Casa de hojas(introducción) / Mark Z. Danielewski

Aún tengo pesadillas. De hecho las tengo con tanta frecuencia que ya debería estar acostumbrado. No lo estoy. Nadie se acostumbra de veras a las pesadillas.
     Por un tiempo intenté con todas las pastillas imaginables. Lo que fuera para combatir el miedo. Excedrina, Melatonina, L-Triptofan, Valium, Vicodin, varios miembros de la familia Barbital. Una lista bastante extensa, frecuentemente mezclada y aderezada con vasos de whisky, unos toques en bong para rasparme los pulmones, a veces hasta un viaje de confianza, vaporoso, con cocaína. Nada sirvió. Creo que es razonable suponer que no hay todavía un laboratorio lo bastante avanzado como para sintetizar la clase de químicos que necesito.      El Premio Nobel para quien se los invente.
     Estoy muy cansado. El sueño me ha estado acechando por más tiempo del que puedo recordar. Inevitable, supongo. Tristemente, sin embargo, no es algo que contemple con entusiasmo. Digo «tristemente» porque hubo tiempo en el que incluso me gustaba dormir. De hecho dormía todo  el tiempo. Eso fue antes de que mi amigo Lude me despertara a las tres de la mañana y me pidiera ir a su casa.      ¿Quién sabe? Si no hubiera oído sonar el teléfono, todo podría ser diferente ahora. Pienso mucho en eso.
     En realidad, Lude me había contado del viejo cerca de un mes antes de aquella noche fatal. (¿Es ésa la palabra? Fue así en un sentido.      En el otro no pareció tan mala. ¿O sí lo fue?). Había estado ocupado en buscar un departamento luego de una pequeña dificultad con un casero que se despertó una mañana creyendo que era Charles de Gaulle. Me asombró tanto cuando me lo dijo que antes de poder pensarlo con calma ya le estaba diciendo que en mi humilde opinión él no se parecía para nada a un aeropuerto, aunque la idea de que un 757 aterrizara sobre él no me parecía desagradable. Fui echado rápidamente del edificio. Podría haber peleado, pero el edificio era una casa de locos, de todas formas, y me dio gusto irme. Y luego resultó que Carlitos de Gaulle quemó el lugar hasta los cimientos una semana después. A la policía le dijo que un 757 le había caído encima.
     En las semanas siguientes, mientras iba de sofá en sofá de Santa Mónica hasta Silverlake en busca de un departamento, Lude me contó del viejo, que vivía en su edificio. Tenía un departamento en la planta baja, que miraba hacia un patio amplio y cubierto de hierbajos. Supuestamente, el viejo le había dicho a Lude que moriría pronto. No me llamó la atención, aunque tampoco es del tipo de cosas que se olvidan fácilmente. Entonces sólo pensé que Lude estaba bromeando: le gusta exagerar. Después de un tiempo encontré un estudio en Hollywood y volví a mi rutina estúpida como aprendiz en un local de tatuajes.
     Eran finales del 96. Las noches eran frías. Yo trataba de olvidar a una mujer llamada Clara English, que me había dicho que deseaba una cita con alguien en la parte de arriba de la cadena alimenticia, así que le demostré mi devoción constante a su memoria enamorándome de inmediato, y mucho, de una estríper que tenía la palabra THUMPER tatuada justo bajo la línea de su tanga, a dos centímetros de su vagina rasurada (o, como ella le decía, «el lugar más feliz de la Tierra»). Basta con decir que Lude y yo pasamos solos las últimas horas del año, buscando nuevos bares, nuevas caras, conduciendo a toda velocidad por las montañas, haciendo nuestro mejor esfuerzo por bajar el cielo a fuerza de decir pendejadas. Nunca lo hicimos. Es decir, bajarlo.
     Y entonces el viejo murió.

