Fotografías sobre el parquet

Gabriela Hernández

(Tampico, 1963). Los humedales (Atípica, 2021) es su novela más reciente.

Todos los sueños son el mismo sueño, porque todos son sueños.

Que los dioses me cambien los sueños, pero no el don de soñar.

F. Pessoa

1.

El letrero de la franja amarilla es obvio: Eviction, pero la borrachera de los tres es fanfarrona y los anima, Cecilia atraviesa hacia el otro lado por debajo de la cinta, Clarisa le dice que voltee y es esa alegría nerviosa lo que Benjamín captura con la cámara de su celular. Los dos se quedan esperando que Cecilia salga una vez tomada la fotografía, ella les da la espalda y sigue adelante. Siente la humedad condensada en su cabello y hace un gesto para aplacar los chinos alborotados mientras oye el «vámonos» de sus amigos. No es sólo curiosidad lo que la empuja; los retratos a color de los mismos grupos de gente en diferentes épocas colgados en las paredes, las flores taciturnas en un florero de plástico, el arsenal de medicinas acomodadas en una caja de zapatos, los muebles mustios y sobre todo el polvo agitado dándole la bienvenida y creando una visión de bruma sostenida por lo vaporoso del ambiente, cada uno le habla desde su languidez. Los retratos son iguales en cualquier lugar: Todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera, le viene a la cabeza una frase de la novela que está leyendo. Mira la fotografía de la madre con un bebé de sonrisa encantadora en un fondo rosa pálido y en la esquina el sello de Estudio Lobato; luego la de tres mujeres, una de ellas podría ser la madre del bebé, con vestidos de corte imperio ensalzando cada una con su propio estilo el vuelo del atuendo; un hombre en la popa de un barco viste un overol azul marino. Cecilia sonríe ante el diploma de mago, de un curso por correspondencia de Hemphill School, luego se distrae con una caja de la que sobresalen varios manuales, unos con huellas dactilares en sus portadas, otros con cámaras, pipas, lupas o sombreros. Becoming a Detective, dice el encabezado de cada revista. Sin mover nada, ve hasta donde le alcanza la mirada sin preguntarse, se queda quieta contemplando con fe ese mundo ajeno; un cuaderno en el fondo de la caja le atrae, pero el grito de «Va a comenzar a llover» la saca del mutismo. Se asoma por la ventana y ve cómo unas esferas cristalinas revientan en el cielo dejando una estela rojiza tras de sí, flotan unos segundos y se disuelven en el firmamento, otras caen sobre las cabezas de Clarisa y Benjamín, que la llaman insistentes ahora desde la banqueta, señalando la mitad del cielo rojo frambuesa y la otra cargada de nubes grises, esponjosas como la cola de una ardilla. Se abre paso a grandes zancadas hasta el umbral y se agacha cuidadosa debajo de la cinta que oscila pausada entre el afuera y el adentro.

2.

Benjamín les muestra el video de las esferas que estallan en el espacio, formando un rastro granate. «Circula en las redes», dice. Se fijan que algunas son amarillas, otras cristalinas, si no lo hubieran presenciado, creerían que es un montaje porque el tono con el que el cielo queda manchado no parece de este mundo. Hablan de la calma que sobrevino después, conteniendo el temor a lo que pudiera seguir a la tormenta globular, como la nombran en Wikipedia, y recuerdan:

Se habían resguardado debajo del toldo de una florería porque pensaban que el aguacero se soltaría de un momento a otro, miraban las flores como tontos, intentando distraerse, pero no sucedía nada, la espera se volvió impaciencia y luego ansiedad. Los tres empezaron a caminar sin decir nada, pensando que no importaba lo que sucediera con los cielos sangrantes, o sí, pero el saber de sus incertidumbres, anhelos, huecos a lo largo de cuatro años que llevaban de estudio en la universidad, los llenó de confianza súbitamente y así llegaron al departamento. Hacía rato que la borrachera se les había bajado; antes de entrar al edificio, Cecilia se agachó para atarse las agujetas del tenis, fue cuando oyó el maullido; el gato salió de la nada y se acomodó a un lado de su pierna restregándose. Clarisa lo acarició, Benjamín abrió la puerta y todos respiraron aliviados.

