(Rosario, Argentina, 1951). Su libro más reciente es Oratorio (Vaso Roto, 2021).
1 (De sus diarios)
Lo peor de todo, con mi madre, era el contacto físico, siempre huesudo, frío, inoportuno. Entendí la lección rápido: mejor mantenerse lejos de los cuerpos.
Yo, que estaba predestinada a ser la autora de su felicidad, a sacrificar mi vulnerabilidad y necesidades de niña a su narcisismo, encuentro la solución en los libros. Me transformo en lectora compulsiva. Dos o tres libros a la vez. Noche y día. Sin parar. Los grandes escritores, los muertos inmortales, son mucho más seguros.
En la mente y las pasiones intelectuales busco la autonomía, salvarme de la pasividad y la dependencia. Así renuncio muy pronto a ser (o creerme) atractiva, me desexualizo, me dispongo a fracasar en el amor, a elegir entre dos males, en el fondo, equivalentes: fundirme en el otro, desdibujarme, evitar por todos los medios la hostilidad y la rabia (porque al amor hay que merecerlo siendo «buena»), o bien, huir, recluirme en mi guarida, donde reinan la libertad y la independencia, sí, pero también la soledad y la angustia.
En esa dicotomía vivo. El trabajo es mi tabla de salvación. El abandono, el denominador común.
Dicho de otro modo: tengo pánico a la espontaneidad porque podría anegarme en ella. Prefiero la ética de la voluntad, la concepción del trabajo como imperativo moral, la vida entendida como serie de proyectos. Uno detrás del otro. Sin solución de continuidad. Lo que se dice un espíritu productivo. Una compulsión a llenar el vacío, que siempre está lleno de trampas.
Abierta, aventurera, osada en el plano profesional, soy en cambio cauta, apocada y horriblemente ansiosa en materia afectiva. En mi mayor virtud (la eficiencia y aptitud para superar trabas y dificultades) está oculta mi mayor tara neurótica. Mi válvula consiste en disociarme, en silenciar las emociones y sentimientos, que siempre acaban dejándome intolerablemente infeliz.
2 Una poética de la lucidez
Pocos lectores, que yo sepa, conocen estas confesiones. Del otro lado del espejo, está la exquisita narradora de El amante del volcán, la activista comprometida, la cineasta y guionista, y la autora de algunos de los ensayos más lúcidos que haya producido el siglo, no sólo en el país del Norte.
«El arte es una forma de la conciencia», escribió Sontag, «y la filosofía, una forma del arte: arte del pensamiento y pensamiento como arte».
No son frases inofensivas. Son más bien piedras lanzadas contra la estupidez, el escepticismo y las codicias del mercado literario, más filosas aún si se toma en cuenta que fueron enunciadas en épocas difíciles, cuando el sida y la proliferación de los homeless arrasaban las ciudades norteamericanas, al compás de los discursos de Reagan y los festejos de la así llamada teoría posmoderna.
Nadie hizo tanto como ella para denunciar en su país esos (y otros) estragos, a fin de desmantelar «la prisión de la vanidad nacional, el provincialismo obligatorio, la escolarización inane, los destinos imperfectos y la mala suerte» (son sus palabras). Más: se diría que sus libros son su forma personal de insubordinarse ante cualquier tipo de límite, ya sea geográfico o cultural.
Nunca le interesaron las respuestas porque «cuando entiendo algo del todo», decía, «ese algo se muere». Como Picasso y Mallarmé, pensaba que toda obra de arte favorece las aboliciones. Por eso, sin duda, le interesó Artaud. Y también Cage, a quien no consideraba tanto un músico como un genial destructor. En esa jaula vacía que es el arte, Sontag se alimentaba para seguir soñando, también para seguir escribiendo ese gran «libro en colaboración» que es la literatura, para seguir viviendo en la tercera persona, la que desconocemos y nos desconoce, y desde la cual es posible, a veces, averiguar qué y quién somos.
Contra la interpretación es, de todos sus ensayos, el que la volvió más indispensable: transformado muy pronto en bandera de su generación, hizo que su voz se oyera, es decir, que desplegara sus fantasmas, los más incómodos y peligrosos, en momentos en que el arte y la literatura, como sucede todavía hoy, se confundían con los souvenirs y el entretenimiento.
Nada más lejos de Sontag que la comodidad de la certeza, lo políticamente correcto y la calamidad didáctica. Leerla es una fiesta para la inteligencia, un agudo ejercicio para sacudirse el tedio y la mediocridad reinantes.
A la pregunta «¿Puede el psicoanálisis arruinar la escritura?», por ejemplo, contesta: «No, a lo sumo puede ayudar a construirse un cuarto sano (para vivir) al lado del cuarto alienado (donde se escribe)». Y, más tarde, agrega: «La elocuencia, pensar en palabras, es un subproducto de la soledad, del desarraigo, de una penosa y agudísima individualidad».
Con escrituras así, a medio camino entre lo cínico y lo desopilante, todo se vuelve más interesante: un ocaso se revela como fenómeno intelectual, la concisión se vuelve lujuria de la sintaxis y la literatura consigue, por medio de las palabras, denunciar el fracaso de las palabras.
No se trata, claro está, de una cuestión de énfasis sino de una postura absolutamente radical. Como la que asumió Duchamp al decir: No me interesa lo que se ve en mis obras, sino la idea que está atrás.