Según lo que pude averiguar, era estadounidense. Aunque, como supe después, quienes trabajaban con él le detectaban un acento, pero nunca pudieron determinar con certeza de dónde era.
     Se hacía llamar Zampanò. Ése era el nombre que había usado para rentar su departamento y en varios papeles que encontré. Pero no di con ninguna identificación: ni pasaporte, ni licencia ni ningún otro documento oficial que insinuara que sí, que había sido una persona verdadera y registrada.
     Quién sabe de dónde vino realmente su nombre. Quizá es auténtico, quizá inventado, quizá prestado, un seudónimo literario o —sería mi favorito— un nombre de batalla.
     Según contaba Lude, Zampanò había vivido en el edificio por muchos años, y aunque en general era muy reservado, cada mañana y cada noche se le podía ver, invariablemente, caminando por el patio, un lugar salvaje con hierbas que llegaban hasta las rodillas y que entonces estaba poblado por más de ochenta gatos vagabundos. Aparentemente, a los gatos les gustaba mucho el viejo, y aunque él no los incitara se restregaban constantemente contra sus piernas antes de salir corriendo de nuevo al centro de aquel sitio polvoso.
     En todo caso, Lude había estado fuera hasta muy tarde con una mujer que había conocido en su salón. Pasaban de las siete cuando al fin volvió, entró tambaleándose al patio y a pesar de una cruda tremenda se dio cuenta de lo que faltaba. Con frecuencia Lude regresaba temprano a casa y encontraba al viejo abriéndose paso por el perímetro de los hierbajos, a veces descansando en una banca descolorida por el sol antes de dar otra vuelta. Una madre soltera que se levantaba todos los días a las seis también notó la ausencia de Zampanò. Se fue a trabajar. Lude se fue a la cama, pero al atardecer, cuando el vecino seguía sin aparecer, Lude y la madre soltera fueron a avisar a Flaze, el administrador del edificio.
     Flaze es mitad hispano, mitad de Samoa. Se podría decir que es un gigante. Metro noventa, 110 kilos, prácticamente nada de grasa corporal. Vándalos, drogadictos, quien sea que se acerque al edificio, Flaze se les echa encima como un pitbull criado en una fábrica de crack. Y no creas que él piensa que la fuerza y el tamaño son invencibles. Si los intrusos están armados, él les enseña su propia colección de pistolas, y además les dispara, más rápido que Billy The Kid. Pero tan pronto Lude habló de sus sospechas sobre el viejo, el pitbull y Billy The Kid salieron volando por la ventana. De pronto, Flaze no podía encontrar las llaves. Empezó a decir que había que llamar al dueño del edificio. Luego de veinte minutos, Lude estaba tan fastidiado de tantas quejas y lamentos que se ofreció a hacerlo todo él. Entonces Flaze encontró las llaves de inmediato y las puso en la palma de Lude con una sonrisa.
     Luego, Flaze me dijo que nunca antes había visto un cadáver, que sin duda habría uno y que eso no le agradaba. «Sabíamos lo que íbamos a encontrar», dijo. «Sabíamos que el tipo estaba muerto».
     La policía halló a Zampanò como Lude lo había hallado, boca abajo en el piso. Los paramédicos dijeron que no era nada inusual, que así son las cosas: los ochenta años habituales y el inevitable pum, el sistema se estropea, las luces se apagan y listo, otro cuerpo tirado en el suelo rodeado por cosas que no significan nada salvo para quien no podrá llevárselas. Con todo, esto estaba mejor que la prostituta que los paramédicos habían visto antes ese día. La habían cortado en pedazos en un cuarto de hotel, y habían usado partes de ella para pintar de rojo el techo y las paredes. Comparado con eso, esto casi parecía agradable.
     El proceso tomó tiempo. La policía que iba y venía, los paramédicos que se ocupaban del cuerpo, al menos para asegurarse de que el viejo estaba realmente muerto; los vecinos y al final hasta el mismo Flaze que metían la cabeza para mironear, asombrarse o simplemente familiarizarse con una escena que algún día podría parecerse a sus propias muertes. Cuando acabó por fin era muy tarde. Lude estaba de pie, solo, en el departamento. Ya no estaba el cadáver, ya no estaban los oficiales, hasta Flaze, los vecinos y otros fisgones diversos, ya no estaba ninguno.
     Ni había un alma a la vista.
     «Ochenta putos años de edad, solo en ese excusado», me dijo Lude más tarde. «No quiero acabar así. Sin esposa, sin hijos, sin nadie.      Ni siquiera un puto amigo». Debo haberme reído porque Lude, de pronto, se volvió contra mí: «Oye, Hoss, no creas que tener grandes cantidades de semen fresco te garantiza un carajo. Mírate: trabajas en un sitio de tatuajes y caíste con una estríper llamada Thumper», y tenía razón al menos en una cosa: Zampanò no tenía familia, ni amigos, y apenas un centavo a su nombre.

