, sino fuera de mí, hecho inmovilidad y eternidad y nada». Y poco después: «Es como si dentro de mí se hubiera hecho el vacío, y como si este vacío fuera lo mismo que la paz, la serenidad».

En esa paz y en esa serenidad adquiere todo su sentido el padecimiento que da título a la novela, la migraña, que Alatorre presenta casi como una vocación descubierta en la pubertad. La migraña es el «éxtasis del dolor», como dirá, palabra por palabra, el novelista, y hará una descripción formidable —y, por ello mismo, terrible— de una crisis migrañosa, que posteriormente definirá no sólo como un trance, sino como un «éxtasis o arrobamiento de dolor» (un poco a la manera del papel que tiene la epilepsia en Dostoievski). Aunque describa la migraña, en un principio, como una experiencia visual, casi ocular, Alatorre la caracterizará después no como una experiencia sensorial, sino como una experiencia intelectual: «La migraña tiene mucho sentido. Más que un rebosar de azogue luminoso y colorido, es un rebosar de significado».

Con estos antecedentes, el Guillermo de catorce o quince años descubrirá la maravilla del cuerpo erótico, lo mismo en la persona de un joven de su edad, aunque no desarrollado todavía —un efebo que le provocará una vívida excitación sexual—, que, hacia el final del relato, en la experiencia del autodescubrimiento. Si el placer de admirar el cuerpo del efebo le inculcará el deseo de no hacerse adulto, después, cuando ese deseo se vea superado, Guillermo aceptará su propio goce de madurar y se reconocerá en el trance de ya no ser un niño. La migraña, en una de las últimas crisis que describa la novela, dará lugar elocuentemente a otra experiencia del vacío, pero no ya la del vacío místico, sino la del vacío fisiológico, ya que la migraña se aliviará por el vómito. El adolescente, que acepta por fin el placer de observar y tocar su propio cuerpo, dirá: «Me siento lavado por dentro, vacío, maravillosamente vacío».

El cuerpo juvenil es, para el novelista, una especie de tabula rasa, tanto erótica como intelectualmente. Se diría que tanto el deseo como el aprendizaje y la experiencia escriben en el cuerpo. La migraña representa, en este contexto, el aura o prefiguración del sentido que tendrá esa escritura y del vaciamiento que sobrevendrá más adelante, como una muda de piel para una nueva fase de conocimiento. Es así como, en ese ritmo de apropiación y desposesión alternadas y consecutivas, la juventud logrará mantenerse —no sólo en La migraña, sino acaso en toda la obra de Antonio Alatorre— como una fuerza indestructible.


[1] Antonio Alatorre, La migraña, Fondo de Cultura Económica, col. Letras Mexicanas, México, 2012.

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