Implica también una forma de definir qué es un/a intelectual. Más: una forma de reclamar, a través de esa figura, un espacio crítico desde el cual ejercer el derecho a la pluralidad y el disenso, si es que ambas cosas no son lo mismo. En momentos en que las grandes corporaciones de la industria editorial imponen sus criterios por sobre el mérito de las obras, y cuando un séquito de agentes, editores, ferias, premios y revistas consagratorias establece el canon día a día, este reclamo se vuelve fundamental. Es necesario poder decir, sin pruritos y a sabiendas del riesgo que conlleva toda disidencia, lo menos aceptable. Declarar, por ejemplo, como ella hizo, que «toda gran poesía contiene ideas y que la debilidad de la poesía norteamericana proviene de su carácter anti-intelectual», no porque la frase sea irrebatible sino porque sólo un pensamiento insubordinado, profundamente arisco y autónomo, puede salvarnos.
3 Entre la mujer que soy y el autor que digo ser
Por años, fui lectora empedernida de diarios y biografías de escritoras. Como una detective que va en busca de claves para entender sus propias dudas, me sumergía en esos libros con algo de voluntarismo. Quería «fórmulas», algo que me enseñara a integrar de un modo coherente, o al menos no escandaloso, las distintas áreas de mi vida: por entonces yo escribía y traducía, pero también era hija, y madre y esposa. Además, hacía un doctorado en Letras en una universidad extranjera, y me ganaba la vida trabajando en una ong.
Armé, digamos, mi propio canon, o anticanon, de heroínas. Allí estaban, entre otras, Bishop, Plath, Moore, Glück, Rich, Sexton, Niedecker, H. D., Howe y Waldrop. Las reuní en mi libro La pasión del exilio y ahí, literalmente, las diseccioné. Hice algo así como une étude de femme con cada una. No me faltó nada. Las había suicidas, solteras recalcitrantes, jóvenes hermosas y sexis, viajeras, madres arrepentidas e irresponsables, amantes de hombres y de mujeres, todas ambiciosas y cultas, todas inteligentes y fuertes, todas trastornadas, todas en desventaja.
Con el tiempo, esa obsesión cedió, aunque no del todo: en las autoras que más me interesan —en Argentina Thénon y Pizarnik, y afuera Woolf, Lispector, Barnes, Dickinson, Yourcenar, Duras, Mansfield, Shelley o Brönte— sigo observando ciertas recurrencias: el desplazamiento geográfico (o, lo que es igual, el encierro extremo), el deseo y el miedo del prestigio, la dificilísima relación con la madre, las astucias de darse por vencidas (que son formas taimadas del ataque).
Sontag pertenece, por derecho propio, a esta galería. Como Brönte en la carta apócrifa que le atribuí en mi libro Cartas extraordinarias (dirigida a su tutor, del que estaba enamorada), y a pesar del largo siglo que las separa, podría haber escrito:
Preferible probar todas las cosas y encontrarlas vacías —me dije— que no probar nada y dejar la vida en blanco. Me engañaba, por supuesto. Las palabras nunca abrirán el antro de la felicidad ni destruirán al enemigo hereditario. Pero yo había decidido tomar ese camino que me prometía —al menos— la claridad que no se escucha. Estaba resuelta a que mi vida fuera una vida, no una tumba con ventanas. Además, ¿no dijo usted que el genio es siempre hostil y que se nutre de aquello que perdemos? Yo no era —fueron sus términos— como las otras «jeunes filles» que llegaban a su instituto en Bruselas para abrumarlo con su idiotez mayúscula. Su juicio se inoculó en mí como un veneno: en ese instante, se hizo un blanco en mi prudencia y me lancé al delirio de cortejar el talento.
Estoy escribiendo un libro ahora. ¿Querrá usted ser mi Lector? ¿Usted, cuya mente fue mi Biblioteca? Quizá me ayudaría a atravesar —un poco más— lo que aún no tiene nombre, y a ver qué hay —si hay algo— entre la mujer que soy y el autor que digo ser. El pecado, dice mi padre, es una especie de exaltación. Quizá por eso elegí un seudónimo: para protegerlo a él —y a mí también— de la vehemencia de mis ambiciones. (Tal vez la fama —que siempre vi como una prueba de la inteligencia— bien puede ser una hemorragia para lo femenino). ¿Estoy convencida de lo que digo? Sí y no. A veces pienso —como ahora— que lo peor que puede pasarle a una mujer no es —como aseguran— que huela a revuelta y a vulgaridad, sino ignorar esas obras nocturnas que son demasiado hermosas —demasiado secretas— para ser escritas.
[…] Yo soy ignorante, Monsieur, pero a veces —no siempre— siento un conocimiento propio del que no tengo tradición. No es imposible —si me aferro a ese vértigo— que acabe escribiendo la carta de amor más larga de la literatura inglesa.
Escribir, según Lispector, es un encontrarse peligroso. Sontag lo supo bien. Convencida de que la filosofía es, en realidad, nostalgia, y de que el arte es un medio para lograr algo que, quizá, sólo se puede alcanzar cuando se abandona el arte, no fue reacia ni inmune a esa promesa. Su escritura está allí para probarlo. No hay otra recompensa. No hay más que el milagro furtivo de esa gracia.