Cuando sonó el teléfono yo estaba muy dormido. A cualquier otra persona le hubiera colgado, pero Lude era lo bastante buen amigo como para que yo arrastrara mi trasero desde la cama a las tres de la mañana y fuera a Franklin. Él me esperaba afuera de la reja con un brillo perverso en el ojo.
     Debí haber dado media vuelta entonces. Debí haber sabido que algo pasaba, como mínimo debí haber sentido las consecuencias flotando en el aire, en la hora, en la mirada de Lude, en todo, y carajo, debo haber sido alguna clase de idiota para no haberme dado cuenta de todos esos signos. El modo en el que las llaves de Lude sonaban como campanitas de hueso cuando abrió la reja; las bisagras que gimieron como si en vez de entrar a un edificio lleno de gente estuviéramos pasando a una cripta mohosa. O el modo en el que avanzamos por el corredor húmedo, envueltos en sombras, bajo lámparas colgadas de hebras de luz que, lo juraría ahora, deben haber sido obra de arañas grises primitivas. O (probablemente lo más importante de todo) el modo en que Lude murmuraba cuando me decía las cosas, cosas que no me importaban nada entonces pero ahora, ahora…, mis noches serían más cortas si no tuviera que recordarlas.
     ¿Alguna vez te has imaginado haciendo algo en el pasado y, sin importar cuántas veces lo hayas recordado antes, todavía quieres gritar «detente», de algún modo cambiar el curso de la acción, reordenar el presente? Ahora me siento así, mirándome avanzar estúpidamente, por inercia, por mi propia curiosidad o lo que sea que haya sido, y debe haber sido algo más, aunque no tengo idea de qué, tal vez nada, tal vez nada es todo… Es una combinación sin sentido, «nada es todo», pero me gusta. De todos modos no importa. Lo que sea que ordene el camino de todos mis ayeres fue lo bastante fuerte esa noche para hacerme pasar más allá de todos los durmientes que se mantenían lejos de los vivos, encerrados tras sus puertas resistentes, hasta que estuve de pie al final del pasillo ante la última puerta a la izquierda, una puerta sin nada especial, pero una puerta hacia los muertos.
     Lude, desde luego, no se había percatado de las características inquietantes de nuestro pequeño viaje a la parte trasera del edificio. Me había estado contando lo que había pasado tras la muerte del viejo; de muchas formas, había estado dando vueltas alrededor de eso desde entonces.
     «Dos cosas, Hoss», murmuró Lude mientras la reja se abría. «No es que hagan mucha diferencia», y hasta donde puedo verlo, tenía razón. Tienen muy poco que ver con lo que sigue. Las incluyo solamente porque son parte de la historia que rodea a la muerte de Zampanò. Con suerte tú podrás encontrar algún sentido en lo que puedo representar pero todavía no consigo comprender.
     «La primera cosa peculiar», me dijo Lude, mientras me guiaba alrededor por un corto tramo de escaleras, «eran los gatos». Al parecer, en los meses anteriores a la muerte del viejo los gatos habían empezado a desaparecer. Para cuando murió ya se habían ido todos. «Vi uno con la cabeza arrancada y otro con las tripas regadas por toda la banqueta. Pero la mayoría simplemente se fue».
     «Y la segunda cosa peculiar la verás por ti mismo», dijo Lude, bajando la voz todavía más, mientras pasábamos junto al cuarto de lo que parecía sospechosamente una comuna de músicos, todos ellos con audífonos puestos, escuchando atentamente y pasándose un churro.
     «Justo a un lado del cuerpo», siguió Lude, «encontré unos surcos en el piso de madera. Medían doce o quince centímetros. Muy raros.      Pero como el viejo no tenía señales de daño físico, la policía no les prestó atención».
     Se detuvo. Habíamos llegado a la puerta. Ahora tiemblo. Entonces, creo que estaba en otra parte. Casi seguramente soñando despierto, con Thumper. Esto te va a emocionar mucho, no me importa, pero una vez incluso renté Bambi y tuve una erección. Así de mal estaba por ella. Thumper era otra cosa y sin duda le daba en la madre a Clara English. Tal vez en aquel momento estaba pensando incluso en cómo se verían las dos en una pelea de mujeres. Una cosa es segura: cuando oí que Lude daba vuelta a la llave y abría la puerta de Zampanò, perdí de vista esos sueños.
     Lo primero que me llegó fue el olor. No era desagradable pero sí increíblemente fuerte. Y no era uno solo tampoco. Tenía muchas capas, pátina sobre pátina de olor en movimiento cuya fuente se había evaporado mucho tiempo atrás. Entonces me abrumó: era tanto, denso, amargo, podrido, incluso maligno… En estos días ya no puedo recordar el olor: sólo mi reacción a él. Pero aun así, si pudiera darle un nombre, creo que lo llamaría el olor de la historia humana: un compuesto de sudor, orina, mierda, sangre, carne y semen, y también de alegría, pena, celos, rabia, venganza, miedo, amor, esperanza y mucho más. Todo lo cual sonará tal vez bastante ridículo, en especial dado que las habilidades de mi nariz no son realmente relevantes aquí. Lo que es importante, sin embargo, es que el olor era complejo por una razón.
     Todas las ventanas estaban cerradas con clavos y selladas con mastique. La entrada del frente y las puertas al patio tenían sellos también. Hasta los agujeros de ventilación estaban tapados con cinta. Dicho esto, este esfuerzo peculiar de eliminar cualquier ventilación en el pequeño departamento no culminaba con barras en las ventanas o múltiples cerraduras en las puertas. Zampanò no tenía miedo del mundo exterior. Como ya dije, él daba vueltas en su patio y supuestamente era, incluso, tan temerario como para atreverse a usar el sistema de transporte público de la para algún viaje ocasional a la playa (una aventura que hasta a mí me da miedo). Lo que pienso ahora es que él selló su departamento con la intención de retener las varias emanaciones de sus cosas y de sí mismo.
     En cuanto a sus cosas, ocupaban toda la gama: muebles maltratados, velas sin usar, zapatos antiguos (éstos en particular se veían tristes y heridos), tazones de cerámica, así como frascos de vidrio y pequeñas cajas de madera llenas de remaches, ligas, conchas marinas, cerillos, cáscaras de cacahuate, mil clases diferentes de botones de colores con formas muy elaboradas. Un antiguo tarro de cerveza no contenía más que algunas botellas desechadas de perfume. Según descubrí, el refrigerador no estaba vacío pero tampoco había comida en él. Zampanò lo había llenado de libros extraños y pálidos.
     Desde luego todo eso desapareció. Y hace mucho. También el olor. Sólo me quedan unas pocas imágenes mentales: un vapuleado encendedor Zip-po con las palabras PATENTE PENDIENTE impresas en la parte de abajo; la retorcida espiral metálica, que se veía un poco como una escalera de caracol pequeñísima, que se internaba en el interior sin foco de un socket; y lo que, por alguna extraña razón, recuerdo más: un tubo muy viejo de ungüento con una resina como ámbar, endurecida y cuarteada. Lo que todavía no es del todo exacto; aunque no te engañes pensando que no trato de ser exacto. Hay, lo admito, otras cosas que recuerdo acerca del lugar, pero no parecen relevantes ahora. Para mí, todo aquello se veía como basura, el tiempo no había hecho ninguna alquimia económica, lo que apenas importaba pues Lude no me había llamado para concentrarme en esos detalles particulares y —para usar una de esas grandes palabras que iba a aprender en los meses siguientes— desenraizados de la vida de Zampanò.
     Efectivamente, justo como mi amigo había descrito, en el suelo, de hecho prácticamente en el centro, estaban las cuatro marcas, todas más largas que una mano, trozos irregulares de madera excavados por algo que ninguno de los dos quiso imaginar. Pero eso no era tampoco lo que Lude quería que viese. Él me señalaba algo más que apenas me impresionó cuando di el primer vistazo a su forma implacable.
     La verdad, todavía me estaba costando trabajo apartar los ojos del piso rasgado. Incluso me acerqué a tocar las astillas que sobresalían.
     ¿Qué sabía entonces? ¿Qué sé ahora? Al menos algo del horror que me llevé a las cuatro de la mañana está frente a ti ahora, esperándote un poco del modo en que me esperó aquella noche, sólo que sin estas pocas páginas que lo cubren.
     Según descubrí, había resmas y resmas de aquello. Palabras interminables, como gritos, a veces retorcidas hasta tener sentido, a veces hasta no ser nada en absoluto, rotas con frecuencia, siempre ramificándose hacia otros objetos que iría encontrando luego: viejas servilletas, los bordes rasgados de un sobre, una vez incluso al reverso de una estampilla; todas las cosas, y cualquier cosa, llenas; cada fragmento cubierto de las huellas de años y años de pronunciamientos de tinta; en capas, tachados, enmendados; a mano y a máquina; legibles e ilegibles; impenetrables, lúcidos; rotos, manchados, pegados con cinta; algunos trozos claros y limpios, otros desvanecidos, quemados o doblados y redoblados tantas veces que los dobleces habían destruido pasajes completos de dios sabe qué: ¿sentido, verdad, engaño, un legado de profecías o de locura o de nada por el estilo?, y que al final lograba, describía, recreaba…, encuentra tus propias palabras; yo no tengo más; o tengo muchas más, pero ¿por qué? Y todo para decir… ¿qué?
     Lude no necesitaba tener la respuesta, pero de algún modo supo que yo sí la querría. Tal vez por eso éramos amigos. O tal vez me equivoco. Tal vez él sí necesitaba la respuesta y sabía que él no sería capaz de encontrarla. Tal vez ésa era la verdadera razón por la que éramos amigos. Pero tal vez eso tampoco es cierto.
     Una cosa es segura: incluso sin tocarla, los dos comenzamos lentamente a sentir su peso, sentimos algo horrible en sus proporciones, su silencio, su inmovilidad, aun si parecía haber sido echada sin cuidado a un extremo del cuarto. Creo ahora que si alguien nos hubiera dicho «Ten cuidado», lo habríamos tenido. Sé que hubo un momento en que estuve seguro de que su negrura resuelta era capaz de cualquier cosa, tal vez incluso de rasgar, abrir el piso, asesinar a Zampanò, asesinarnos a nosotros, tal vez hasta asesinarte a ti. Y luego ese momento pasó. La maravilla y el modo en que lo inimaginable es sugerido a veces por lo inanimado se desvanecieron de pronto. La cosa se convirtió en sólo una cosa.
     Así que me la llevé a casa.

