(Después de leer «Le ravissement d’amour», de Blaise Cendrars)
El idioma del futuro había invadido el desierto. Sus colores eran magníficos: rosa, añil, esmeraldino, un amarillo insoportablemente pálido, un naranja puro y brillante como un ave del paraíso, otras sombras y matices que se desteñían, y un color negro tan inflexible que amenazaba con devorar todo lo que tocaba. Los animales le dieron la bienvenida al nuevo idioma, invitándolo a sus guaridas y túneles en las rocas. En él encontraron no tanto cariño, sino confianza, como con algo enterrado y olvidado y luego recuperado inesperadamente. Quizá, pensaron, sus dioses hablaban así antes del gran silencio. Pero los otros habitantes del desierto se habían acostumbrado al silencio, los despertaba en las mañanas como un segundo sol, así que el nuevo idioma, a pesar de guardar una educada distancia de sus casas, los molestaba, de manera imprecisa. «Es aquel disparate purpúreo a lo largo de los bordes», observó uno. «No, no, es el amarillo enfermizo que se mete debajo de mi piel», dijo otro. No concordaban, pero cuando la noche adoptó el idioma, sombra tras sombra, y comenzó su oscura canción, todos supieron que un cambio se avecinaba. Efectivamente, en el profundo, cada vez más denso malva de la noche se levantaron de sus camas como sonámbulos y comenzaron el éxodo, protegiéndose los oídos del coro que crecía a su alrededor.
Versión de Víctor Ortiz Partida
The Language of the Future
(After reading Blaise Cendrars’ «Le Ravissement d’amour»)
The language of the futu re had invaded the desert. Its colors were magnificent: rose, indigo, emerald green, an excruciatingly pale yellow, an orange pure and bright as a Bird of Paradise, other unnameable shades and hues running together, and a black so unyielding that it threatened to engulf whatever it touched. The animals welcomed the new language, inviting it into their lairs and tunnels in the rocks. They found in it not so much a warmth as a familiarity, as of something buried and forgotten and then recovered unexpectedly. Perhaps, they thought, this is the way their gods had spoken before the great silence. But the other inhabitants of the desert had become accustomed to the silence, woke to it each morning like a second sun, and so the new language, even though keeping a polite distance from their houses, vaguely disturbed them. «It’s that purple nonsense along the edges,» offered one. «No, no, it’s the sick yellow that gets under my skin,» said another. They could not agree, but when the night embraced the language, first one shade and then another, and commenced its dark song, they knew a change was coming. Sure enough, in the deep, thickening mauve of night they rose like sleepwalkers from their beds and began the exodus, covering their ears against the chorus that swelled around them.