(Ciudad de México, 1994). Escribe poesía, cuento y ensayo literario. Ig: @lectophilica
Mamá atraviesa la casa una y otra vez con una expresión que jamás le había conocido, ¿es miedo? Mamá dice que debemos empacar lo indispensable, ¿pero qué es lo indispensable? Eso que nos da la seguridad de sobrevivir, según yo, pero también lo que ha forjado nuestra identidad. Para mí es la casa entera. En sus paredes siguen intactos algunos dibujos con crayolas y unas manchitas de café, refresco y chocolate que nos dio igual cubrir con pintura. La abuela decía que eran las cicatrices de los momentos felices, ¿cómo dejarlas ahí, solas? Todo cambia, alguien susurra. Quisiera llevarme mi cama, porque nunca me he acomodado a otras, ni a la de mamá ni a la de ninguna amiga. Yo digo que entra como indispensable, igual que mi computadora y ese libro de cuentos, pero mamá grita: «¡Ropa interior, dos mudas y una chamarra gruesa! ¡Eso es todo, niñas!». No la entiendo, no sé por qué el alboroto, pero me espanto y comienzo a llorar por dentro, fingiendo que sé lo que pasa.
Mamá respira profundo durante varios segundos, luego se sienta en el sillón y nos invita a acompañarla. Nos explica todo como puede y yo sólo comprendo que, si no nos vamos de nuestro pueblo, es probable que nos secuestren o nos maten, y para encontrar dónde dormir esa noche debemos viajar ligeras. Mi hermanita no entiende mucho, pero es obediente. Ahora comprendo que lo indispensable son las latas de comida de la alacena, algunos medicamentos y curitas, dinero, papel, documentos, un par de cobijas y, lo más pesado, botellas de agua para el camino. Lo comprendo, pero me entristece dejar las cosas que más feliz me hacen, ¿o debo decir, a partir de ahora, me hicieron?
Hay un ambiente de nostalgia premeditada, de separación, de no saber qué se avecina. «Tendremos que encontrar un refugio», dice mamá. Un refugio es algo provisional, ¿cierto?, un lugar donde puedes olvidarte un poco del miedo y la incertidumbre, como cuando te involucras de lleno en un cuento. Tomo un par de fotografías a las paredes marcadas —me llevaré la cámara de papá—. Mamá deja que me lleve el libro y Camila carga su muñeco favorito. Sendos refugios simbólicos. Para ella es un álbum de fotos y su anillo de casada. Se aferra a lo permanente. Pero todo cambia, susurra una voz. Eso que me rasca el pecho, ¿es dolor?
Sólo somos mamá, Camila y yo. Papá murió hace unos años y mamá no deja de agradecer haber tenido dos mujercitas. Me da miedo saber que corremos el doble de peligro que las demás familias y me avergüenza reconocer que si papá estuviera a nuestro lado nos sentiríamos más seguras, pero es que es cierto: tres mujeres cruzando el país forman el blanco perfecto para las mentes retorcidas. En la escuela nos enseñan este lado oscuro y evidente del mundo para estimular una nueva conciencia sobre las desventajas de estar solas en las calles a ciertas horas de la noche. Aunque tampoco vamos a la guerra como los hermanos mayores y los papás, quienes ahora se revisten del miedo a la muerte. Qué confuso todo. Mamá dice que no estamos en edad para saber esas cosas, pero esto que ocurre hoy y que amenaza nuestra permanencia en casa, ¿no es acaso parte de esa oscuridad que se nos quisiera vedar?
Al salir con nuestras mochilas, pareciera que cambiamos de escena, de lugar. Cambia la vida, cambias tú (¿qué?).Las demás señoras tienen el mismo gesto de angustia de mamá, intentan controlar a las personas que dependen de ellas, no quieren olvidar nada importante, tratan de calmar a los niños pequeños y a los ancianos, van de un lugar a otro. Se entregan en cuerpo y alma a salvar a sus tribus. Hay tal escándalo que podemos fingir no escuchar las avionetas que pasan rozando los techos. Y de pronto, cuando miro más lejos y diviso a la vieja señora Teresa mirando con calma el caos y sin señales de querer dejar su casa, me siento un poco adulta. Ella no tiene nada que ganar fuera de su país, apenas llegaría al siguiente pueblo, no soportaría la sed ni el clima, ni el miedo. Su propio refugio es no temerle a la muerte, creo. Miro a Camila y le digo: «Volveremos un día y moriremos de viejas como esa señora, ¿la ves?». La anciana voltea como si me escuchara y nos dedica una sonrisa en señal de esperanza. Una explosión cercana nos ensordece y comenzamos la marcha hacia algún destino: un refugio, un oasis. Con paredes y techo, ojalá.
Ahora entiendo a las aves que se resguardan del invierno volando, sus trinos se hacen inteligibles: Ya no seremos las mismas, cantan.