Entonces
(ahora podría decir en aquella época) me podrías haber encontrado metiéndome vasos de whisky en La Poubelle, aniquilando mi oído interno en el Bar Deluxe o cenando en Jones con una pelirroja tetona que habría conocido en House of Blues, con la conversación saltando locamente de clubs que conocíamos bien a clubs que hubiéramos querido conocer mejor. Carajo, estoy seguro de que las palabras del viejo Z no me molestaban. Todos esos signos de los que acabo de contarte se desvanecieron rápidamente en la luz de los siguientes días o nunca existieron en realidad, y sólo los veo en retrospectiva.
     Primero, sólo la curiosidad me llevaba de una frase a la siguiente. A veces pasaban días antes de que tomara el siguiente fragmento desgarrado, a veces incluso una semana, pero igual regresaba, por diez minutos, tal vez veinte, a mirar las escenas, los nombres, las pequeñas conexiones que empezaban a formarse, los patrones menores que crecían en esos breves trozos de tiempo.
     Nunca leí durante más de una hora.
     Por supuesto la curiosidad mató al gato, e incluso si la satisfacción supuestamente lo hizo volver, está el pequeño problema del hombre en la radio que me decía más y más cosas sobre alguna información inútil. Pero no me importó. Simplemente apagué la radio.
     Y una noche di un vistazo a mi reloj y descubrí que habían pasado siete horas. Lude había llamado pero yo no había escuchado el timbre. Me sorprendí más que un poco al encontrar su mensaje en la contestadora.
     Tampoco fue la última vez que perdí la noción del tiempo. De hecho empezó a pasar con más frecuencia, docenas de horas que se iban en un parpadeo, como perdidas en un giro de frases peligrosas.
     Lento pero seguro, me iba desorientando cada vez más, cada vez me separaba más del mundo, y algo triste y terrible se acumulaba en los bordes de mi boca y salía por mis ojos. Dejé de salir de noche. Dejé de salir. Nada podía distraerme. Sentía que estaba perdiendo el control. Algo terrible iba a suceder. Finalmente algo terrible sucedió.
     Nadie podía llegar hasta mí. Ni Thumper, ni siquiera Lude. Cerré mis ventanas con clavos, tiré las puertas del clóset y del baño, sellé todo, y cerraduras, oh, sí, compré muchas cerraduras, cadenas también y una docena de cintas métricas que clavé al piso y las paredes.      Se veían sospechosamente como crucifijos de metal o, desde otro ángulo, como las costillas frágiles de una nave extraterrestre. Sin embargo, al contrario de Zampanò, esto no era por el olor, esto era por el espacio. Quería un espacio cerrado, inviolado y sobre todo inmutable.
     Al menos, las cintas métricas deberían haber servido de algo.
     No sirvieron.
     Nada sirvió.

Acabo de hacerme un té
en la parrilla eléctrica. Ya no tengo estómago. A duras penas puedo retener esta mezcla dulce y lechosa pero necesito el calor. Estoy en un hotel ahora. Mi estudio es historia. Mucho en estos días es historia.
     Ni siquiera he lavado todavía la sangre. Ni toda es mía. Sigue ahí, seca en mis dedos. Hay señales de ella en mi camisa. «¿Qué ha pasado aquí?», me sigo preguntando. «¿Qué he hecho?». ¿Qué hubieras hecho tú? Fui directo por las pistolas y las cargué y entonces intenté decidir qué hacer con ellas. Lo obvio era dispararle a algo. Después de todo, para eso están diseñadas las pistolas: para disparar.      ¿Pero a quién? ¿O a qué? No tenía idea. Había gente y autos afuera de mi ventana de hotel. Gente de medianoche que yo no conocía.      Autos de medianoche que nunca antes había visto. Podría haberles disparado. Podría haberles disparado a todos.
     En cambio vomité en mi clóset.
     Por supuesto, sólo mi propia estupidez inmensurable tiene la culpa de que haya acabado aquí. El viejo dejó muchísimas pistas y advertencias. Fui un tonto al no hacerles caso. ¿O fue al revés? ¿En secreto las disfruté? Al menos debería haber tenido un puto indicio de en qué me estaba metiendo cuando leí esta nota, escrita justo un día antes de que muriera:

