De la posibilidad de ver con el cine lo invisible

Hugo Hernández Valdivia

(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del iteso, colaborador de la revista Magis.

Por su naturaleza fragmentaria, el cine necesita establecer conexiones para dar coherencia a sus productos. Se diría que la relación es un rasgo ontológico. Para establecerla, el cinematógrafo echó mano de un principio —que para algunos autores es un elemento definitorio, el fundamento— propicio lo mismo para dar forma a la narrativa y empujar la emoción que para construir sentido, significado: el montaje, que se sustenta en la yuxtaposición.

Sergei M. Eisenstein, uno de los teóricos más lúcidos de la escuela soviética, señala que la yuxtaposición no es una invención del cine. De hecho, el origen del montaje de atracciones, que es el núcleo de su teoría —y consiste en la consideración de todos los elementos utilizados en la escena para producir «choques emocionales» al espectador— está en el teatro. Asimismo, rastrea su uso en la literatura, y en el libro El sentido del cine ofrece ejemplos que provienen de textos de Ambrose Bierce y Lewis Carroll. En La forma del cine, otro de sus libros fundamentales, explora con detenimiento el haikú, a partir del cual ilustra el valor y el potencial de poner juntas frases que pudieran no estar relacionadas: crear imágenes y significados que no están presentes en los elementos que se unen. El ejemplo clásico, que refuerza con Bierce, sugiere que por el hecho de unir la imagen de una mujer enlutada que llora, y de ubicarla frente a una tumba, «difícilmente dejará alguien de saltar a esta conclusión: una viuda». Si bien reconoce que en un período de la cinematografía soviética se pasó (en un proceso dialéctico, que justamente cabría insertar en los terrenos del montaje) de la consideración de que el montaje era todo a la opuesta —no es nada—, llama la atención sobre la función primordial de esta herramienta: «la necesidad de la exposición coordinada y sucesiva del tema, el contenido, la trama la acción».

Robert Bresson, otro de los «apóstoles» del montaje, hacía una distinción entre cine y cinematógrafo. Al primero lo calificaba de «teatro bastardo», pues privilegia los recursos de la puesta en escena y concede un peso relevante a los actores (como la mayor parte del cine made in Hollywood, dicho sea de paso); en las películas de la segunda categoría «la expresión se obtiene merced a las relaciones de imágenes y de sonidos, y no de una mímica, de gestos y entonaciones de voz (de actores o de no actores). Que no analiza ni explica. Que recompone». De ahí que apostara por ubicar frente a la cámara a modelos (que remiten al ser) y no a actores (que se ubicarían en el parecer). Añadía que es necesario que una imagen «se transforme al contacto de otras imágenes». Las conexiones que se establecen al relacionar los planos permiten hacer avanzar la historia y permiten que la vida —y no una simulación de ella— aparezca en la pantalla. Su apuesta tuvo resultados afortunados, como constata Andrei Tarkovski, quien afirmó, en su mítico libro Esculpir en el tiempo, que «Bresson es probablemente la única persona que en el cine ha conseguido una correspondencia plena entre su práctica artística y la concepción formulada con anterioridad de modo teórico».

David Bordwell, una autoridad de la crítica y de la academia, expone con claridad las virtudes del montaje en el libro que coescribió con Kristin Thompson: El arte cinematográfico, que es una especie de biblia del cine. El montaje, de acuerdo con lo que el texto propone, permite crear relaciones espaciales, temporales, gráficas y rítmicas. Gracias a la yuxtaposición de planos se crean espacialidades que a menudo no corresponden a una geografía real. En Whiplash: música y obsesión (Whiplash, 2014), por ejemplo, los exteriores sugieren que la historia se ubica en Nueva York; sin embargo, los interiores fueron grabados en Los Ángeles. Gracias a las elipsis es posible condensar en un par de horas acciones que pueden cubrir siglos; no es raro que se lleven a cabo saltos históricos, como sucede en 2001: una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), en la que Kubrick va de la prehistoria terrenal al futuro espacial con un corte (una elipsis) de por medio. La duración de los planos (la longitud, cuando se trabajaba con película) permite crear un ritmo determinado. El montaje tendría primordialmente funciones narrativas, pues contribuye a la creación de tiempos y espacios.

Para estos autores —pero no solamente— el montaje es una herramienta de varios niveles. Para empezar, es útil para que el espectador arme la historia, pero su valor no termina ahí, pues tiene funciones de otro orden, acaso más valiosas: la generación de emoción y la contribución a la creación de sentido, de significado y desarrollo del tema. Eisenstein proponía métodos de montaje que apuntaban a las emociones (tonal y sobretonal, basados en uno o más elementos de la escena), pero también consideraba una categoría —la más alta— que apela a la reflexión: el montaje intelectual. El significado pasa por los afectos, como podemos constatar en la vida cotidiana: el valor de lo vivido o de lo conocido se multiplica cuando estamos emocionados. Esas experiencias permanecen en nosotros, dejan una huella en la memoria, y no es raro que algunos recuerdos —y algunos conocimientos— regresen con dosis importantes de emotividad. Estas conexiones que tenemos con nuestras vivencias son explotadas a menudo por los cineastas para establecer conexiones con los espectadores.

Se abre así la posibilidad de tender puentes con otras personas, de hacer tangible ese terminajo que hoy está de moda y que es casi un valor universal: la empatía. (Es curioso que de la empatía se tenga sólo una valoración positiva —por ejemplo, es plausible establecerla con una víctima, real o supuesta—, pero también se puede ser empático con el torturador o el malo de la historia, como sugiere la confesión que hizo Lars Von Trier en el Festival de Cannes de 2011; en esa ocasión dijo comprender a Hitler y que le caía «simpático». Y por ser empático fue declarado persona non grata). Para tender estos lazos se puede hacer uso del montaje paralelo (o por medio de otro recurso técnico, que hoy es práctica cotidiana para una buena parte de la humanidad: las pantallas divididas), el cual se sustenta en la simultaneidad de eventos protagonizados por los personajes y hace tangible justamente el empate de sus emociones. Por lo general subraya pasajes de tristeza o de recogimiento, pero su potencial no se agota ahí.

Wim Wenders condensa de buena forma las posibilidades de la técnica en sus diferentes niveles. En una entrevista publicada por el periódico español El Mundo, el cineasta alemán —quien desde muy joven hizo pública su «deuda» con los autores que contribuyeron a su formación— reconoce que de sus «maestros americanos», aprendió lo relativo a «la estructura, el ritmo, la intensidad o la urgencia», pero el cine de Yasujiro Ozu contribuyó al establecimiento de la conexión entre el cine y la vida: «de Ozu aprendí que el cine puede trascender la cotidianidad y alcanzar la esencia de las cosas y de la gente, su alma, por así decirlo. Por lo demás, así como el cine americano me enseñó a aprehender la superficie de las cosas, a través del estilo, el lenguaje o la edición, Antonioni, igual que Bergman o Tarkovski, me enseñaron a explorar debajo de la superficie. Ellos nos demostraron que el cine hace visible lo invisible».

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