 Ahora los tres miran al gato: es color miel, su nariz y sus cuatro patas son blancas, «¿Quién te calzó tus botas?», «¿Cómo te llamas?» «¿Tienes dueño?», lo atosigan de mimos sin esperar nada, Cecilia pone leche en un plato y se la acerca. El animal maúlla, bebe tranquilo, se echa y lame sus patas, como si pensara en la inmortalidad del cangrejo, disfruta el acogimiento, ellos se hacen a un lado y él entrecierra los ojos. Clarisa y Benjamín se asoman por la ventana a comprobar que no hay rayos globulares. El cielo limpio, el viento que se cuela les saca un suspiro sosegado, los tres se estrechan en un abrazo y sin decir nada se mete cada uno a su cuarto. El gato duerme a un lado del tazón de leche.

3.

Soñó con el diploma de mago que vio en el departamento y cuando despertó se preguntó si aún existiría Hemphill School. El gato maulló y ella volvió a llenar el tazón; de Clarisa y Benjamín, ni sus luces; salió sin desayunar, el sol resplandecía por todo lo alto, miró la hora en el teléfono: hacía tiempo que no se levantaba tan tarde. En el camino compró dos cafés con la intención de mostrarse amable con el conserje del edificio en donde los había sorprendido la tormenta de ayer, y convencerlo para que le permitiera pasar, algo inventaría, que se le había caído una credencial… No sabía qué le llamaba de ese mundo clausurado, una necesidad de pararse frente a todas las pertenencias y fotografiarlas, sentir su desaliento una vez más, reconocer su fragilidad. No fue difícil, el hombre apenas la miró cuando le explicó lo que quería mientras arrastraba la hojarasca que había dejado el vendaval; asintió con la cabeza y sonrió de oreja a oreja en el momento en que Cecilia le dio el café. «Gracias, señorita», dijo cortés y le abrió la puerta.

La cinta amarilla pendía suave de un lado a otro, recordó la escena de ayer, el descaro de los tres. Podrían demandarlos o meterlos a la cárcel si fuera la escena de un crimen, el tufo a humedad le revolvió el estómago y dejó el café a un lado de la entrada. El conserje apareció sin hacer ruido, «¿Encontró lo que buscaba?». Ella sacó de su bolsa la licencia de conductor para que no desconfiara, cogió su teléfono y miró con interés hacia dentro. La voz del hombre se oía lejana y tenaz, contaba acerca de la cinta, de los inquilinos, del landlord; sus palabras eran un coctel, el sonido solitario de cualquier conserje de un edificio de esta calle, ávido y limpio. Ella ensayaba en su mente una frase, una acción mágica que la hiciera ganarse su permiso para entrar; se topó con las imágenes insólitas de los rayos y se las mostró, el tono de voz del hombre fue ganando fuerza hasta decir «Apocalipsis» con temeridad; él también sacó su teléfono, en el que guardaba fotos similares, y comenzó a señalarle detalles como si fueran estampas de colección, hablando de la electricidad, del matiz, de la intensidad. Frágil y arrebatado.

4.

No es la infelicidad de esta familia, ni el polvo o las paredes abatidas, tampoco los cojines lacios o las cortinas. No sabría decir por qué la cama le parece recién tendida, o de dónde sale el brillo en cada uno de los objetos apilados en la caja de cartón que sigue en el piso. Se acomoda a su lado y escarba con la mirada hasta el fondo, en donde está el cuaderno en el que alcanza a leer «Mateo Olsen» en la portada. Podría ser el bebé con gorrito de marinero que aparece en una de las fotografías. Imagina los motivos de quien escribió en el cuaderno, si lo hizo para sí mismo, si querría que lo leyesen, si querría que alguien lo entendiera…