5 de enero de 1997

Quienquiera que encuentre y publique este trabajo deberá recibir todas las ganancias. Sólo pido que mi nombre esté en su sitio debido. Tal vez incluso prosperes. Si, con todo, descubres que no simpatizas a los lectores y ellos eligen despreciar esta empresa de entrada, te sugiero que bebas mucho vino y bailes en las sábanas de tu lecho nupcial, porque, lo sepas o no, entonces serás verdaderamente próspero. Dicen que la verdad pasa la prueba del tiempo. No se me ocurre mayor consuelo que saber que este documento no pasó esa prueba.


Lo que entonces no significó
absolutamente nada para mí. Seguro que no me detuve a pensar que unas pocas malditas palabras me iban a llevar hasta un cuarto de hotel de mierda saturado con el olor de mi propio vómito.
     Después de todo, como descubrí rápidamente, el proyecto entero de Zampanò trata de una película que ni siquiera existe. Puedes buscarla, yo lo he hecho, pero por más que busques no encontrarás jamás El registro de Navidson en cines o tiendas de video. Más todavía, la mayor parte de lo que dicen las personas famosas es inventado. Traté de contactarlas a todas. Quienes se dieron tiempo para responderme me dijeron que jamás habían oído hablar de Bill Navidson, y no digamos de Zampanò.
     En cuanto a los libros citados en las notas al pie, buena parte de ellos son ficticios. Por ejemplo, Tiros en la oscuridad de Gavin Young no existe y tampoco Obras de Hubert Howe Bancroft, volumen xxviii. Por otra parte, cualquier tonto puede ir a una biblioteca y encontrar      Antiguas tradiciones en glosarios latinos medievales de W. M. Lindsay y H. J. Thompson. Realmente hubo una «rebelión» en la misión de 1973 del Skylab, pero
     La belle niçoise et le beau chien es un invento, como lo es, supongo, la historia sangrienta de Quesada y Molino.
     Agrega a esto mis propios errores (y sin duda soy responsable de muchos) y los de Zampanò que no fui capaz de encontrar y corregir, y verás por qué hay mucho que no debe tomarse en serio aquí.
     En retrospectiva, también me doy cuenta de que hay probablemente muchas personas que hubieran estado mejor calificadas para manejar este trabajo, académicos con doctorados de escuelas de la Ivy League y mentes más grandes que cualquier Red Mundial o Biblioteca de Alejandría. El problema es que esa gente estaba todavía en sus universidades, aún en su red, y de ningún modo cerca de Whitley cuando un viejo sin amigos ni familia finalmente murió.

Zampanò, lo reconozco ahora, era un hombre muy divertido. Pero su humor era de ese tipo sarcástico, reseco, que los soldados murmuran, con todas las bromas bajo la superficie, la risa poco más que un tic en la esquina de la boca, mientras esperan juntos en su puesto de vigilancia y lentamente se dan cuenta de que la ayuda no va a llegar a tiempo y en la noche, sin importar lo que han hecho o lo que intenten decir, todos serán masacrados. Amanecer de carroña para los buitres.
     ¿Sabes?, la ironía es que no importa que el documental en el corazón de este libro sea una ficción. Zampanò supo desde el principio que aquí no importa qué es real o qué no lo es. Las consecuencias son las mismas.
     De pronto puedo imaginar la voz cascada que nunca he escuchado. Los labios que apenas se doblan en una sonrisa. Los ojos clavados en la oscuridad:
     «¿Ironía? La ironía nunca puede ser más que nuestra propia línea Maginot; su trazo, en su mayor parte, es puramente arbitrario».
     No es sorprendente entonces que cuando llegó el momento de minar su propio trabajo, el viejo fue supremamente capaz. Falsas citas y fuentes inventadas, sin embargo, palidecen ante su broma más grande.
     Zampanò escribe constantemente sobre el ver. Lo que vemos, cómo vemos y también lo que no podemos ver. Una y otra vez, de una forma u otra, siempre regresa al tema de la luz, el espacio, la forma, la línea, el color, el foco, el tono, el contraste, el movimiento, el ritmo, la perspectiva y la composición. Nada de lo cual es sorprendente considerando que el escrito de Zampanò se centra en una película documental llamada El registro de Navidson, hecha por un fotoperiodista ganador del premio Pulitzer que debe, de algún modo, capturar al sujeto más difícil de todos: la imagen de la propia oscuridad.
     Raro, por decir lo menos.
     Primero pensé que Zampanò era sólo un viejo amargado, de los que hacen a Tomy y Daly parecer Calvin y Hobbes. Su departamento, sin embargo, no se acercaba a nada de lo imaginado por Joel-Peter Witkin o lo que se revela rutinariamente en las noticias. Sí, el sitio era ecléctico pero de ningún modo grotesco o incluso tan lejos de lo ordinario, hasta que, por supuesto, uno miraba con más atención y se daba cuenta: hey, ¿por qué están todas esas velas sin usar? ¿Por qué no hay relojes, ninguno en las paredes, ni siquiera en la esquina de un vestidor? ¿Y qué hay de esos libros raros y pálidos, o del hecho de que apenas hay un maldito foco en todo el apartamento, ni siquiera en el refrigerador? Bueno, ése, desde luego, fue el gran gesto irónico de Zampanò; amor del amor escrito por un corazón roto; amor de la vida escrito por un muerto: todo ese lenguaje de luz, filme y fotografía, y él no había visto nada desde mediados de los cincuenta.
     Estaba totalmente ciego.

Casi la mitad de los libros
que poseía estaban en Braille. Lude y Flaze confirmaron que, a lo largo de los años, el viejo había recibido durante el día las visitas de numerosas lectoras. Algunas venían de centros comunitarios, el Instituto Braille, o simplemente eran voluntarias de usc, ucla o el Santa Monica College. No hablé con ninguna, sin embargo, que afirmara haberlo conocido bien, aunque no pocas estuvieron dispuestas a darme sus opiniones.
     Una estudiante creía que él estaba clínicamente loco. Otra, actriz que había pasado un verano leyéndole, pensaba que Zampanò era un romántico. Ella había llegado una mañana y lo había encontrado «en un estado terrible».
     «Primero supuse que estaba borracho, pero el viejo nunca bebía, ni un sorbo de vino. Tampoco fumaba. Realmente vivía una vida muy austera. En fin, no estaba borracho, sólo muy deprimido. Empezó a llorar y me pidió que me fuera. Le hice un poco de té. Las lágrimas no me asustan. Después me dijo que era un problema cardiaco. “Sólo importa el dolor viejo del corazón”, dijo. Quienquiera que ella haya sido, debe de haber sido realmente especial. Nunca me dijo su nombre».
     Como averigüé con el tiempo, Zampanò tenía siete nombres que mencionaba ocasionalmente: Béatrice, Gabrielle, Anne-Marie, Dominique, Eliane, Isabelle y Claudine. Aparentemente sólo las sacaba a colación cuando estaba desconsolado y por alguna razón volvía a un tiempo oscuro y enredado. Al menos hay algo más realista en siete amantes que en una Helena mitológica. Incluso pasados los ochenta, Zampanò buscaba la compañía del sexo opuesto. No era una coincidencia que sus lectoras fuesen todas mujeres. Como él admitía abiertamente, «no hay mayor consuelo en mi vida que los tonos relajantes acunados en la voz de una mujer».
     Excepto tal vez sus propias palabras.
     Zampanò era en esencia —para usar otra palabra grande— un grafómano. Escribió hasta su muerte, y aunque estuvo cerca varias veces, jamás terminó nada, en especial la obra que sin ambages describía como su obra maestra o su amorcito. Incluso el día en que no apareció en el patio polvoriento, estaba dictando largos pasajes discursivos, enmendando páginas previamente escritas y reestructurando un capítulo entero. Su mente nunca dejó de abrirse nuevos territorios. La mujer que lo vio por última vez comentó que «lo que sea que nunca pudo abordar en sí mismo le impidió siempre asentarse. Al final la muerte se encargó de eso».

Con un poco de suerte,
tú despreciarás este trabajo, reaccionarás como esperaba Zampanò, lo considerarás innecesariamente complicado, inútilmente obtuso, prolijo —palabra tuya—, ridículamente concebido, y creerás todo lo que has dicho, y lo harás a un lado —aunque incluso aquí sólo esas palabras, «a un lado», me hacen temblar, porque ¿qué consigue ser realmente hecho a un lado, jamás?— y seguirás adelante, comerás, beberás, serás feliz y sobre todo dormirás bien.
     Y, claro, también es posible que no lo hagas.
     Al menos de esto estoy seguro: no ocurre de inmediato. Terminarás de leer y eso será todo, hasta que llegue un momento, tal vez en un mes, o en un año, o después de varios años. Estarás enfermo o turbado o muy enamorado o hasta contento por primera vez en tu vida.      No importará. De ninguna parte, más allá de toda causa que puedas rastrear, súbitamente te darás cuenta de que las cosas no son como las percibes, en absoluto. Por alguna razón, ya no serás la persona que habías creído ser. Detectarás lentos y sutiles cambios alrededor, y sobre todo cambios en ti. Peor aún, te darás cuenta de que siempre ha habido esos cambios, como una especie de resplandor, un vasto resplandor, pero oscuro, como un cuarto. Pero no entenderás cómo ni por qué. Habrás olvidado qué te daba esta conciencia en un principio.
     Viejos refugios —televisión, revistas, películas— ya no te protegerán. Podrás intentar escribir en un diario, en una servilleta, tal vez incluso en los márgenes de este libro. Será entonces que descubrirás que ya no confías en las mismas paredes que siempre diste por sentadas. Incluso los pasillos por los que has caminado cien veces se sentirán más largos, mucho más largos, y las sombras, cualquier sombra, se verá de pronto más profunda: mucho más profunda.
     Podrás intentar entonces, como yo lo intenté, encontrar un cielo tan lleno de estrellas que te ciegue de nuevo. Sólo que no habrá cielo que pueda cegarte. Incluso con toda esa magia iridiscente allá arriba, tus ojos ya no se quedarán en la luz, ya no trazarán las constelaciones. Sólo te importará la oscuridad y la mirarás por horas, por días, tal vez hasta por años, tratando en vano de creer que eres alguna especie de centinela indispensable, señalado por el universo, como si sólo por mirar pudieras mantenerlo todo a raya. Será tan malo que tendrás miedo de apartar la mirada. Tendrás miedo de dormir.
     Entonces, sin importar dónde estés, en un restaurante concurrido o en una calle desolada o en la comodidad de tu propio hogar, te mirarás desmantelar toda seguridad con la que hayas vivido. Estarás a un lado cuando irrumpa una gran complejidad, rompiendo pieza por pieza todas tus negaciones cuidadosamente concebidas, sean deliberadas o inconscientes. Y entonces, para bien o para mal, te darás vuelta, incapaz de resistir, aunque igual intentarás resistirte, peleando con todas tus fuerzas para no encarar la cosa que más temes, que es ahora, que será siempre, que siempre ha sido, la criatura que eres realmente, la criatura que somos todos, enterrada en el negro sin nombre de un nombre.
     Y entonces comenzarán las pesadillas.