«Nos mudamos el sábado. Finalmente el departamento que nos habían prometido se desocupó. Llegamos a creer que nunca sucedería, ¿quién querría irse de esta calle? Desde que la amiga de mi madre nos avisó que los inquilinos no habían renovado su contrato, lo esperábamos nerviosos, pensando que se lo darían a algún conocido del dueño, a alguien que ofreciera más dinero o a alguien que quisiera comprarlo. El edificio es igual que todos, lo diferente son los arces afuera de cada entrada, levanta el ánimo de un suicida el túnel frondoso que se forma con este verdor, y como estamos en un segundo piso, casi los podemos tocar. Lo mejor es la cercanía de la escuela, el nombre de la calle: Pineapple, le gustó a mi madre. El 154 pasa a dos cuadras, a ella le acomoda para llegar al cementerio. Después de que metimos la última caja, el vecino de enfrente salió, nos saludó y se ofreció a ayudarnos, pero ya habíamos terminado; su nombre me hizo imaginarlo en medio de una congregación cristiana, cordial y solitario: Israel Salyer. Es plomero, como el padre de Cher en Moonstruck, él mismo me dijo mientras sonreía y me dejaba ver sus dientes blanquísimos; sus ojos boscosos se encendieron no sin cierta nostalgia. Lo vi de nuevo el lunes temprano, llevaba una caja de herramientas voluminosa y yo mi portafolios, comentó algo de destapar tuberías en un doble sentido, señalaba su cabeza y sonreía; la semana transcurrió y yo esperaba coincidir con él. Hoy nos topamos cuando bajé por leche para el desayuno, me dijo que, si surge algún servicio los sábados, también lo hace, su overol azul me hizo recordar a los gemelos Garvin, que llegan vestidos a la clase con uno igual; el gesto de Israel adolece de algo al mismo tiempo que su cuerpo estalla de vida. El grupo entero se burlaba de los gemelos al inicio del ciclo escolar, ahora ya nadie se fija, los seres humanos somos volubles, los animales responden coherentes desde su naturaleza. Les pedí de tarea que el fin de semana observaran a los pájaros, por ejemplo, sus alas, su ligereza y la del viento que condiciona sus rutas migratorias. No faltó el listillo que dijo que no se podría porque siempre están volando. Busquen en los árboles, súbanse a sus ramas, jueguen en ellas, véanlos llegar, allí siempre hay pájaros, les dije, y pensaba en esta calle y en los ojos verdes de Israel…».

5.

«Todos los edificios de la calle Pineapple pertenecen a los judíos», dice Cecilia. Clarisa y Benjamín escuchan lo que el conserje le contó del departamento clausurado. Que vivía una latina con su hijo medio gringo, que él era profesor en la escuela del barrio, que a ella la atropellaron cuando salía del cementerio al que iba diariamente a limpiar la tumba de su esposo. Tiempo después el hijo se enfermó, tuvo que dejar de trabajar, al principio salía sólo a ver a los doctores, luego su vecino se ofrecía a ayudarlo, o el mismo conserje. Un día ya no pudo pagar la renta, pero no podían echarlo porque… Clarisa y Benjamín la miran incrédulos sin atreverse a pronunciar una palabra. «Si hubieran visto las pertenencias no dudarían de la historia». El gato está parado frente a la ventana abierta, mira la cortina levantar el vuelo y luego regresar al mismo sitio como una criatura cautiva. «Minino», lo llama Cecilia y acaricia su nariz blanca. «Además de que vengo empapada del aguacero que se soltó en el camino, tengo que aguantar su insidia». Se sacude el cabello y va en busca de una toalla. «Te estuvimos llamando para salir a desayunar». Les explica algo de la calidad de la señal del celular y les muestra la fotografía de un adolescente en traje de marinero. «La calle sigue con muchos árboles, pero hace treinta años a los niños les dejaban de tarea subirse a sus ramas para buscar pájaros y ahora no se ven ni unos ni otros». Les pregunta si el apellido Salyer les evoca algo y se mete a su cuarto sin esperar respuesta, anhelando su almohada y el amanecer del día siguiente para volver al departamento.