—Johnny Truant
31 de octubre de 1998
Hollywood, California

Traducción de Alberto Chimal

 

 

 

5 de enero de 1997

Quienquiera que encuentre y publique este trabajo deberá recibir todas las ganancias. Sólo pido que mi nombre esté en su sitio debido. Tal vez incluso prosperes. Si, con todo, descubres que no simpatizas a los lectores y ellos eligen despreciar esta empresa de entrada, te sugiero que bebas mucho vino y bailes en las sábanas de tu lecho nupcial, porque, lo sepas o no, entonces serás verdaderamente próspero. Dicen que la verdad pasa la prueba del tiempo. No se me ocurre mayor consuelo que saber que este documento no pasó esa prueba.


Lo que entonces no significó
absolutamente nada para mí. Seguro que no me detuve a pensar que unas pocas malditas palabras me iban a llevar hasta un cuarto de hotel de mierda saturado con el olor de mi propio vómito.
     Después de todo, como descubrí rápidamente, el proyecto entero de Zampanò trata de una película que ni siquiera existe. Puedes buscarla, yo lo he hecho, pero por más que busques no encontrarás jamás El registro de Navidson en cines o tiendas de video. Más todavía, la mayor parte de lo que dicen las personas famosas es inventado. Traté de contactarlas a todas. Quienes se dieron tiempo para responderme me dijeron que jamás habían oído hablar de Bill Navidson, y no digamos de Zampanò.
     En cuanto a los libros citados en las notas al pie, buena parte de ellos son ficticios. Por ejemplo, Tiros en la oscuridad de Gavin Young no existe y tampoco Obras de Hubert Howe Bancroft, volumen xxviii. Por otra parte, cualquier tonto puede ir a una biblioteca y encontrar      Antiguas tradiciones en glosarios latinos medievales de W. M. Lindsay y H. J. Thompson. Realmente hubo una «rebelión» en la misión de 1973 del Skylab, pero
     La belle niçoise et le beau chien es un invento, como lo es, supongo, la historia sangrienta de Quesada y Molino.
     Agrega a esto mis propios errores (y sin duda soy responsable de muchos) y los de Zampanò que no fui capaz de encontrar y corregir, y verás por qué hay mucho que no debe tomarse en serio aquí.
     En retrospectiva, también me doy cuenta de que hay probablemente muchas personas que hubieran estado mejor calificadas para manejar este trabajo, académicos con doctorados de escuelas de la Ivy League y mentes más grandes que cualquier Red Mundial o Biblioteca de Alejandría. El problema es que esa gente estaba todavía en sus universidades, aún en su red, y de ningún modo cerca de Whitley cuando un viejo sin amigos ni familia finalmente murió.

Zampanò, lo reconozco ahora, era un hombre muy divertido. Pero su humor era de ese tipo sarcástico, reseco, que los soldados murmuran, con todas las bromas bajo la superficie, la risa poco más que un tic en la esquina de la boca, mientras esperan juntos en su puesto de vigilancia y lentamente se dan cuenta de que la ayuda no va a llegar a tiempo y en la noche, sin importar lo que han hecho o lo que intenten decir, todos serán masacrados. Amanecer de carroña para los buitres.
     ¿Sabes?, la ironía es que no importa que el documental en el corazón de este libro sea una ficción. Zampanò supo desde el principio que aquí no importa qué es real o qué no lo es. Las consecuencias son las mismas.
     De pronto puedo imaginar la voz cascada que nunca he escuchado. Los labios que apenas se doblan en una sonrisa. Los ojos clavados en la oscuridad:
     «¿Ironía? La ironía nunca puede ser más que nuestra propia línea Maginot; su trazo, en su mayor parte, es puramente arbitrario».
     No es sorprendente entonces que cuando llegó el momento de minar su propio trabajo, el viejo fue supremamente capaz. Falsas citas y fuentes inventadas, sin embargo, palidecen ante su broma más grande.
     Zampanò escribe constantemente sobre el ver. Lo que vemos, cómo vemos y también lo que no podemos ver. Una y otra vez, de una forma u otra, siempre regresa al tema de la luz, el espacio, la forma, la línea, el color, el foco, el tono, el contraste, el movimiento, el ritmo, la perspectiva y la composición. Nada de lo cual es sorprendente considerando que el escrito de Zampanò se centra en una película documental llamada El registro de Navidson, hecha por un fotoperiodista ganador del premio Pulitzer que debe, de algún modo, capturar al sujeto más difícil de todos: la imagen de la propia oscuridad.
     Raro, por decir lo menos.
     Primero pensé que Zampanò era sólo un viejo amargado, de los que hacen a Tomy y Daly parecer Calvin y Hobbes. Su departamento, sin embargo, no se acercaba a nada de lo imaginado por Joel-Peter Witkin o lo que se revela rutinariamente en las noticias. Sí, el sitio era ecléctico pero de ningún modo grotesco o incluso tan lejos de lo ordinario, hasta que, por supuesto, uno miraba con más atención y se daba cuenta: hey, ¿por qué están todas esas velas sin usar? ¿Por qué no hay relojes, ninguno en las paredes, ni siquiera en la esquina de un vestidor? ¿Y qué hay de esos libros raros y pálidos, o del hecho de que apenas hay un maldito foco en todo el apartamento, ni siquiera en el refrigerador? Bueno, ése, desde luego, fue el gran gesto irónico de Zampanò; amor del amor escrito por un corazón roto; amor de la vida escrito por un muerto: todo ese lenguaje de luz, filme y fotografía, y él no había visto nada desde mediados de los cincuenta.
     Estaba totalmente ciego.