6.

El conserje la ve llegar y acepta de nuevo sin preguntas el café que Cecilia le ofrece, ella ha decidido contarle de su atracción por el lugar, por la vida que siente latir aún en las pertenencias de quienes vivieron allí, de lo que cree que fueron sus existencias, de lo que imagina que hacían para vivirlas, pero piensa que nada más va a confundir al hombre y sólo le pide permiso para entrar a tomar más fotografías. Él la ignora y señala con estupor las esferas cristalinas que estallan eufóricas y granates por todo lo alto, provocando un cielo sangrante. El café resbala de sus manos y salpica la banqueta, el hombre se arrodilla. Cecilia le pone la mano en el hombro oyendo sus rezos y, uniendo sus temores, jala su brazo suavemente, lo ayuda a incorporarse para entrar al edificio en busca de agua. Se queda con él unos momentos, le lee la información de Wikipedia, «Es como una tormenta eléctrica sin truenos, algo natural», y de pronto se siente ingenua ante la mirada compasiva del hombre, que murmura: «Tenga cuidado, señorita» como si recordara el sermón de la iglesia acerca de la necesidad del temor de Dios, pues quien no teme no reverencia, ni se rinde a su voluntad, queda fuera del orden divino. Cecilia asiente y sólo pide permiso para subir y seguir buscando motivos en ese mundo al que no pertenece.

7.

Israel Salyer tenía un hermano gemelo que había desaparecido un día de marzo. Se había marchado sin llevarse nada, sus padres decían que lo habían secuestrado, porque sus cosas estaban intactas, durante meses la imagen de su cara salía impresa en los envases de cartón de leche. En ese entonces, tenían quince años y la búsqueda nunca cesó mientras Israel vivió en la casa paterna; cuando cumplió veinte, tomó la decisión de marcharse porque ya no soportaba el tiempo estancado desde la desaparición de Abraham; su ausencia era dolorosa, doloroso verse en el espejo y encontrarse con él. Israel era hábil con el bricolage, solía ayudar a reparar deterioros de la casa; había pensado en maneras de ganarse el pan y se le ocurrió que siempre habría una tubería por destapar en algún lugar. Les pidió a sus padres dinero para inscribirse en un curso de plomería y desde antes de concluir empezó a formarse practicando en las casas del vecindario, juntó dinero, experiencia, y un buen día se dijo que estaba listo para buscarse la vida él solo. Se marchó convencido de que la abundancia lo favorecería en algún momento y de que entonces podría disponer de otros recursos para encontrar a su gemelo. Se convirtió pronto en un hombre próspero: estaba acostumbrado a la austeridad, eso le permitió adaptarse rápido a su nueva vida, también acceder poco a poco a la abundancia que se había imaginado. Podría resultar paradójico que una vez en ella no la viviera; no es que no quisiera, pero se olvidaba de que podía comprar una mejor camisa, o un buen sofá para su pequeña sala. Vivía con lo necesario, porque así había aprendido. Bobeando por la ciudad, vio un letrero en donde se anunciaba un curso para ser detective, los horarios no se le acomodaron y ellos mismos le sugirieron que tomara la opción por correspondencia que también ofrecían. Así inició este nuevo aprendizaje; un día leyó que había dos clases de desaparecidos: los vivos y los muertos, los que querían ser encontrados y los que no. El alma se le fue cayendo al suelo poco a poco cuando recordaba algún incidente en la infancia compartida con su gemelo que le confirmaba que él pertenecía al segundo grupo; eran escenas lejanas y ensombrecidas que sugerían que a Abraham le perturbaba la semejanza de ambos. Cuando los vestían con ropa similar, él se ensuciaba y luego se iba a cambiar; también saturaba su cabello con gel para darle otra apariencia. Llevaban una vida casi normal, jugaban y peleaban las mismas batallas, pero, fuera de casa, su hermano le rehuía, llegó a pedir que los cambiaran de salón en la escuela; una vez que se cayeron, fueron a dar al hospital porque Abraham no dejaba de llorar, Israel recordó su propia extrañeza frente a lo desmedido de su gesto; a saber cuáles eran los temores que lo rondaban. Su madre pensó que se habría fracturado, pero no encontraron nada fuera de lugar. Nadie vio raro que Abraham empezara a subir de peso, creyeron que era un cambio más de la adolescencia; la desigualdad física se fue acentuando sin que alguien reparase en ella. Los últimos días juntos los vivieron contentos, así parecía, por eso sus padres se habían convencido de que la desaparición de Abraham era forzada. Israel dejó de buscarlo cuando intuyó en sus recuerdos un pedido de su hermano de que lo dejara en paz.