Casi la mitad de los libros
que poseía estaban en Braille. Lude y Flaze confirmaron que, a lo largo de los años, el viejo había recibido durante el día las visitas de numerosas lectoras. Algunas venían de centros comunitarios, el Instituto Braille, o simplemente eran voluntarias de usc, ucla o el Santa Monica College. No hablé con ninguna, sin embargo, que afirmara haberlo conocido bien, aunque no pocas estuvieron dispuestas a darme sus opiniones.
     Una estudiante creía que él estaba clínicamente loco. Otra, actriz que había pasado un verano leyéndole, pensaba que Zampanò era un romántico. Ella había llegado una mañana y lo había encontrado «en un estado terrible».
     «Primero supuse que estaba borracho, pero el viejo nunca bebía, ni un sorbo de vino. Tampoco fumaba. Realmente vivía una vida muy austera. En fin, no estaba borracho, sólo muy deprimido. Empezó a llorar y me pidió que me fuera. Le hice un poco de té. Las lágrimas no me asustan. Después me dijo que era un problema cardiaco. “Sólo importa el dolor viejo del corazón”, dijo. Quienquiera que ella haya sido, debe de haber sido realmente especial. Nunca me dijo su nombre».
     Como averigüé con el tiempo, Zampanò tenía siete nombres que mencionaba ocasionalmente: Béatrice, Gabrielle, Anne-Marie, Dominique, Eliane, Isabelle y Claudine. Aparentemente sólo las sacaba a colación cuando estaba desconsolado y por alguna razón volvía a un tiempo oscuro y enredado. Al menos hay algo más realista en siete amantes que en una Helena mitológica. Incluso pasados los ochenta, Zampanò buscaba la compañía del sexo opuesto. No era una coincidencia que sus lectoras fuesen todas mujeres. Como él admitía abiertamente, «no hay mayor consuelo en mi vida que los tonos relajantes acunados en la voz de una mujer».
     Excepto tal vez sus propias palabras.
     Zampanò era en esencia —para usar otra palabra grande— un grafómano. Escribió hasta su muerte, y aunque estuvo cerca varias veces, jamás terminó nada, en especial la obra que sin ambages describía como su obra maestra o su amorcito. Incluso el día en que no apareció en el patio polvoriento, estaba dictando largos pasajes discursivos, enmendando páginas previamente escritas y reestructurando un capítulo entero. Su mente nunca dejó de abrirse nuevos territorios. La mujer que lo vio por última vez comentó que «lo que sea que nunca pudo abordar en sí mismo le impidió siempre asentarse. Al final la muerte se encargó de eso».

Con un poco de suerte,
tú despreciarás este trabajo, reaccionarás como esperaba Zampanò, lo considerarás innecesariamente complicado, inútilmente obtuso, prolijo —palabra tuya—, ridículamente concebido, y creerás todo lo que has dicho, y lo harás a un lado —aunque incluso aquí sólo esas palabras, «a un lado», me hacen temblar, porque ¿qué consigue ser realmente hecho a un lado, jamás?— y seguirás adelante, comerás, beberás, serás feliz y sobre todo dormirás bien.
     Y, claro, también es posible que no lo hagas.
     Al menos de esto estoy seguro: no ocurre de inmediato. Terminarás de leer y eso será todo, hasta que llegue un momento, tal vez en un mes, o en un año, o después de varios años. Estarás enfermo o turbado o muy enamorado o hasta contento por primera vez en tu vida.      No importará. De ninguna parte, más allá de toda causa que puedas rastrear, súbitamente te darás cuenta de que las cosas no son como las percibes, en absoluto. Por alguna razón, ya no serás la persona que habías creído ser. Detectarás lentos y sutiles cambios alrededor, y sobre todo cambios en ti. Peor aún, te darás cuenta de que siempre ha habido esos cambios, como una especie de resplandor, un vasto resplandor, pero oscuro, como un cuarto. Pero no entenderás cómo ni por qué. Habrás olvidado qué te daba esta conciencia en un principio.
     Viejos refugios —televisión, revistas, películas— ya no te protegerán. Podrás intentar escribir en un diario, en una servilleta, tal vez incluso en los márgenes de este libro. Será entonces que descubrirás que ya no confías en las mismas paredes que siempre diste por sentadas. Incluso los pasillos por los que has caminado cien veces se sentirán más largos, mucho más largos, y las sombras, cualquier sombra, se verá de pronto más profunda: mucho más profunda.
     Podrás intentar entonces, como yo lo intenté, encontrar un cielo tan lleno de estrellas que te ciegue de nuevo. Sólo que no habrá cielo que pueda cegarte. Incluso con toda esa magia iridiscente allá arriba, tus ojos ya no se quedarán en la luz, ya no trazarán las constelaciones. Sólo te importará la oscuridad y la mirarás por horas, por días, tal vez hasta por años, tratando en vano de creer que eres alguna especie de centinela indispensable, señalado por el universo, como si sólo por mirar pudieras mantenerlo todo a raya. Será tan malo que tendrás miedo de apartar la mirada. Tendrás miedo de dormir.
     Entonces, sin importar dónde estés, en un restaurante concurrido o en una calle desolada o en la comodidad de tu propio hogar, te mirarás desmantelar toda seguridad con la que hayas vivido. Estarás a un lado cuando irrumpa una gran complejidad, rompiendo pieza por pieza todas tus negaciones cuidadosamente concebidas, sean deliberadas o inconscientes. Y entonces, para bien o para mal, te darás vuelta, incapaz de resistir, aunque igual intentarás resistirte, peleando con todas tus fuerzas para no encarar la cosa que más temes, que es ahora, que será siempre, que siempre ha sido, la criatura que eres realmente, la criatura que somos todos, enterrada en el negro sin nombre de un nombre.
     Y entonces comenzarán las pesadillas.

—Johnny Truant
31 de octubre de 1998
Hollywood, California

Traducción de Alberto Chimal

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