8.

Cecilia lee la fecha del manual que sirve de entrenamiento para convertirse en detective, marzo de 1981, y lo devuelve a la caja, se detiene en la puerta del baño y mira el tapete, la cortina manchada de humedad, el espejo encima del lavabo le regresa su imagen, todo la mira con extrañeza, siente el vacío en ello y su propia limitación para llenarlo, camina a donde está la caja, mira su contenido incompleto y se dice que la imaginación le sirve para reconstruir y tal vez ésa sea otra manera de recordar, ¿querrían los dueños de estas pertenencias ser recordados? El conserje está sentado en los escalones de la entrada, contempla el cielo en su inmensidad rotunda, «Las esferas se han apagado», dice casi triste. Cecilia se sienta a su lado y hablan de temores y necesidades, de seres ajenos y queridos, de mundos a los que no se pertenece, de realidades que, siendo verdaderas, no existen.

9.

«Mateo Olsen murió de toxoplasmosis, una enfermedad que transmiten los gatos», dice Cecilia desde la cocina, improvisando una cena para los tres. Clarisa y Benjamín le cuentan lo que les dijeron en la veterinaria, que el minino está sano pero que debe ser esterilizado, «Hay un lugar en el que lo hacen gratis, hay que llegar a las cinco de la mañana por una ficha, podemos echar una moneda al aire a ver a quién le toca». Ella los mira con extrañeza pensando que no estaba hablando de ese gato en particular, pero se queda callada, los deja terminar de contar sus novedades y luego insiste en regresar a su tema. Les habla de lo que siguió contándole el conserje del edificio sobre Mateo, que le había dado esa enfermedad por su sistema inmune, no se había podido defender, «Se murió de eso pero tenía sida»; el hombre no se explicaba por qué alguien tan buena gente había terminado tan solo, parece que había un vecino que fue allegado a él y que de un día para otro había desaparecido, eso le había comentado el empleado de la tienda de la esquina en donde solía surtirle lo que le pedía; en sus últimos días se alimentaba sólo de leche, a veces el mismo conserje la pagaba de su bolsillo. Cecilia pensaba que la soledad y la bondad no eran cosas opuestas, «Claro, uno no se queda solo por ser malo o por ser bueno», dijo Benjamín. «A veces uno se queda solo para algo, no por algo», completó Clarisa, y entonces ella los miró con sus ojos brillantes agradeciendo que al fin la escucharan. Luego hablaron de las esferas que habían aparecido de nuevo en el cielo y del desasosiego que quedaba en el horizonte después. El conserje le dijo a Cecilia que no creía que fuera el fin del mundo, que para él eran revelaciones, y que sentía que tenía que estar atento a lo que sus explosiones y sus colores querían decir, atento al silencio que quedaba después de que desaparecían. «¿Han sentido alguna vez que hay un vacío dejado para ustedes que no pueden llenar?». Clarisa y Benjamín la miraron sin responder y ella entendió que ésa era su respuesta. Antes de irse a dormir, les mostró más fotos, escudriñando en los rostros, los objetos, atenta a lo que las luces o las sombras descubrieran; luego siguió soñando.

10.

Cuando se enteró de que su vecino era plomero, Marcela sintió una simpatía inmediata por él. Le parecía una profesión verdadera que se ocupaba de cosas reales, igual que su hijo, que era profesor en una elementary school. Los veía juntos y se sentía tranquila de saber que Mateo había encontrado un compañero igual de cumplidor; atrás había dejado las preocupaciones sobre el futuro o las imaginaciones de una vida diferente para Mateo y desde que tenía esa actitud de abrazar a la sorpresa como ella se presentara, su existencia era plácida. Los temores se habían disuelto en la confianza. Ya no fantaseaba con una descendencia. Los veía disfrutar sus quehaceres y se unía a ellos. A pesar de que su marido la había dejado provista de una buena pensión, se había empeñado en conseguir un empleo. De muy joven había trabajado como esteticista en un salón en San Juan, allí había conocido a Jack Olsen. Él trabajaba como pescador para una empacadora en Anchorage y había viajado a Puerto Rico en uno de sus barcos, era una especie de vacación: el capitán, amigo suyo, le ofreció el lugar de un estibador que se había enfermado. Dudó en aceptar, no le interesaba conocer otros lugares porque éste en el que vivía le ofrecía una brisa gélida que lo retornaba al lago en dónde había crecido; cuando soplaba le dejaba la sensación de seguir allí, en un eterno ahora en el que la brisa misma era su hogar; terminó aceptando que necesitaba el descanso y, como el viaje era gratuito y no tenía que cumplir con un trabajo, se embarcó feliz. En la primera salida que dieron después de anclar, Jack vio a Marcela desde el bar en donde se tomaba una cerveza con sus colegas y deseó convertirla en su mujer. Era un salón de belleza tradicional, él entró como turista desorientado y le preguntó si podía cortarle el cabello. Se vieron diariamente durante el anclaje del barco en San Juan y, en el penúltimo día, él le ofreció un anillo y le pidió matrimonio, ella aceptó y él gustoso acató sus condiciones. El clima de Anchorage, el encierro, el viento, el montón de ropa que había que ponerse para sobrellevar el frío, las ausencias de Jack le desagradaron, pero no mermaron su amor, y él sabía recompensarle los días de cada mes que pasaba en casa, a veces se aparecía con alguna sorpresa para aplacar la nostalgia de la tierra, conseguía coco rallado y le llevaba para que hiciera sus postres y bebidas que tanto le gustaban a Marcela o, además de resolver los desperfectos domésticos que surgían en su ausencia, la ayudaba con los quehaceres; jugaba diciéndole que era su esclavo y así se quedaba siempre en casa. Cuando nació Mateo, ella se sintió plenamente feliz hasta que Jack murió en un accidente mientras el barco volvía con la pesca capturada. Había ascendido a capitán gracias a su buen olfato para rastrear salmones y truchas, y eso había contribuido para que su mujer gozara de una buena pensión. A Marcela se le había presentado la oportunidad de salir de Anchorage cuando una amiga le escribió desde Brooklyn, adonde se había ido a vivir: «Hay tanto puertorriqueño que a veces te sientes en San Juan». Allá no estaría sola. No lo pensó, hizo los arreglos convenientes para trasladar las cenizas de Jack junto con ellos y vendió todo. Consiguió un empleo en el salón de una paisana y reacomodó su vida en este nuevo lugar.

11.

Despertó y cogió su teléfono para mirar las fotografías, le llamó la atención el orden que había seguido al tomarlas, parecía que cada objeto la hubiese llamado para ser visto en el tiempo que correspondía, y luego se preparó para salir; quería imprimirlas y pasar de nuevo por el departamento de Mateo. Vio la sonrisa del conserje mientras se aproximaba con su mochila colgada del hombro, sus cabellos libres; su juventud inquieta se parecía a esas esferas que explotan dejando un horizonte sangrante, frágiles y orgullosas. A veces sospechaba que el hombre miraba a las personas deambular sin propósitos en esta tierra como si sintiera compasión por lo que él había sido en otros tiempos, afanado siempre sin saber exactamente para qué. Él dejó la escoba a un lado de la puerta y la acompañó. Le dijo que había oído de los vecinos que ya iba a quedar la puerta cerrada, Cecilia intuyó que no era cierto, y caminando deprisa se preguntaba la razón de ser de vestigios de algo que ya no existe. Cuando entró, la fotografía del niño vestido de marinero la miró expectante, fue directo al diario de Mateo.

12.

«Entre la correspondencia que recogí, una revista sobresalía en una bolsa transparente, casi rasgué la envoltura porque su título me llenó de curiosidad y de ideas para darles proyectos en clase a los chicos, vi el nombre de Israel Salyer a tiempo y la puse por un lado mientras lo oía subir y dejar su caja de herramientas en el suelo. Salí y se la entregué, me sonrió a medias dándome las gracias, como fastidiado, y le invité una cerveza en el bar de la esquina. “Sure, why not”, dijo sin dudar y dejando sus cosas por un lado de la entrada. En el camino, me contaba de la tubería que está reemplazando en una casa antigua, de los ruidos que provocaba el aire formado a causa de los agujeros en los tubos corroídos, la creyeron embrujada durante mucho tiempo y no la podían vender, hasta que llegó una pareja de listos aprovechando un buen precio, aunque ni tanto porque lo que se ahorraron en la compra, ahora lo van a gastar en cobre. Su acento de os cortas y suaves se fue llevando el calor, la luz se enredaba en sus palabras sólidas y tranquilas que ironizaban sobre los fantasmas o que consideraban la vida de la que están hechos los materiales, que los hace latir a un ritmo natural, diferente del nuestro, forzado por la actividad. Cuando bebió el primer trago de cerveza, la manzana de Adán sobresalió, me preguntó entonces qué pensaba, yo veía su cuello alargado y liso, y dije que lo que proviene de la tierra o del agua tenía que estar vivo, igual que ellas. Sonrió y chocó su tarro con el mío. La tarde terminó entre el barullo de los sedientos que abarrotaron el bar y la noche nos alcanzó en su departamento, junto a su caja de herramientas, sus revistas de cómo convertirse en un detective y el asombro».

13.

Mira de nuevo las fotografías extendidas sobre el piso pensando en esos pares que le había dado por armar para comprender: «Correspondencia y vacío», «Compasión y naturaleza», «Dolor y vitalidad», «Fábula y vida». Más que opuestos, los veía converger en algún punto y le ayudaban a descifrar o a armar las piezas de diversos modos: los vacíos existían para sentirlos y reconocerse en ellos o no, no para ser llenados. El dolor y la vitalidad eran aspectos de lo mismo, no había que sufrir para sentirse vivo, estar vivo no implicaba sufrir, ¿cómo existir en este mundo sin entrar en conflicto con él? No conocía los motivos del diario de Mateo Olsen, ¿ser recordado?, quién sabe… estaba segura de lo que le importaba de esa convergencia: un ser humano buscando ser humano. Mira el gato solazarse en el calor del sol, pasa horas cautivo en el deleite de la luz, ahora lleva seis meses con ellos, le había sacado tantas fotografías que el animal le rehuía. Clarisa había vuelto a su país porque al terminar la carrera no había conseguido empleo, Benjamín logró sortear las dificultades iniciando un posgrado y seguía en ese confort medio ficticio de ser estudiante. Ella había corrido con suerte al conseguir un empleo en una revista. En la universidad le habían ofrecido exponer las fotografías que tomaron forma y fondo en su proyecto final; pero no sabía o no quería exponer esa intimidad que se le había descubierto, le agradaba saber que sólo había unos cuantos ligados a toda esta historia y por eso en las tardes ociosas acomodaba las imágenes sobre el parquet. Más que pensar en los hechos, buscaba y se mantenía atenta a las explosiones de las luces, a lo que las sombras ocultaban; no estaba segura de que Israel Salyer hubiese estado buscando a su hermano gemelo, o si éste había existido, si Marcela había vivido en Anchorage, si Jack se llamaba así. Tampoco nada de eso importaba, después de todo, la vida podía ser una fábula y también ser verdadera.

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